ESPECIAL SOBRE CRISIS CARCELARIA EN COLOMBIA
Tres caminos para resolver la
crisis carcelaria
La crisis carcelaria fue declarada en 1998 y nuevamente en 2015 por los altos niveles de hacinamiento y la violación reiterada de los derechos fundamentales. Pero el problema no es sólo la insuficiencia de las cárceles, sino el exceso de uso por parte del Estado.
El Especial
Juan Sebastian Hernández
Las cárceles colombianas:
el fracaso de las políticas del garrote
Como parte de la Comisión de Seguimiento a la sentencia T-388 de 2013, Dejusticia intervino en una audiencia pública ante la Corte Constitucional, para señalar la importancia de reformular los indicadores de medición del estado inconstitucional de cosas en las cárceles. Este aspecto es fundamental para la superación de la crisis.
La crisis de las cárceles colombianas no es un secreto. El hacinamiento, la corrupción de funcionarios del INPEC o la comida descompuesta suelen aparecer en medios de comunicación, pues decenas de personas durmiendo en suelos y baños, los casos de tortura y la comida podrida son imágenes impactantes. Pero mientras estos problemas reciben la mayoría de la atención, las causas estructurales de la crisis suelen pasar desapercibidas, y no porque sean desconocidas: no es que falten cárceles, sino que la política criminal colombiana (la que define qué conducta es un delito, cuál es su pena, como es judicializada y cómo se ejecuta la pena) tiende a utilizar la prisión como la cura para cualquier problema social, y esto ha llevado el sistema al colapso. ¿La razón? Al aumentar las penas y el número de conductas castigadas con prisión, simplemente entran más personas a la cárcel de las que salen.
Para entender la crisis que hoy enfrentan las cárceles colombianas, es necesario remontarse a 1998, año en el que la Corte Constitucional declaró el primer estado de cosas inconstitucional en las cárceles. En ese año, la Corte declaró que las cárceles se encontraban en un estado de cosas que violaba de manera generalizada y masiva los derechos de las personas privadas de la libertad, por lo que por primera vez declararía la existencia de una falla estructural en el sistema penitenciario. Para la Corte, esta crisis había surgido debido a que las cárceles se encontraban abandonadas por el Estado, pues para 1998 había una falta de mantenimiento y expansión de la infraestructura, violencia generalizada, ineficiencia en la prestación de servicios de salud, y una violación generalizada de la dignidad humana.
Frente a esta primera crisis, la respuesta del Estado colombiano fue emprender la construcción y ampliación del sistema penitenciario, haciendo un esfuerzo presupuestal importante. De los 33.119 cupos disponibles en 1998, el INPEC pasó a contar con 45.575 cupos en 2002, y con 76.066 cupos en 2013. Sin embargo, este proyecto de expansión acelerada de infraestructura tuvo un alto costo. Según el DNP, entre el 2000 y el 2015 se aprobaron múltiples proyectos que buscaban ampliar cupos, los cuales suman un valor aproximado de $4,4 billones de pesos - es decir, más de la mitad del recaudo esperado este año de la ley de financiamiento.
Para el 2002, la estrategia de ampliación de cupos parecía estar dando resultado, y con la reducción gradual del hacinamiento, la Corte Constitucional consideró que la crisis se estaba superando. Pero entre el 2000 y el 2013, al mismo tiempo que se ampliaban los cupos carcelarios, la población privada de la libertad comenzó a crecer de manera acelerada. Según el INPEC, la población carcelaria pasó de ser de 44.439 personas en 1998 a ser de 120.032 en 2013, es decir, casi se triplicó en cerca de 15 años. Como concluiría un estudio del DNP en 2011, simplemente la población carcelaria crece más rápido de lo que el Estado puede construir cárceles, y esto con un esfuerzo presupuestal enorme - lo que demostró la insuficiencia de la principal y casi única estrategia del Estado para enfrentar la crisis carcelaria: la construcción de más cárceles.
Con el regreso de los problemas de hacinamiento, en los servicios de salud y de abusos, torturas, corrupción, fallas en los alimentos, entre otros, la Corte Constitucional tuvo que declarar un nuevo estado de cosas inconstitucional en 2013 y a reiterarlo en 2015. Pero a diferencia de la primera crisis, esta no se debía a que el Estado no construyera cárceles o hubiera dejado el sistema a su suerte. Por el contrario, la crisis actual surgió porque las políticas de "mano dura" contra el delito han hecho que la población carcelaria crezca de manera excesiva.
En Colombia, los aumentos punitivos entre el 2000 y el 2016 han sido altos. Como lo muestra un estudio del Ministerio de Justicia, el DNP y la Comisión Asesora de Política Criminal, las leyes penales han tendido a aumentar las penas de manera excesiva, indiscriminada y desproporcionada, y a restringir el uso de medidas alternativas al encarcelamiento. Pero, además, la mayoría de proyectos lo han hecho mal, pues suelen ser leyes antitécnicas que carecen de fundamento científico, que responden a coyunturas mediáticas e ignoran los efectos que pueden tener en el hacinamiento.
Para la Corte, esta política ha tenido fundamentalmente seis problemas que deben ser resueltos: 1) ha estado guiada por preocupaciones únicamente de seguridad, y ha olvidado la resocialización; 2) ha creado un sistema desproporcionado de penas; 3) se ha caracterizado por reaccionar frente a fenómenos mediáticos o problemas del momento; 4) carece de técnica y sistematicidad en su formulación; 5) ha ignorado los efectos que los aumentos punitivos o la criminalización de algunas conductas o personas tiene en las cárceles; y 6) ha tendido a endurecer el régimen procesal para garantizar más condenas, pero en desmedro de las garantías constitucionales de las personas acusadas. En las siguientes columnas se explorarán estos problemas más a profundidad.
A pesar de su necesidad, la reforma de la política criminal no parece estar cerca. Aunque el plan del nuevo Gobierno reconoce que una reforma es necesaria, los proyectos de ley que buscan reducir el hacinamiento no han sido aprobados (el 148 de 2016 y el 014 de 2017), mientras que el Gobierno y el Fiscal General proponen más aumentos punitivos. La crisis de las cárceles no es otra cosa que el fracaso de años de una "política del garrote", y su costo ha sido la dignidad humana de miles de personas. ¿No es hora de dejar de pensar que el garrote lo arregla todo?
Juan Sebastian Hernández
Encerrar y botar la llave: el "el todo vale"
en defensa de la seguridad ciudadana
En Colombia, la política criminal ha considerado que la cárcel es la única forma de dar seguridad a la ciudadanía, una política de "mano dura" y de "encerrar y botar la llave" que ha llevado a las cárceles colombianas a una crisis humanitaria.
