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Por: Marcela Madrid Vergara
Video y Fotos: César García Garzón

Luego de dejar atrás el hambre, la escasez de medicamentos, la inseguridad y la descontrolada inflación, muchos venezolanos llegan a Colombia para enfrentar el que podría ser el peor obstáculo en el intento por rehacer sus vidas: las barreras administrativas. Los excesivos requisitos, procedimientos y trámites para acceder a derechos tan básicos como la nacionalidad de sus hijos, la salud, la educación o el trabajo, no solo desconocen el contexto de crisis en Venezuela, sino que constituyen una forma de discriminación indirecta hacia los migrantes y refugiados de ese país.

Conocimos cuatro historias de migrantes en situación irregular que viven en Bogotá y escuchamos sobre las luchas y frustraciones que, como consecuencia de ello, deben enfrentar para convalidar un título universitario, acceder a una cirugía, matricular a sus hijos en el colegio, o que a sus bebés se les reconozca la nacionalidad.

Este jueves 20 de junio se celebra el Día Mundial del Refugiado, y junto con los relatos de Rosalinda, Mary, Erisaúl y Arantza, desde Dejusticia queremos promover una reflexión sobre los nuevos retos que enfrentan en sus lugares de destino quienes dejan forzadamente sus hogares. Queremos recordarle al Gobierno y a los ciudadanos colombianos que, como lo dice el artículo 100 de nuestra Constitución, colombianos y extranjeros tenemos todos los mismos derechos.

Melanie Zabala llegó a Colombia con seis meses de embarazo. Su hija tiene cinco meses y no ha podido registrarla. Foto: Cesar García.

Dimeir Cruz vive hace siete meses en Bogotá y ya la conoce mejor que muchos bogotanos. No solo porque su primer trabajo consistía en vender periódicos desde las 5 de la mañana por toda la ciudad para ganar, si acaso, 10.000 pesos. También la ha recorrido en sus múltiples intentos por registrar a su hija, quien nació hace cinco meses en un hospital de Soacha.

Melanie y su esposo Dimeir cruzaron la frontera sin pasaporte, solo con sus cédulas y unos ahorros.

Dimeir, de 26 años, y su esposa Melanie, de 18, decidieron salir de Venezuela cuando ella tenía 6 meses de embarazo. No quisieron esperar a que la bebé naciera para enfrentarse con la escasez: 

“Sabíamos que no íbamos a conseguir nada de lo que necesitaba la bebé: pañales, leche, todo estaba super caro”, recuerda Melanie.

Tampoco tenían el tiempo ni el dinero para sacar un pasaporte, así que se fueron con las cédulas y lo justo para los pasajes del bus Caracas-Cúcuta. Antonella, su hija de tres años, se quedó en Venezuela con la abuela hasta hace un par de semanas que lograron traerla.

Melanie pasó sus primeros días en Bogotá donde un hermano de Dimeir mientras él salía a montarse en Transmilenio con una bolsita de dulces. Recuerda que siempre terminaba guardando la bolsita y quedándose en silencio, como un pasajero más, porque “no era capaz, siempre he conseguido mis cosas trabajando”.

Así llegó la fecha del parto. Melanie cuenta que para atenderla, en el hospital les pidieron recibos de servicios públicos (que la dueña del apartamento no les quería dar) y que la mandaron a la casa a pesar de estar totalmente dilatada. Finalmente, tras la intervención de una trabajadora social, pudo tener a su segunda hija, Arantza, sin tener que pagar la cesárea.

Arantza, Melanie, Antonella y Dimeir viven en una habitación alquilada en Bosa, al sur de Bogotá.

“Devuélvase a Venezuela”

El verdadero problema vino cuando intentaron registrar a la bebé. Habían pasado dos semanas desde el parto y Dimeir ya estaba trabajando como bicitaxista. Llegó muy temprano a la Registraduría de Bosa con la niña, el certificado de nacido vivo que le dieron en el hospital, su cédula y la de su esposa.

La respuesta que le dieron terminaría volviéndose familiar para Dimeir: “No la podemos registrar porque no tienen pasaporte ni Permiso Especial de Permanencia -PEP-. Lo único que puede hacer es regresar a Venezuela y registrarla allá”.