A comienzos del año pasado, varios casos de hurtos violentos en Bogotá llevaron a la Revista Semana a titular uno de sus artículos con una sola palabra: "¡Miedo!". En este artículo, se reportó que una oleada de inseguridad "tiene en pánico a muchos colombianos", y se señaló la ineficiencia de la justicia para encarcelar a los delincuentes como la culpable. Y así, sin intención de hacerlo, este título pone en evidencia por qué Colombia prefiere encarcelar a su población que enfrentar sus problemas sociales, y por qué los derechos de las personas privadas de la libertad son menos importantes que la seguridad: por el miedo.
Sin duda alguna, este miedo es algo comprensible en un país como Colombia. Pero mientras el conflicto armado, el desplazamiento y la violencia de grupos organizados del narcotráfico fueron los protagonistas del miedo colectivo en las décadas de los años 80, 90 y los comienzos del siglo XXI, hoy en día lo son los atracos callejeros, el microtráfico y otros hechos de delincuencia común. En febrero de 2018, la Gran Encuesta para las elecciones presidenciales de 2018 elaborada por YanHaas encontró que la inseguridad ciudadana fue la mayor preocupación para el 53% de los encuestados. También son comunes las notas periodísticas que hablan de cómo el número de hurtos, de fleteos o de violencia sexual en ciudades como Bogotá y Cali están "disparados", incluso cuando la información oficial actual no permite concluir que la criminalidad efectivamente se encuentre en aumento.
Ante el miedo, causado en parte por la forma sensacionalista de los medios de comunicación de reportar hechos cotidianos, la respuesta del Estado ha sido, desde hace años, maximizar el uso de la cárcel, basado en la creencia equivocada de que la misión del derecho penal es "sacar de circulación" a las personas que cometen delitos; ponerlos "bajo llave". Más aún, el miedo a la criminalidad ha llevado a creer que la cárcel es la única forma de brindar seguridad y evitar la impunidad, y que todo aquello que no es cárcel no es castigo, sino impunidad y debilidad. Por esto, la gran mayoría de las reformas al Código Penal desde el 2000 han intentado aumentar las penas de prisión y reducir la aplicación de medidas como la prisión domiciliaria. En suma, han buscado la salida de "encerrar y botar la llave", al asegurar que las personas que cometen delitos duren el mayor tiempo posible tras las rejas.
Las políticas basadas en el miedo y en dar seguridad "botando la llave" no se han detenido, incluso luego de que la Corte Constitucional declaró y reiteró la existencia de una crisis humanitaria en las cárceles causada por precisamente políticas de este tipo. Por ejemplo, el Fiscal General propuso este año un proyecto de ley de "seguridad ciudadana" que busca aumentar (nuevamente) las penas para delitos como el hurto y los relacionados con drogas, crear nuevos delitos y reducir la aplicación de beneficios. También se opuso a leyes que, como Dejusticia lo explicó el año pasado, han buscado racionalizar el uso de la detención preventiva de personas mientras son procesadas. A este se suman las de cadena perpetua para delitos sexuales contra menores de edad y de aumentar las penas para la violencia intrafamiliar.
Con estas iniciativas, sus proponentes olvidan que la crisis carcelaria surgió por la tendencia a implementar políticas punitivas similares, e ignoran la evidencia que sugiere que aumentar penas no sirve para disuadir el crimen. Después de todo, una persona que delinque no dejará de hacerlo porque las penas se incrementen de 10 a 12 años. Así, de ser implementadas con éxito, estas propuestas no sólo no aumentarán la seguridad, sino que también elevarán los costos de funcionamiento del sistema y agudizarán la crisis, afectando los derechos fundamentales de miles de personas.
Pero quizás el olvido más importante de estas propuestas es que según nuestra Constitución, la cárcel no es un depósito donde se "guardan" personas problemáticas o peligrosas, pues su función constitucional no es encerrar a personas para que no estén en las calles. Las cárceles no son un campo de aislamiento en donde el Estado "encierra, olvida y bota la llave", política que es más cercana a los campos de concentración de regímenes autoritarios que a los ideales de una sociedad democrática y respetuosa de los derechos humanos. Por el contrario, como lo recuerda la Corte Constitucional en muchas sentencias, la finalidad de la cárcel no es exiliar al reo de la sociedad, sino lograr su resocialización, pues tiene derecho a vivir en sociedad una vez ha pagado su pena.
Hoy, la sociedad colombiana necesita reconsiderar el rol que la seguridad ciudadana juega en su forma de política criminal, y en particular el rol que debe cumplir la prisión. Como lo dice Abraham H. Maslow, "si todo lo que tienes a la mano es un martillo, es tentador tratar todo como un clavo", y hoy, la cárcel parece ser la única solución que los políticos y los medios de comunicación ofrecen a la ciudadanía para resolver el delito y la inseguridad. Pero más que esto, la ciudadanía debe preguntarse si las políticas de "encerrar y botar la llave", políticas de una sociedad autoritaria que antepone la seguridad a los derechos, se justifican únicamente por el miedo.
Isabel Pereira
La distorsión del castigo
En una democracia robusta, la facultad para castigar que tiene un Estado debe aplicarse en proporción al daño causado. En Colombia las repetidas reformas a la política criminal hacen precisamente lo opuesto, castigando excesivamente conductas que no son tan nocivas.
La política criminal -el conjunto de acciones para abordar comportamientos delictivos- debe cimentarse en principios que sean justos para la sociedad. Una sociedad democrática no consideraría justo, por ejemplo, que comportamientos graves y violentos que afectan la vida, la integridad y la salud a terceros sean castigados con la misma severidad que comportamientos afectan solo a quien los comete. Cuando una sociedad castiga con los mismos años de cárcel una violación sexual que un robo a un supermercado, el castigo se sale de proporción. En un Estado de Derecho, cuya promesa es impartir justicia, las penas desproporcionadas terminan reproduciendo las injusticias sociales, como lo ilustra la situación de graves violaciones a los derechos humanos en el sistema penitenciario y carcelario expuesta en la primera columna de esta serie.
El caso típico de la desproporcionalidad penal son los delitos de drogas, pues las conductas que se clasifican como delitos, son comportamientos que afectan al individuo que decide, autónomamente, consumir sustancias psicoactivas. Para analizar si las penas son proporcionales o no con el delito que se persigue se debe tener en cuenta el daño que se busca prevenir o sancionar. En el caso de los delitos de drogas se argumenta que el Estado busca prevenir un daño a la salud pública.
El caso con las drogas es que el consumo es una decisión personal, así que es el individuo quien decide incurrir en un daño a su salud, y por lo tanto las sanciones a ese comportamiento así no pueden ser igual de graves que las sanciones que se imparten cuando hay daño a terceros. Aquellas personas que transportan y venden drogas no causan por ese solo hecho un daño a la salud, lo que se genera es un riesgo que puede derivar en daños a la salud del consumidor que ha decidido voluntariamente comprarle la sustancia a aquel expendedor. Ahora, es importante reconocer que el tráfico de drogas representa riesgos a la seguridad, y genera violencia y corrupción, en gran parte debido a la prohibición de estas sustancias y su regulación por vía de las armas y la ilegalidad.
En Colombia en el último siglo han aumentado el tipo de conductas criminalizadas, y también han aumentado las penas que se imponen a los delitos de drogas. En un estudio publicado por Dejusticia en el 2013 se muestra este aumento exponencial, que es problemático en sí mismo, pero más problemático aun analizado en comparación a las penas que da la ley a otras conductas que son más reprochables y sobre todo más dañinas para la sociedad.
Como se puede observar en la gráfica anterior, en 1936 había 2 delitos relacionadas con drogas que habían sido criminalizadas, y para el 2011, el Estado colombiano había aumentado este número a 11. Por su parte, como se puede observar abajo, las penas para los delitos de tráfico se han casi triplicado en el curso del siglo XX, llegando a una pena máxima de tráfico de 30 años de privación de la libertad.
Por su parte, las penas para delitos graves como el homicidio, la tortura, la violencia sexual, etc., tienden a ser en general, iguales o más bajas que las de los delitos de drogas. Esto es inaceptable ética y jurídicamente pues no hay argumentos que permitan sustentar que es más grave transportar drogas para que otra persona las consuma voluntariamente que asesinar a otra persona o abusar sexualmente de ella.
Estos son delitos para los cuáles las penas han aumentado consistentemente en el país, sin que ello resulte en un desmantelamiento de las estructuras criminales detrás del negocio. Se podría decir que lo único que ha logrado la adicción punitiva, es contribuir a la crisis en el sistema penitenciario y carcelario, llenando las cárceles de hombres y mujeres, en su mayoría pobres, y fácilmente reemplazables en el negocio siempre lucrativo de las drogas.
Este ensañamiento del castigo, que lleva ocurriendo en el país por décadas, podría ser aún más profundizado con el proyecto de ley que radicó el Fiscal el pasado julio que cuenta con un capítulo sobre medidas contra el microtráfico. En la iniciativa legislativa, proponen la creación de nuevos delitos -favorecimiento al consumo en espacio público- y el aumento de penas para otros delitos -mayor castigo para el porte que supere la dosis de aprovisionamiento-.
En la actualidad, la pena mínima por el delito de tráfico de estupefacientes es similar a la de la tortura y a la de acceso carnal violento, pero considerablemente mayor a la pena mínima de concierto para delinquir que es el delito por el cual se condenaría a miembros de bandas criminales. Asimismo, la pena máxima por el delito de tráfico de estupefacientes es 8 años mayor que la de la tortura, 10 años mayor que la de acceso carnal violento y 12 años mayor que la de concierto para delinquir. En comparación, con el delito de homicidio que podría ser considerado el más grave, la pena mínima del tráfico de drogas es solamente 38% menor que la de homicidio y la pena máxima 20% menor.
La desproporcionalidad es problemática en sí misma: es injusto que se castigue una conducta que no es tan dañina con la misma pena que a quien ha cometido un daño mayor. Colombia castiga más gravemente a quien le vende un porro a quien autónomamente quiere fumarse un porro, que a quien viola a una persona, o tortura a otra persona. Pero más allá del problema intrínseco de impartir castigos desmedidos, sus consecuencias en el sistema penitenciario y carcelario han derivado en una crisis humanitaria. Como ha reportado la Comisión de Seguimiento de la Sociedad Civil a la Sentencia T-388, las cárceles del país están en situación de hacinamiento, con las violaciones a los derechos humanos más fundamentales, desde la alimentación, hasta la vida misma. Un Estado que se ocupa de configurar nuevos delitos, aumentar las penas para los delitos existentes, y restringir al máximo los beneficios penitenciarios y carcelarios, es un Estado que genera injusticias desproporcionadas.
Santiago Virgüéz
Ni elitista ni populista: apuntes sobre
política criminal reactiva en Colombia
La respuesta punitiva a cualquier evento de coyuntura ha llevado a que la política criminal colombiana sea incoherente y desproporcionada, sin que haya un efecto disuasivo real sobre la comisión de nuevas conductas delictivas. La superación de una política criminal populista pasa por una verdadera inclusión ciudadana bajo condiciones de deliberación argumentada.
El Observatorio de Política Criminal (OPC) se encuentra finalizando un estudio de percepción sobre las actitudes punitivas de los colombianos, investigación que seguramente terminará reforzando lo que ya todos creemos saber: que la mayoría de personas en Colombia favorece el aumento de penas, la creación de nuevos delitos y la eliminación de beneficios penales - es decir, más cárcel - como respuesta a los problemas de seguridad . Esto es lo que comúnmente se ha llamado "populismo punitivo" y es lo que alimenta una política criminal que la Corte Constitucional ha definido como reactiva, incoherente y populista . Sin embargo, este tipo de política no solo carece de fundamento empírico y poca efectividad, sino que muchas veces responde a la interpretación que los legisladores hacen de la voluntad popular, más que a lo que piensa la ciudadanía.
En efecto, desde el año 2000, el número de reformas penales en el Congreso ha aumentado considerablemente (ver gráfica al final), reformas que han estado enfocadas en el aumento de penas, creación de nuevos delitos, ampliación de los elementos de algunos delitos y eliminación de beneficios penales. Varias de estas modificaciones penales han sido resultado de la reacción por parte del legislativo frente a problemas de coyuntura específicos.
Por ejemplo, en el año 2009 hubo una gran movilización y cubrimiento mediático en contra de los conductores en estado de embriaguez que terminó con la expedición de la Ley 1326 de 2009, la cual aumentaba la pena a quienes de forma culposa le quitaran la vida a otros por accidentes cometidos durante la conducción bajo estado de embriaguez. Luego, en el 2013, el caso de un joven que conduciendo ebrio le quitó la vida a dos personas e hirió a una más, motivó la expedición de una nueva ley que volvía a endurecer las penas en casos de conductores ebrios. De igual forma, otras normas como la ley Natalia Ponce - 1773 de 2016 - por la cual se aumentó la pena por ataques con ácido, son ejemplo de cómo el Congreso ha reaccionado punitivamente frente a asuntos de coyuntura.
A pesar de esto, la eficacia del endurecimiento punitivo en la prevención de nuevos hechos delictivos ha sido poca. Varios medios de comunicación han reportado cómo tiempo después de aprobados dichos proyectos, la violencia contra las mujeres no ha disminuido , los ataques con ácido no han cesado , y se siguen presentando accidentes por culpa de conductores en estado de embriaguez . Al respecto, ya diversos estudios empíricos en otros países han evidenciado las dudas teóricas y metodológicas sobre la efectividad de las penas severas en la disuasión de futuras conductas delictivas. Justamente, el Consejo Superior de Política Criminal en su análisis sobre cuatro proyectos de ley de intervención sobre las agresiones sexuales que afectan a los niños, niñas y adolescentes en Colombia , usando dichos estudios sostuvo que no hay una confianza absoluta en los efectos disuasorios que pueden tener las penas graves, dado que las razones que tiene una persona para cometer un delito no dependen exclusivamente del miedo o la amenaza de una sanción penal, sino que existen otros factores como la sensación de inseguridad, la percepción del funcionamiento del sistema judicial, la experiencia previa en la comisión de un delito, entre otros.