Para Lucía Ramírez, coordinadora de migración de Dejusticia, esto evidencia “la confusión que existe en el derecho a la documentación y el derecho a la nacionalidad. Todos los niños y niñas nacidos en Colombia tienen derecho a ser registrados, así que es importante que los padres y madres exijan el Registro Civil”.

Devolverse a Venezuela no era una opción para Dimeir, así que fue por el segundo intento a la notaría 74. La respuesta fue similar y le pidieron retirarse, pero aprovechó para consultar en el edificio vecino, la Alcaldía local de Bosa, donde le recomendaron ir a la Registraduría de Ciudad Bolívar. Se fue pedaleando hasta la dirección que le dieron en el barrio Perdomo, para darse cuenta de que habían trasladado la entidad. En la nueva sede, se ilusionó cuando le dijeron que efectivamente ahí se encargaban de los trámites de ciudadanos venezolanos; sin embargo, la respuesta fue la misma: “solo con el nacido vivo no la podemos registrar”.

¿Qué implica ser apátrida?

La nacionalidad es la puerta de entrada a derechos tan básicos como la atención en salud, la educación y la participación política. Crecer sin ella puede implicar, en términos prácticos, ser invisible para el Estado y no contar con su protección.

La historia de Arantza es muestra de ello: en sus cinco meses de vida ya le negaron las vacunas y, aunque la atendieron en urgencias cuando tuvo fiebre, el personal del hospital les advirtió a sus padres que cuando cumpla un año no la recibirán sin el registro civil. Además, según cuenta Melanie, les dijeron que podrían abrirles un proceso judicial denunciando maltrato infantil por no tenerla registrada después de un mes de nacida.

Ante esta advertencia, Dimeir fue a pedir ayuda en el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF). Ahí, una defensora de familia le devolvió la esperanza cuando escribió y envió una carta a la Registraduría de Bosa en la que solicita registrar a Arantza para garantizarle el derecho a la identidad.

Con respecto a la nacionalidad, la Constitución establece que los hijos de extranjeros nacidos en nuestro país serán colombianos si alguno de los padres estuviera domiciliado al momento del nacimiento de su hijo. El problema, explica Ramírez, es que en varias ocasiones "la Registraduría ha interpretado el requisito del domicilio como el hecho de tener una visa, lo cual es inconstitucional y va en contravía del derecho de todos los niñas y niñas a tener una nacionalidad y no ser discriminados".

Como Arantza, más de 20.000 hijos e hijas de venezolanos han nacido en Colombia, según indicó recientemente el canciller Carlos Holmes Trujillo, y podrían estar en riesgo de apatridia. El tema ha cobrado relevancia pública tras la visita de Angelina Jolie al país, cuando el Presidente manifestó compartir con ella la necesidad de reconocerles a estos menores la nacionalidad colombiana. Lo que Iván Duque catalogó como “la fraternidad de nuestra política migratoria” ante la enviada especial de Acnur, está todavía en deuda con los hijos e hijas de la crisis.

Rosalinda Márquez vive en Colombia hace más de un año con su esposo, sus seis hijos, tres nietos, y otros familiares. Foto: César García.

P.E.P. Tres letras que le quitan el sueño a Rosalinda Márquez y a los 13 miembros de su familia que viven con ella en un apartamento en Bosa, al sur de Bogotá. Por no tener el Permiso Especial de Permanencia, a su hija le negaron la cesárea hasta el último minuto, su esposo duró meses sin conseguir trabajo, y ella tuvo que rogar para que les dieran un cupo a sus hijos en el colegio. Todo esto mientras mantenía a su familia vendiendo dos termos de tinto en las calles de Bosa.

Este permiso, creado por el gobierno colombiano para regular la situación migratoria de los venezolanos, les permite permanecer en el país por dos años, estudiar, trabajar y afiliarse al sistema de salud. El problema es que solo se les entregó a quienes entraron al país antes del 17 de diciembre de 2018 con su pasaporte sellado en un paso fronterizo oficial, o se inscribieron en el Registro Administrativo de Migrantes Venezolanos, que estuvo abierto solamente entre abril y junio de 2018. Por eso, así como la familia Márquez, menos de la mitad de los venezolanos que viven en Colombia cuenta con el PEP, según cifras de Migración Colombia.