Pero la falta de fundamento empírico no es el único problema derivado de una política criminal reactiva. Una investigación, apoyada por el OPC, sobre la proporcionalidad de las penas en la legislación colombiana muestra cómo esa reactividad penal frente a casos mediáticos termina por asignarle penas más severas a delitos que son menos graves que otros con menores penas. Ejemplo de esto es la Ley 1257 de 2008 que, en respuesta al cubrimiento en medios de hechos de violencia contra las mujeres, estableció una pena mayor para el delito de "inducción" a la prostitución - un mínimo de 10 y un máximo 22 años - que frente al delito de "constreñimiento" a la prostitución - con un mínimo de 9 años y un máximo de 13 años. Esto carece de sentido en cuanto a que la pena por obligar, incluso por medio de la violencia, a alguien a prostituirse debería ser mayor que cuando se engaña o persuade a la persona para que se dedique a la prostitución.
Otro ejemplo más reciente es el proyecto de ley sobre "vandalismo en la protesta" que se discute en el Congreso, el cual, en respuesta a las movilizaciones estudiantiles masivas de finales de 2018 , busca penalizar con 4 a 8 años de cárcel a quienes en el marco de una protesta dañen, atenten o destruyan bienes públicos o privados, así como a quienes atenten contra la integridad física de los miembros de la fuerza pública. Este tipo de iniciativas reactivas no solo ponen en riesgo el ejercicio legítimo de derechos fundamentales como el de la protesta, sino que también carecen de proporcionalidad y coherencia normativa. Ambas conductas descritas en el proyecto ya se encuentran sancionadas actualmente en el Código Penal bajo los delitos de "daño en bien ajeno" y "violencia contra servidor público", teniendo en el primer caso una pena de 16 a 90 meses de prisión - un aproximado de 1 año y medio a 7 años y medio de prisión - lo que supone un aumento punitivo frente a una misma conducta, solo por el hecho de haberse cometido en el marco de una manifestación.
En este punto, podría decirse que la reacción de los congresistas a las coyunturas mediáticas hace parte de su trabajo como representantes y que el problema de una política criminal populista es la consecuencia lógica de lo que piden los ciudadanos. No se puede negar que las políticas "de garrote" han adquirido una importancia creciente en los últimos años en América Latina, pero muchas de estas han sido promovidas por políticos y grupos que dicen hablar en el nombre "de la gente" como lo menciona John Pratt , uno de los autores más destacados en temas de populismo penal. Es decir, ciertos políticos, con propósitos electorales, son los que presentan el endurecimiento de penas como solución a los problemas de seguridad, apelando a una "voluntad popular" a la cual no han consultado ni han incluido en la construcción de la propuesta.
De hecho, estudios como los de David Green han sido relevantes para distinguir entre la mera opinión pública irreflexiva que se tiene sobre política penal y lo que él denomina "juicios públicos", que constituyen juicios informados resultado de contextos sociales con amplia deliberación pública. Así mismo, otras investigaciones muestran que la supuesta correlación entre opinión pública y maximalismo penal no se verifica o incluso se revierte bajo ambientes apropiados de deliberación. Es decir, que cuando existe una amplia discusión pública sobre asuntos penales, sin presiones mediáticas o de política electoral, las personas no siempre llegan a la conclusión de que deben aumentarse penas o crear nuevos delitos. Un ejercicio deliberativo como este se dio en Irlanda, en donde una "Asamblea de Ciudadanos" reunió en el 2016 a 99 ciudadanos elegidos aleatoriamente - estratificados por región, edad, género y clase social - para discutir la conveniencia de un referendo para derogar la prohibición del aborto contenida en la octava enmienda. Después de 5 fines de semana de deliberación, en donde escucharon las distintas posiciones de expertos médicos, organizaciones civiles a favor y en contra del aborto, y los distintos testimonios de mujeres que sufrieron crisis emocionales y físicas durante su embarazo, la asamblea, contra todo pronóstico, recomendó someter a votación la derogatoria de la prohibición.
Así, el Congreso colombiano tiene hoy la obligación de abandonar una política criminal reactiva e ineficiente y de no responder a los problemas de seguridad mediante un aumento indiscriminado de penas. Pero esto no supone la exclusión de la ciudadanía del debate sobre el castigo penal, sino un llamado a la discusión racional y argumentada sobre el mismo. Como afirma el autor argentino Roberto Gargarella, "el elitismo penal invoca los intereses de ciudadanos a los que nunca escuchan, mientras que el populismo penal invoca la voluntad de un pueblo al que nunca convoca"
Luis Felipe Cruz
Política criminal: una estrategia
sin visión de conjunto
En una democracia robusta, la facultad para castigar que tiene un Estado debe aplicarse en proporción al daño causado. En Colombia las repetidas reformas a la política criminal hacen precisamente lo opuesto, castigando excesivamente conductas que no son tan nocivas.
Quienes dirigen los debates sobre la política criminal pretenden solucionarlo todo feriando cárcel a diestra y siniestra. Desde el tráfico de drogas hasta la corrupción, pasando por el homicidio y las lesiones personales, la respuesta es la misma: más años de prisión. La política criminal debería ser un conjunto de acciones que emprende el Estado para dar una respuesta adecuada a las injusticias que se expresan en la comisión del delito. Sin embargo, en la actualidad, es una colcha de retazos, tejida al ritmo de los vaivenes del discurso punitivista de la coyuntura.
De acuerdo con el Ministerio de Justicia, el Código Penal (CP) ha tenido más de 245 reformas en 18 años de vigencia. El Congreso ha intervenido delitos aquí y allá, la mayoría de las veces para aumentar penas, crear nuevas conductas o aumentar el espectro del delito. Aunque estas reformas pudieran estar orientadas por la preocupación frente a desafíos de seguridad o de violencias en la sociedad, el problema radica en que no cuentan con una visión de conjunto del sistema penal.
Además, la mayoría de estos cambios se propusieron sin un análisis de impacto real y con pocos criterios técnicos en la gestión de las normas penales. Este caos en el manejo del CP, afecta no sólo la coherencia en la administración de la dosis punitiva, sino el acceso a las alternativas a la cárcel para delitos con alto impacto en el sistema carcelario.
Se han tramitado reformas legislativas que aumentan las penas incluso por encima del tope legal de 60 años. Por ejemplo, el denominado Estatuto Anticorrupción de 2011 estableció una pena para el delito de lavado de activos de 118 años de prisión, en caso que lo cometa un servidor público de alguno de los organismos de control del Estado.
La ley incorporó por vía indirecta una pena que en la práctica no se puede imponer. Otro ejemplo de esta falta de sistematicidad en las reformas penales, es el caso de la inducción a la prostitución y el constreñimiento a la prostitución. A partir de la ley 1236 de 2008 el Congreso le subió las penas al primero y no al segundo, por lo que hoy la inducción tiene penas de 10 a 22 años, mientras que el constreñimiento, conducta en la que se obliga el ejercicio de la prostitución y por lo tanto es más grave, tiene penas de 9 a 13 años.