Tras casi un año de ver cómo le cerraban las puertas por no tener el permiso, Rosalinda conoció a un hombre que le ofreció la salida a todos sus problemas: 

“Me dijo que trabajaba en Migración Colombia y que podía sacarme cada PEP a $15.000. Le pregunté si era legal y dijo que sí”. 

Sin dudarlo, le comentó de esta oportunidad a familiares y amigos, y terminó comprando 25 permisos falsos sin saberlo. “Quedamos robados”, dice mientras muestra los papeles en sus manos.

Rosalinda vende tinto, aromática y chocolate por las calles de Bosa. Con eso mantiene a casi toda su familia en Colombia.

Las trabas para estudiar

Con su hablado rápido y descripciones detalladas, Rosalinda podría dedicar horas a narrar todas las historias que cada uno de sus familiares ha vivido tras la negativa de algún funcionario colombiano por no tener PEP, visa, ni pasaporte.

El episodio que más parece llenarla de frustración es el intento por matricular a sus hijos de 12, 14 y 16 años en el colegio más cercano. Habían pasado pocos días desde su llegada de Barquisimeto cuando se presentó con ellos en la Institución Educativa Carlos Albán de Bosa. Ahí, la temida pregunta “¿tienen permiso?” apareció a los pocos minutos de la conversación con el secretario del colegio.

Como ya es costumbre, Rosalinda explicó que habían llegado a Colombia luego de la fecha que estipuló el Gobierno para entregar el PEP. “Ese no es mi problema”, fue la respuesta del secretario, y las palabras que siguieron la llenaron de temor: no solo no les daría un cupo en el colegio sino que, si insistía, remitiría el caso a Migración Colombia, quienes podrían deportar a sus hijos.

Mientras contemplaba la posibilidad de devolverse a su país, comentó su situación con otros venezolanos del barrio, quienes le recomendaron ir al Centro Administrativo de Educación Local (Cadel). Ahí le asignaron los tres cupos para sus hijos en el mismo colegio donde inicialmente la habían rechazado sin fundamento.

Ninguna de las negativas o advertencias del secretario del colegio tenía bases en la realidad. Desde 2015, el Ministerio de Educación ha hecho esfuerzos por promover el acceso de niños y niñas provenientes de Venezuela a la educación pública independientemente de su estatus migratorio. La norma más reciente que establece estas orientaciones para Secretarías de Educación e instituciones educativas es la Circular Conjunta 016 de 2018 del Ministerio de Educación Nacional y Migración Colombia.

A pesar de la claridad de la norma, Rosalinda no es la única madre que ha recibido este trato en el colegio Carlos Albán. Alejandro Benítez, un técnico automotriz que llegó hace seis meses sin pasaporte, recibió una amenaza similar al intentar matricular a su hija: “Cuando logramos inscribirla, el secretario nos dijo que si en un mes no teníamos el PEP, él mismo la iba a llevar a Migración”.

Wilmar Carrasquero, madre de dos niñas, vivió una historia parecida. Luego de que le asignaran los cupos, llegó al colegio en la fecha estipulada por el Cadel. Esta vez, la excusa del secretario era que el turno para inscribir a su hija se había vencido: “Le dije que esa era la fecha y la hora que me habían dado, pero me gritaba que el colegio se había convertido en el consulado venezolano y que no entendía por qué nos daban cupos así como así”.

Silvia Ruiz, investigadora de migración de Dejusticia, explica cómo día a día, migrantes y refugiados venezolanos “se enfrentan a la exigencia de documentos y trámites que no tienen ningún fundamento legal y que incluso van en contravía de los avances que se han dado desde el gobierno para garantizar el derecho a la educación. Detrás de esto se esconde la discriminación de muchos funcionarios hacia los migrantes y a su situación de vulnerabilidad”.