Nunca se mencionó en el proyecto de ley por qué una pena debería ser diferente de la otra o cuáles criterios permitían concluir la cantidad punitiva de cada una.
También hay un corto circuito en la respuesta del Estado frente a la comisión de ciertos delitos. Una cosa es la que plantean las leyes y otra cosa es la que hacen los actores del sistema -policía, fiscalía, juzgados e INPEC-. Un ejemplo de esta desconexión está en el hecho de que por las 177 nuevas conductas criminalizadas luego de la expedición del CP, en 2016 había poco más de 2000 personas privadas de la libertad, a pesar de que se trata de delitos graves como el contrabando de hidrocarburos, producción de minas antipersona, feminicidio, hurto por medios informáticos o tráfico de niñas, niños y adolescentes.
Al momento de legislar no se están teniendo en cuenta las dificultades propias del juzgamiento o las cargas laborales de los actores del sistema. Ni se considera la capacidad de procesar delitos complejos como los delitos financieros o el lavado de activos. A la fecha, el delito de fabricación de sumergibles o semi-sumergibles para el tráfico de drogas, creado en 2011 con penas de hasta 45 años tiene 3 condenas, mientras que el delito de lavado de activos, registra sólo 165 condenas. Sin embargo, fueron presentados como necesarios para "luchar" contra el crimen organizado.
En última instancia toda esta incoherencia punitiva, termina limitando cada vez más el acceso a la prisión domiciliaria, la libertad condicional o la suspensión de la pena, particularmente para personas que cometen delitos como hurto o tráfico de estupefacientes pero que están a cargo de las actividades más riesgosas -frente a la captura- y menos remuneradas. De esta manera, cuando se crea un delito o se expande su ámbito de aplicación, no se tienen en cuenta los impactos sobre el sistema carcelario, ni sobre la política criminal.
El llamado a la racionalidad punitiva no es un llamado a la inacción frente al delito, todo lo contrario, es un recordatorio de que las violencias de distinto tipo -sexual, doméstica, homicida y la provocada por los grupos ilegales- son tan costosas para la sociedad colombiana que requieren una respuesta de conjunto, no una lista de normas que en la práctica lo confunden todo. Los conflictos detrás de la criminalidad no son de menor importancia como para jugar a las soluciones de papel. Por qué no pensar que antes de seguir creando delitos y aumentando penas, necesitamos que la Fiscalía investigue y acuse, que se reduzca la impunidad y que se garanticen los derechos de las víctimas.
Cesar Valderrama
Por una política criminal basada
en la evidencia
Una política pública no evaluada produce graves efectos en una democracia, pues impide a la ciudadanía juzgar sus resultados y a los tomadores de decisión corregir sus errores. Hoy, Colombia necesita evaluar su política criminal para superar la crisis carcelaria, pues hasta ahora sus esfuerzos no están respaldados por una evaluación adecuada.
El actual estado de cosas inconstitucional (ECI) declarado en 2013 por la Corte Constitucional, atendiendo a la grave situación penitenciaciara y carcelaria en Colombia, exige un análisis detallado de todas la decisiones y circunstancias que la rodean. Para enfrentar esta situación, es necesario poner en marcha un plan para superar la masiva violación de derechos humanos de la población privada de la libertad. En otras palabras, se requiere un ejercicio serio de evaluación de la política críminal del Estado que identifique sus aciertos y problemas.
Una política pública no evaluada produce graves efectos en una democracia. Por un lado, impide a la ciudadanía conocer el nivel de desempeño de las soluciones que proponen sus representantes o, dicho de otro modo, no permite valorar objetivamente la capacidad de los políticos para solucionar problemas públicos. Por otra parte, imposibilita al Estado tomar decisiones informadas para orientar de manera eficiente el gasto público o redireccionar sus estrategias para enfrentar los problemas cuando estos no se solucionan a costos razonables.
Aunque el Estado colombiano tiene la obligación constitucional de adoptar decisiones racionales en la elaboración de políticas, donde la evaluación de gestión y resultados juega un papel fundamental, tanto la producción como el uso de la evidencia disponible para la toma de decisiones en política criminal es casi nula. La omisión de esta obligación constitucional puede verse en dos ejemplos:
En primer lugar, los proyectos de ley en materia penal que realizan un análisis empirico de los efectos que podrían generar o empeorar la crisis carcelaria son escasos. Un ejemplo de buena práctica en este sentido puede verse en la exposición de motivos del proyecto de ley jubileo, que expone con claridad los efectos que esta política tendría para ayudar a superar el ECI y reducir el hacinamiento.
La exigencia de un análisis empírico previo de los efectos debe ser un requisito mínimo de toda propuesta de reforma a la política criminal, si es que deseamos seguir siendo un Estado constitucional respetuoso de los derechos humanos.
Otro ejemplo puede verse reflejado en la estrategia del Gobierno para disminuir y evitar el hacinamiento carcelario a través de la construcción de nuevos cupos. Esta propuesta, sin embargo, desconoce que el aumento desmedido y sistemático de las penas, la creación de nuevos delitos y la disminución de la implementación de medidas alternativas al encarcelamiento, entre otros factores, ha generado un aumento de la población carcelaria a tasas que "hacen inocuos todos los esfuerzos de inversión dirigidos a la construcción y adecuación de nuevos centros de reclusión". Asì, como lo indican las proyecciones, si la tendencia de crecimiento en la población privada de la libertad se mantiene, "a pesar de la creación de nuevos cupos, la tasa de hacinamiento podría pasar de un 52,9% a un 77,25% en 2019". (CONPES 3828 de 2015. Pp. 15)
En efecto, desde el año 2000, el número de reformas penales en el Congreso ha aumentado considerablemente (ver gráfica al final), reformas que han estado enfocadas en el aumento de penas, creación de nuevos delitos, ampliación de los elementos de algunos delitos y eliminación de beneficios penales. Varias de estas modificaciones penales han sido resultado de la reacción por parte del legislativo frente a problemas de coyuntura específicos.
Por ejemplo, en el año 2009 hubo una gran movilización y cubrimiento mediático en contra de los conductores en estado de embriaguez que terminó con la expedición de la Ley 1326 de 2009, la cual aumentaba la pena a quienes de forma culposa le quitaran la vida a otros por accidentes cometidos durante la conducción bajo estado de embriaguez. Luego, en el 2013, el caso de un joven que conduciendo ebrio le quitó la vida a dos personas e hirió a una más, motivó la expedición de una nueva ley que volvía a endurecer las penas en casos de conductores ebrios. De igual forma, otras normas como la ley Natalia Ponce - 1773 de 2016 - por la cual se aumentó la pena por ataques con ácido, son ejemplo de cómo el Congreso ha reaccionado punitivamente frente a asuntos de coyuntura.