Rosalinda finalmente logró que sus hijos entraran al colegio, recuperó algo de tranquilidad y descartó la posibilidad de regresar a Venezuela. Sin embargo, ahora debe enfrentarse a otro engorroso y tal vez imposible trámite: su hija de 16 años está a punto de terminar el bachillerato y, para graduarse, le exigen presentar las calificaciones apostilladas de los grados que cursó en Venezuela. “Intenté hacer ese trámite con mi tía que vive allá pero dicen que debe ir uno de los padres”, comenta.

Lucía Ramírez, coordinadora de migración de Dejusticia, explica que el mayor obstáculo para que la hija de Rosalinda se gradúe es realmente la falta del PEP y no de las notas pues "la Circular 016 establece mecanismos para que los estudiantes que no tengan certificados de notas apostillados puedan validar los grados cursados allá a través de exámenes o actividades académicas que son gratuitos y que se pueden realizar en el colegio que los reciba. Lamentablemente las personas no cuentan con esta información, lo que les dificulta exigir sus derechos”. 

Mary Cruz Márquez llegó a Colombia con su título de Licenciatura en Enfermería apostillado pero no ha podido convalidarlo. Foto: César García.

Tres años tardó Mary Cruz Márquez en prepararse para migrar a Colombia. Acumuló vacaciones para tener ahorros, vendió unas prendas, apostilló su diploma de enfermería, sus antecedentes penales y su carnet de fiebre amarilla. Estaba confiada de que eso sería suficiente para conseguir trabajo y rehacer su vida en Bogotá, así que el 18 de octubre de 2017 salió de Caracas y selló su pasaporte en la frontera.

Luego de sacar el PEP, uno de los primeros trámites que hizo en Colombia fue pedir una cita en el Ministerio de Educación (MEN) para validar su diploma. Llegó tranquila pues estaba preparada como nadie para ese momento, o eso creía. La respuesta de una funcionaria del Ministerio la aterrizó a la realidad: su título no tenía validez en Colombia porque la Universidad Rómulo Gallegos, donde cursó su carrera, no hace parte de la lista que admite el país. Tampoco le ofrecieron una alternativa para convalidar sus estudios: “La respuesta fue corta, tajante y ‘que pase el siguiente’”, recuerda.

Para Mary, esas pocas palabras significaban una cosa: que habían sido en vano los meses de trasnochadas tratando de conseguir una cita en Caracas con el sistema de Gestión de Trámites Universitarios (GTU) para apostillar el diploma, las horas de filas y las semanas de espera. Esa negativa traducía que tampoco servían de nada los 19 años de experiencia como enfermera, tres años de estudios técnicos, dos de licenciatura, dos diplomados y tres cursos.

Esa ha sido la principal “piedra de tranca” para ejercer su profesión en Colombia. Cuando logró conseguir trabajo como enfermera en una clínica de Bogotá, el gerente le hizo la temida pregunta “¿validaste el diploma con el Ministerio?”. Hasta ahí llegó la oferta.

Como muchos de sus colegas, Mary se dedicó a cuidar pacientes particulares cuando llegó a Bogotá.

Como el de ella, 7.292 títulos otorgados en Venezuela iniciaron trámite de convalidación ante el MEN entre 2017 y 2018. Aunque el 83% de ellos fueron aprobados, una encuesta aplicada por Proyecto Migración Venezuela revela que el 89% de los migrantes venezolanos con estudios superiores no ejerce su profesión en Colombia porque no cuenta con los permisos necesarios.

De enfermera jefe a pastelera

Mary decidió entonces probar la alternativa que le planteaban sus colegas venezolanos viviendo en Colombia: trabajar cuidando pacientes a domicilio. “Es la única manera de que no te pidan títulos, solo les importa que seas bueno y te guste el trabajo”, le decían. Como cumplía con esos mínimos requisitos, aceptó cuidar a una mujer con Alzheimer y trastornos de conductas múltiples. 

Aunque estaba ejerciendo su profesión al máximo y se sentía en familia, el salario no era bueno y tampoco estaba afiliada a seguridad social -a pesar de que tenía el PEP y por ello sus empleadores estaban obligados a afiliarla-. El trabajo terminó cuando internaron a la paciente en un hospital geriátrico.