A pesar de esto, la eficacia del endurecimiento punitivo en la prevención de nuevos hechos delictivos ha sido poca. Varios medios de comunicación han reportado cómo tiempo después de aprobados dichos proyectos, la violencia contra las mujeres no ha disminuido , los ataques con ácido no han cesado , y se siguen presentando accidentes por culpa de conductores en estado de embriaguez . Al respecto, ya diversos estudios empíricos en otros países han evidenciado las dudas teóricas y metodológicas sobre la efectividad de las penas severas en la disuasión de futuras conductas delictivas. Justamente, el Consejo Superior de Política Criminal en su análisis sobre cuatro proyectos de ley de intervención sobre las agresiones sexuales que afectan a los niños, niñas y adolescentes en Colombia , usando dichos estudios sostuvo que no hay una confianza absoluta en los efectos disuasorios que pueden tener las penas graves, dado que las razones que tiene una persona para cometer un delito no dependen exclusivamente del miedo o la amenaza de una sanción penal, sino que existen otros factores como la sensación de inseguridad, la percepción del funcionamiento del sistema judicial, la experiencia previa en la comisión de un delito, entre otros.
Pero la falta de fundamento empírico no es el único problema derivado de una política criminal reactiva. Una investigación, apoyada por el OPC, sobre la proporcionalidad de las penas en la legislación colombiana muestra cómo esa reactividad penal frente a casos mediáticos termina por asignarle penas más severas a delitos que son menos graves que otros con menores penas. Ejemplo de esto es la Ley 1257 de 2008 que, en respuesta al cubrimiento en medios de hechos de violencia contra las mujeres, estableció una pena mayor para el delito de "inducción" a la prostitución - un mínimo de 10 y un máximo 22 años - que frente al delito de "constreñimiento" a la prostitución - con un mínimo de 9 años y un máximo de 13 años. Esto carece de sentido en cuanto a que la pena por obligar, incluso por medio de la violencia, a alguien a prostituirse debería ser mayor que cuando se engaña o persuade a la persona para que se dedique a la prostitución.
Otro ejemplo más reciente es el proyecto de ley sobre "vandalismo en la protesta" que se discute en el Congreso, el cual, en respuesta a las movilizaciones estudiantiles masivas de finales de 2018 , busca penalizar con 4 a 8 años de cárcel a quienes en el marco de una protesta dañen, atenten o destruyan bienes públicos o privados, así como a quienes atenten contra la integridad física de los miembros de la fuerza pública. Este tipo de iniciativas reactivas no solo ponen en riesgo el ejercicio legítimo de derechos fundamentales como el de la protesta, sino que también carecen de proporcionalidad y coherencia normativa. Ambas conductas descritas en el proyecto ya se encuentran sancionadas actualmente en el Código Penal bajo los delitos de "daño en bien ajeno" y "violencia contra servidor público", teniendo en el primer caso una pena de 16 a 90 meses de prisión - un aproximado de 1 año y medio a 7 años y medio de prisión - lo que supone un aumento punitivo frente a una misma conducta, solo por el hecho de haberse cometido en el marco de una manifestación.
En este punto, podría decirse que la reacción de los congresistas a las coyunturas mediáticas hace parte de su trabajo como representantes y que el problema de una política criminal populista es la consecuencia lógica de lo que piden los ciudadanos. No se puede negar que las políticas "de garrote" han adquirido una importancia creciente en los últimos años en América Latina, pero muchas de estas han sido promovidas por políticos y grupos que dicen hablar en el nombre "de la gente" como lo menciona John Pratt , uno de los autores más destacados en temas de populismo penal. Es decir, ciertos políticos, con propósitos electorales, son los que presentan el endurecimiento de penas como solución a los problemas de seguridad, apelando a una "voluntad popular" a la cual no han consultado ni han incluido en la construcción de la propuesta.
De hecho, estudios como los de David Green han sido relevantes para distinguir entre la mera opinión pública irreflexiva que se tiene sobre política penal y lo que él denomina "juicios públicos", que constituyen juicios informados resultado de contextos sociales con amplia deliberación pública. Así mismo, otras investigaciones muestran que la supuesta correlación entre opinión pública y maximalismo penal no se verifica o incluso se revierte bajo ambientes apropiados de deliberación. Es decir, que cuando existe una amplia discusión pública sobre asuntos penales, sin presiones mediáticas o de política electoral, las personas no siempre llegan a la conclusión de que deben aumentarse penas o crear nuevos delitos. Un ejercicio deliberativo como este se dio en Irlanda, en donde una "Asamblea de Ciudadanos" reunió en el 2016 a 99 ciudadanos elegidos aleatoriamente - estratificados por región, edad, género y clase social - para discutir la conveniencia de un referendo para derogar la prohibición del aborto contenida en la octava enmienda. Después de 5 fines de semana de deliberación, en donde escucharon las distintas posiciones de expertos médicos, organizaciones civiles a favor y en contra del aborto, y los distintos testimonios de mujeres que sufrieron crisis emocionales y físicas durante su embarazo, la asamblea, contra todo pronóstico, recomendó someter a votación la derogatoria de la prohibición.
Así, el Congreso colombiano tiene hoy la obligación de abandonar una política criminal reactiva e ineficiente y de no responder a los problemas de seguridad mediante un aumento indiscriminado de penas. Pero esto no supone la exclusión de la ciudadanía del debate sobre el castigo penal, sino un llamado a la discusión racional y argumentada sobre el mismo. Como afirma el autor argentino Roberto Gargarella, "el elitismo penal invoca los intereses de ciudadanos a los que nunca escuchan, mientras que el populismo penal invoca la voluntad de un pueblo al que nunca convoca"
Aunque la evidencia está disponible desde el año 2015, el Estado sigue empeñado en acompañar la estrategia de nuevos cupos carcelarios con proyectos de ley que promueven el aumento de penas y la creación nuevos de delitos, los que en su mayoría no consideran al impacto que puede tener sobre el hacinamiento en las cárceles del país. Estos proyectos de ley neutralizan cualquier efecto positivo que pudiese tener la medida de expansión de cupos y en su lugar profundiza el ECI. La situación se agrava si consideramos que este conjunto de políticas no solo no produce efectos positivos, sino que además requiere de un gran esfuerzo, en materia de inversión pública, para la implementación de los nuevos cupos carcelarios.
La racionalización del gasto a partir de la toma de decisiones de política basadas en evidencia es una necesidad imperiosa en una democracia, donde las soluciones a los problemas públicos son financiadas con recursos del erario, y no deben obedecer al capricho de sus gobernantes sino a criterios objetivos sujetos a verificación, evaluación y control ciudadano. Para ayudar a que esto ocurra, es necesaria la participación activa de instituciones como el Departamento Nacional de Planeación, quien debe evaluar la política criminal y brindar evidencia que los tomadores de decisiones deben usar en la elaboración de las políticas públicas. De esta manera la ciudadanía tendría elementos objetivos para juzgar de manera informada los resultados de las medidas que proponen los gobernantes.
David Filomena
Utilizando la letra pequeña:
las reformas represivas del código
de procedimiento penal
Las decisiones volátiles del legislador sobre el código de procedimiento penal, presuntamente impulsadas para mejorar la seguridad ciudadana, han contribuido a ahondar el ECI del sistema penitenciario afectando principalmente a las personas que cometen delitos cuyo impacto a la seguridad ciudadana no merece una respuesta tan desproporcionada.
La política criminal no solo está ligada a la existencia de delitos y castigos. Un componente muy importante son las directrices que permiten a los operadores judiciales tramitar el proceso penal. En el caso colombiano, el código de procedimiento penal tiene como función establecer una serie de principios, términos y formas para que víctimas, fiscales, defensores y jueces puedan participar activa y equitativamente dentro del proceso.
Con el pasar de los años, de forma reactiva, desinformada y teniendo como justificación la protección de la seguridad ciudadana -como fue señalado en una de las anteriores columnas de la serie- los legisladores han modificado dos componentes muy importantes del código: las medidas de aseguramiento y los mecanismos sustitutivos de la pena privativa de la libertad. En la presente columna se explicarán estas modificaciones y algunos de los impactos que han generado en el Estado de cosas Inconstitucional (en adelante ECI).
Las medidas de aseguramiento son una serie de acciones que garantizan que la persona acusada cumpla con tres factores imprescindibles para el buen desarrollo del proceso penal: 1) comparecer ante la justicia, 2) no poner en peligro ni a las víctimas ni a la sociedad, 3) no obstruir el desarrollo del juicio. Hay dos tipos de medidas de aseguramiento, las que más impactan el hacinamiento carcelario son las privativas de la libertad, que comprende la detención en centro penitenciario y la detención domiciliaria. Estas medidas pueden ser solicitadas por el fiscal o las víctimas y el juez solo las puede imponer si encuentra fundado que hay posibilidad de que no se cumpla alguno de los tres factores mencionados anteriormente.
La primera modificación que realizó el Congreso sobre las medidas de aseguramiento fue enlistar una serie de delitos que no podían ser beneficiados con la detención preventiva domiciliaria. Dentro de ellos, algunas modalidades del hurto que no tienen una afectación tan amplia a la seguridad ciudadana o al patrimonio (como robar en un medio de transporte público). Por otro lado, cuatro años después, se introdujo como criterios adicionales para determinar la imposición de medidas de aseguramiento, el uso de armas blancas en la comisión del delito y la producción de capturas o imputaciones (cuando formalmente la Fiscalía acusa a una persona) en los tres años previos a la nueva captura.
Por ejemplo, una persona que comete un hurto en Transmilenio o que está acusada por haber atropellado a otra accidentalmente en otro proceso penal, no puede acceder al beneficio de afrontar el proceso penal en su domicilio. Estas políticas derivan en las altas tasas de sindicados en las cárceles colombianas, el 33% de la población penitenciaria está a la espera de juicio, además de que un porcentaje significativo de estos casos no correspondan a delitos que realmente revistan peligro para la comunidad. Puesto que el 49,62% de la totalidad de sindicados en cárceles, están privados de la libertad por hurto (en cualquiera de sus modalidades, que pueden ir desde el cosquilleo hasta el fleteo) y porte, tráfico y fabricación de estupefacientes (que en su mayoría de ocasiones se desarrolla en circunstancias no violentas).
Por otro lado, los mecanismos sustitutivos de la pena privativa de la libertad son una serie de beneficios que le permiten a la persona condenada purgar su condena en un lugar diferente a la cárcel. En el 2007, el Congreso los modificó, determinando que las personas condenadas por delitos dolosos en los cinco años anteriores a la nueva condena, tendrían que pagar su pena -independientemente del delito- únicamente en establecimientos penitenciarios. Por otro lado, en cuatro ocasiones y al igual que con las medidas de aseguramiento, enlistaron una serie de delitos que no pueden ser objeto de mecanismos sustitutivos de la pena privativa de la libertad.
Estas modificaciones fueron justificadas por los legisladores, en el entendido en que las personas que cometen ciertos delitos, representaban un peligro para sociedad en cualquier lugar menos en la cárcel y que en consiguiente, toda la pena impuesta a estos debía ser purgada allí. La mayoría de delitos allí consignados podrían ser considerados tan graves que en cierto sentido y aunque sin estar libre de debate, cómo se plasmó en otra columna de la serie, la forma de pensar de los legisladores podría estar justificada. Sin embargo, hay dos categorizaciones de delitos que no cumplen este criterio: el hurto calificado y los delitos relacionados con el tráfico de estupefacientes.
El hurto calificado se puede dar de varias maneras, dentro ellas cuando existe violencia contra las cosas (se rompa una caja de seguridad para hurtar el dinero) o sobre elementos destinados a la distribución de servicios públicos (el contador del agua y del gas). En la otra orilla, se encuentran los delitos relacionados con el tráfico de estupefacientes que abarca desde el porte y venta de pequeñas cantidades de estupefacientes, pasando por el cultivo de plantaciones de uso ilícito, hasta la construcción de semi-sumergibles para transportar drogas.
El argumento de la gravedad de la conducta para condicionar el cumplimiento de la pena en una cárcel, podría tener eco en delitos tales como el desplazamiento forzado o la apología al genocidio. Pero, bajo ningún supuesto, debería tener eco en conductas que se llevan a cabo por condiciones estructurales de marginalidad y pobreza -cómo el cultivo de coca en regiones de frontera agrícola- o en delitos que no representan mayores perjuicios para la sociedad, cómo los hurtos no violentos sobre bienes de poco valor (vea una reflexión sobre la proporcionalidad de las penas en otra de las columnas de la serie). Esta modificación ha contribuido a que el hurto y el porte y tráfico de estupefacientes ocupen el primer y el tercer lugar en lista de los delitos con más participación en el sistema penitenciario, el 28,3% de la totalidad de personas privadas de la libertad en el país.
Este pequeño recorrido deja ver cómo las decisiones volátiles del legislador sobre el código de procedimiento penal, presuntamente impulsadas para mejorar la seguridad ciudadana y enfocadas en mantener encerradas a las personas que comenten cierto tipo de delitos, han contribuido a ahondar el ECI del sistema penitenciario, afectando principalmente a las personas que cometen delitos cuyo impacto a la seguridad ciudadana no merece una respuesta tan desproporcionada, puntualmente algunas causales del hurto calificado y los delitos menores de drogas. Por ende, las reformas legislativas venideras deben articular las necesidades del sistema penitenciario, condensadas en las tres sentencias del ECI, con un sistema procesal que responda a las exigencias de víctimas, fiscales, jueces y defensores.
Juan Sebastián Hernández
¿Puede un espejo resolver la crisis carcelaria?
La actual crisis carcelaria cumple ya 4 años de haber sido declarada y, aunque existe un consenso en que la solución yace en una reforma a la política criminal que reduzca el uso de la prisión, esta todavía no se ha reformado. ¿Cómo puede Colombia construir una política criminal respetuosa de los derechos humanos y que, a su vez, pueda reducir el delito?