A los pocos días, un amigo de Maracaibo le ofreció trabajo en una pastelería. “¿En serio lo vas a hacer?”, le preguntó. “Claro, yo llegué aquí vendiendo tintos, pasé mil y una cosas, yo puedo”. Ya lleva 10 meses trabajando seis días a la semana en todo lo que haya por hacer en la pastelería: preparar desayunos, decorar tortas, hacer las compras, limpiar la cocina o lavar baños. Con ella trabajan siete venezolanos más, como el pastelero decorador, quien dejó a medias su carrera de ingeniería industrial para migrar a Colombia; o la asistente de cocina, graduada de administración de empresas y diseño gráfico.

Hasta el momento, Colombia no ha flexibilizado los requisitos para facilitarles a los venezolanos el trámite de convalidar su diploma. Sin embargo, “el gobierno está trabajando en esta dirección para buscar alternativas a la apostilla, reducir el tiempo de convalidación (actualmente toma en promedio ocho meses), así como los costos mediante subsidios o créditos”, según explica David Khoudour, asesor del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) en temas de migración.

Detenciones arbitrarias

La enfermera-guerrera

Mary llegó a Colombia preparada para enfrentarse a las dificultades de cualquier oficio. Aprender a preparar arroz con leche, pelar tres kilos de papa o superar el miedo a la olla pitadora no fue nada comparado con lo que vivió en sus últimos años como jefe de enfermeras en un centro pediátrico de una Caracas sin insumos ni medicamentos.

Casi se le agota la recursividad el día que llegó a la clínica un niño hiperventilando con una fiebre muy alta. Su madre había recorrido cuatro hospitales intentando que lo atendieran, “me lo puso en la camilla y empezamos a gritar desesperadas ‘quién tiene una dipirona, busquen agua’. Cuando llegó la doctora, salí con el bebé en brazos, me monté en su carro y le dije ‘nos vamos donde algún amigo suyo porque este niño no se nos va a morir’”. Así llegaron a un centro pediátrico donde la “palanca” logró salvarlo.

Política criminal

A la falta de recursos para trabajar se sumó lo que ella califica como “la politización de la salud”, lo que terminó por hastiar de su oficio a esta mujer de 36 años que empezó a trabajar en un hospital desde los 17. Cuenta que, cuando se posesionó un alcalde chavista, llegaron a bajarla de cargo, a negarle el suministro de vacunas y a pedirle que transfiriera a ciertos niños a otros centros médicos. Su respuesta siempre fue la misma: 

“Yo no tengo color. Al camisa roja, al camisa azul y al camisa blanca los atiendo porque hice un juramento”.

Por ese juramento es que espera algún día volver a ejercer la enfermería. Ya sea en Colombia, en otro país suramericano o regresando a Venezuela, quiere retomar su vocación comunitaria: “llevar vacunas a los barrios, charlas de planificación familiar a los cerros, curar a pacientes olvidados en una comuna. Yo digo que enfermeras de hospital somos todas, pero no cualquiera sube un cerro”.

Erisaúl Díaz migró a Colombia cuando dejó de conseguir en Venezuela los antibióticos que necesita para la osteomelitis de su pierna. Foto: Cesar García.

Erisaúl Díaz salió de Venezuela por la escasez de medicamentos y llegó a Colombia para encontrarse con una nueva barrera para su salud: “tienes que estar afiliado a una EPS o tener plata, de lo contrario no podemos operarte”.  

Él decidió migrar luego de sufrir una caída de cinco metros durante una jornada de trabajo como electricista en Barquisimeto, que le causó fracturas de fémur, codo y talón. A los pocos días lo operaron con las jeringas, la anestesia y los guantes que él mismo tuvo que comprar porque el hospital no tenía. En la cirugía le pusieron una platina de metal para mantener unido el fémur y, aunque aparentemente todo había salido bien, los problemas empezaron a hacerse visibles luego de tres meses: “Empecé a drenar una cosa amarilla y no se me cerraban las heridas”, recuerda mientras señala las gasas que cubren su pierna.