Dicen que la locura consiste en realizar la misma acción y esperar que los resultados sean diferentes, y locura es quizás de lo que padece la política criminal colombiana. Frente a la crisis carcelaria de 1998, el Estado enfrentó el hacinamiento con la ampliación de los cupos carcelarios a tal escala que, 21 años después, contamos con más del doble de los que había en 1998. Pero a la vez, hoy contamos con una población privada carcelaria que triplica la que estaba presa en el 98, y que vive en condiciones de hacinamiento iguales o peores. ¿Dónde está el problema?
En ocasiones, resolver un problema no requiere redoblar esfuerzos sobre una misma respuesta, sino detenerse un momento y mirar al espejo. Después de todo, a veces no nos damos cuenta que el problema no está afuera, sino en nosotros. Y es esto lo que la crisis de las cárceles nos exige hoy: que miremos al espejo y evaluemos la forma en la que hemos pretendido castigar y reducir el delito.
Ponerse frente al espejo de manera sincera implica estar dispuesto a ver los defectos propios y asumir la responsabilidad de cambiarlos. En esta serie de columnas hemos señalado algunas de las falencias más críticas de la política criminal, como su obsesión con la seguridad ciudadana, la desproporción de las penas impuestas a delitos leves, su falta de coherencia o su tendencia a responder con aumentos punitivos a casos sonados en la opinión pública. Pero si bien estos problemas pueden parecer complejos, en realidad se derivan de uno relativamente sencillo: en Colombia hemos creído que el uso de la fuerza y de la cárcel resolverá la criminalidad, y hemos ignorado los problemas que esta creencia nos ha traído; en concreto, que a las cárceles entren más personas de las que salen, causando el estancamiento, insostenibilidad y hacinamiento del sistema.
Por supuesto, existen muchas medidas que el Estado puede y debe implementar de cara a algunas de las violaciones de derechos más graves en las cárceles, muchas de las cuales tienen que ver con corregir las fallas del sistema y que exigen una inversión de recursos importante. Por ejemplo, es necesario que se intervengan los servicios de alimentación para garantizar una dieta digna y adecuada, hacer un mantenimiento y adecuación integral de la infraestructura para garantizar el acceso al agua potable suficiente o reformar el sistema de salud para la población privada de la libertad. También es necesario, como lo argumentamos en otra columna, replantear los programas de resocialización para que las cárceles tengan un efecto real en la reducción del delito.
Sin embargo, estas medidas harán poco por solucionar el hacinamiento, la falla estructural que más agrava los demás problemas de las cárceles, y si este no desaparece, es poco probable que las demás intervenciones al sistema carcelario tengan un efecto real. Después de todo, el hacinamiento no sólo estira más allá de su capacidad los recursos del sistema, sino que lleva a que las personas privadas de la libertad deban dormir de pie, en baños o en corredores hacinados, compartan un solo baño con otras 200 personas y estén expuestas a enfermedades como la tuberculosis.
Pero el reto más complejo es que la solución al hacinamiento no sólo nos enfrenta a un tema de inversión de recursos, sino también a los excesos y errores de la forma en la que el Estado ha buscado sancionar el delito, a esa política del garrote. Y a la vez nos muestra la necesidad de reducir nuestro uso de la cárcel, pues el hacinamiento sólo se resolverá de fondo cuando el sistema sea sostenible, es decir, cuando se equilibre el número de personas que entran a prisión con el número de personas que salen. ¿Pero qué implica una reforma de este tipo? Por supuesto, esta pregunta no es fácil de contestar, pero por lo menos hay tres caminos claros.
El primero es que el Estado debe reducir el número de personas que entra a prisión. Por supuesto, esto no quiere decir que se deje de capturar y procesar a la persona que cometa actos que afecten de manera grave los derechos de los demás, sino que el Estado debe sólo utilizar la prisión para los casos que realmente requieran una resocialización en reclusión -es decir, las conductas antisociales más graves. Así, por ejemplo, el Estado puede ofrecer penas alternativas como la prisión domiciliaria, la multa o el trabajo comunitario a personas que comentan delitos leves no violentos- cosas que intentaron sin éxito los proyectos de ley 148 de 2016 y 014 de 2017, que nunca fueron aprobados por el Congreso. También se debe reducir el número de personas que reciben detención preventiva mientras esperan su juicio, pues como lo defendimos en otra columna, esta debe ser excepcional y existen otros mecanismos como la vigilancia judicial, la electrónica o el probation estadounidense para asegurar su comparecencia, que no obstruyan el proceso y que no cometan delitos.
El segundo es reducir la cantidad de tiempo que pasa una persona privada de su libertad, de forma que los cupos no estén ocupados por tiempos tan prolongados. Así, es necesario reducir las penas del sistema penal, que puede ser por una sola vez como medida de descongestión (como lo intentaron hacer sin éxito los proyectos de ley de jubileo en 2017), y también como una reducción definitiva a las penas excesivas y desproporcionadas previstas en el Código Penal. De igual forma, debe reducirse la duración de la detención preventiva y que se respeten los límites legales de 1 año (prorrogable por otro), pues para abril de 2019, el INPEC reportó que había 3.413 personas que llevaban más de 3 años detenidas sin que se hubiera decidido su caso, y muchas más que llevan más de dos años en esta situación. También debe ampliarse el uso de medidas de libertad condicional, prisión domiciliaria y de franquicia preparatoria para personas que ya han cumplido parcialmente su pena y que han tenido buen comportamiento durante la reclusión.
El tercer camino, que es el más complejo pero el más crucial, es que el Estado modifique su manera de enfrentar la criminalidad, pues el camino de la fuerza no ha sido efectivo y ha generado más problemas que soluciones. Como lo sugirieron nuestras columnas y lo advirtió la Corte Constitucional, la política criminal de un Estado social de derecho debe estar centrada en la resocialización y el respeto de los derechos humanos, no en la idea de "encerrar y botar la llave". Por esto, Colombia debe dejar de ver la prisión como un "depósito de personas peligrosas", para comenzar a diseñar e implementar planes que no sólo ataquen las causas de la criminalidad, tales como la vulnerabilidad social, la pobreza y la falta de oportunidades, sino que también le brinden a la población reclusa y pospenada el apoyo para volver a vivir en sociedad.
Pero aún más importante, tenemos que estar dispuestos a vernos en el espejo y no huir de estas discusiones. Sólo así sabremos si estamos actuando como locos.
Biblioteca de publicaciones
Autores
César A. Valderrama Gómez
Director línea del sistema judicial
[email protected]
Juan Sebastián Hernández Moreno
Investigador, Línea de Sistema Judicial
David Filomena
Investigador, línea de política de drogas
Luis Felipe Cruz
Investigador, Línea de Política de Drogas
[email protected]
Isabel Pereira
Coordinadora, Línea de Política de Drogas
Santiago Virgüez
Investigador, Línea de Sistema Judicial