Volvió al hospital para enterarse del nuevo diagnóstico: osteomelitis causada por una bacteria que contrajo durante la operación. Esta inflamación del fémur requería un tratamiento con antibióticos que no logró conseguir y unas curaciones que no tenía cómo hacerse pues “en las farmacias ya no encontraba las gasas, el esparadrapo,ni las vendas”.

Inevitablemente la pierna empeoró y a Erisaúl cada vez se le hizo más difícil caminar. La señal de alerta más grave llegó cuando en el seguro le ofrecieron la amputación como única salida ante la falta de tratamiento.

Erisaúl sufrió una fractura de fémur a raíz de una caída de 5 metros cuando trabajaba como electricista en Barquisimeto.

Entonces entendió que irse de Venezuela era la única opción para salvar su pierna, así que escuchó el llamado de su hija, quien llevaba un año trabajando en una finca en Riohacha.

Cuando terminó de recorrer el trayecto de bus Barquisimeto-Maracaibo-Riohacha en muletas, lo primero que hizo fue comprar los antibióticos que tanto necesitaba y, aunque empezó a sentirse mejor, buscó un médico porque “el hueso seguía bailando”. Así llegó donde el traumatólogo que le explicó la necesidad de operarlo para ponerle un injerto, el mismo que de paso lo aterrizó a la realidad: sin EPS, sin plata y sin PEP no podrían operarlo, “ni aquí ni en ningún lado”.

Corte venezolanos

Atención más allá de urgencias

En este momento, los venezolanos que viven en Colombia y no cuentan con el estatus migratorio regular que les da una visa o un PEP solo pueden acceder a la atención de urgencias. Hasta hace poco no existían alternativas para que migrantes con enfermedades crónicas como el cáncer o la diabetes pudieran recibir un tratamiento. Sin embargo, el pasado 14 de mayo la Corte Constitucional sentó un precedente al ordenar garantizarle el tratamiento de cáncer de piel a un migrante venezolano.

En esa sentencia, el alto tribunal aclaró que el concepto de urgencias no se limita salvar al paciente de la muerte, sino que también implica “protegerlo de las circunstancias que lo impidan desarrollarse de forma digna”. Este podría ser el caso de Erisaúl, quien depende de una cirugía para recuperar por completo la movilidad y la fuerza que le permitirían volver a trabajar en alguno de sus oficios: albañil, herrero o electricista.

Jesús Medina, investigador del área de litigio de Dejusticia, explica por qué es necesario que las entidades de salud flexibilicen la atención médica más allá de las urgencias: “Además de garantizar que los migrantes accedan a tratamientos y medicamentos, permitiría reducir los costos generados por las enfermedades. Por ejemplo, en el caso de la diabetes, se ha documentado que el diagnóstico y tratamiento son intervenciones económicas que permitirían controlar la enfermedad y tener así un impacto favorable en las economías familiares y en la estabilidad financiera del sistema de salud”.

Estas historias son el reflejo de la lucha diaria que viven miles de personas migrantes y refugiadas que llegan desde Venezuela para reconstruir una vida digna en Colombia. Como estas, son miles las historias que reflejan la discriminación institucional que, de manera indirecta, se presenta cada vez que un requisito excesivo, un funcionario negligente o una norma descontextualizada terminan por poner en una situación de desigualdad a estas personas, limitando o violando así sus derechos fundamentales.

Desde Dejusticia reconocemos los avances del Estado colombiano para otorgar permisos temporales de permanencia, facilitar el acceso de niñas y niños al sistema educativo, así como la ampliación del concepto de urgencias que permitirá salvar vidas sin importar la nacionalidad del paciente. Sin embargo, sostenemos que el país necesita una política migratoria de largo plazo con un enfoque de derechos humanos, que tenga en cuenta que muchos migrantes y refugiados venezolanos permanecerán en Colombia por un largo tiempo o incluso no regresarán a su país.

Esta política, además de flexibilizar las barreras a las que se enfrentan personas como Rosalinda, Mary, Erisaúl y Arantza, debe incorporar estrategias y programas de integración y superación de la xenofobia, para que los colombianos logremos despertar una solidaridad colectiva, dejemos de culpar a “los venezolanos” por la desigualdad que nos rodea y entendamos que tenemos los mismos derechos.

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