• Los que estudian: Juan Gamboa, San Antonio, estado Táchira

    A paso apresurado, Juan Gamboa cruza un jueves de mayo el Puente Simón Bolívar con una de sus hijas pequeñas de la mano. Son poco más de las 6:00 am y teme no llegar a tiempo al colegio de Cúcuta donde estudian sus muchachos. Todos los días repiten la misma rutina: se levantan a las 4:00 am para tener tiempo de organizarse, desplazarse, atravesar el puente y sortear la seguridad. Juan reclama que los guardias nacionales detengan a los pequeños para revisarles sus útiles escolares: “es un atropello lo que hacen las autoridades venezolanas”, dice. La vida, según Juan, les cambió a todos los habitantes de la frontera cuando Nicolás Maduro ordenó el cierre en agosto del 2015. Sobre todo a los pequeños de la zona, que viven en Venezuela y estudian en Colombia. Antes, bastaba con que se levantaran a las 6:00 am para arribar a clases sin retrasos. Una vez cruzan, grandes y chicos se montan unos encima de otros, en un carro que tienen estacionado cerca del puente, hasta la escuela.

  • Los retornados: Francisco Oropeza, San Carlos, Cojedes

    Hubo un hecho que empujó a Francisco Oropeza a retornar de Venezuela a Colombia, donde nació su madre. El 22 de febrero del 2018, luego de despedir en Caracas a uno de sus hijos que emigraba a Europa, tomó un autobús para regresar a su casa, en la ciudad de San Carlos, en el centro del país, y en medio de la vía lo atracaron. Un grupo de hombres que viajaba a bordo del vehículo obligó al conductor a desviarse de la carretera, bajó a los pasajeros, los desnudó y les quitó todo lo que llevaban. Ese día decidió que debía salir de su país cuanto antes. “Jamás se me pasó por la mente irme”, cuenta. Para ese momento la crisis ya había hundido su negocio: un restaurante de comida rápida en el que cocinó por 12 años.

    Hoy cruza a diario el puente Simón Bolívar para trabajar como empleado en un restaurante en Cúcuta. También compra y vende productos para ganarse algo extra. “¿Acá? Acá sobrevivimos, pero se sobrevive mejor que en Venezuela”, dice Francisco, desde el puente. Lleva una camiseta de la selección Colombia. Luego cuenta que desde finales de febrero se instaló con su familia en San Antonio, Táchira, mientras que sale la nacionalización de su hija de 6 meses. Luego se mudarán definitivamente a Colombia.

  • Los que compran: María Pereira, San Cristóbal, estado Táchira

    María Pereira, una empleada venezolana de una dulcería, lleva una lista de víveres para comprar en Cúcuta: aceite, arroz, papel, harina, azúcar. Todos, productos que desde hace al menos dos años se dejaron de ver con frecuencia en los anaqueles venezolanos. Un día de mayo, bajo el sol de las 3:00 pm, cruza el puente Simón Bolívar para hacer su pequeño mercado que, calcula, le tomará unas tres horas. Cuenta que viene desde San Cristóbal, a un par de horas en transporte público. Es la mejor alternativa para economizar un poco y paliar la escasez. “Todas son cosas que en San Cristóbal nos hacen falta”, cuenta la mujer que hace el mismo trayecto cada 15 días, para abastecer la casa donde vive con sus dos hijos adolescentes y su padre. En Colombia, advierte, consigue todo más barato que con los revendedores de su país, los únicos que tienen acceso a los productos que desaparecieron de los mercados.

  • Los que van a comer a Colombia: Sujey Chacón, San Cristóbal, estado Táchira

    Sujei Chacón y su hijo, de unos 5 años, viajan desde dos veces a la semana desde San Cristóbal (Venezuela) hasta el sector La Parada, en Villa del Rosario (Norte de Santander, Colombia), para poder comer. Pero no van de compras, como muchos de sus coterráneos. Su misión es lograr un cupo en el comedor popular de Cáritas Internacional, a unos 800 metros del puente Simón Bolívar. Apoyados sobre el portón descolorido, a la cabeza de una fila de más de 30 personas, madre e hijo esperan un ticket que haya sobrado para sentarse frente a un plato de comida. “Esto es una ayuda demasiado grande porque uno no tiene a veces ni pa’ comprarse un fresco. Entonces aquí por lo menos le dan la comidita a uno”, comenta Sujei, que viste una camiseta negra que se le adhiere al cuerpo delgadísimo y deja entrever claramente los huesos de sus clavículas.

    Pero el cruce no es sencillo. Sujei, quien no tiene empleo, se las tiene que ingeniar para conseguir bolívares en efectivo –que se venden en la frontera hasta por el triple de su valor real– y así poder pagar el pasaje del autobús. Sus hermanos y el papá de su hijo, todos viviendo afuera de Venezuela, a veces le dan algo de dinero para que pueda mantenerse. A veces, también pide prestado. “Casi siempre me vengo con él porque dan prioridad aquí a los niños y a las personas mayores”, dice, justo antes de que le entreguen un recuadro de cartón con un sello: su boleto para almorzar ese día.

  • Los que no regresan a Venezuela: Tiany Piñeros, Punto Fijo, estado Falcón

    A bordo del autobús que Tiany Piñeros tomó con su bebé, su suegra y algunos amigos desde la árida ciudad de Punto Fijo, en Falcón, hasta la fronteriza San Antonio del Táchira, venía de contrabando un cargamento de billetes en efectivo y varios metros de alambre de cobre. En medio del recorrido de 790 kilómetros, el bus fue interceptado por las autoridades y el conductor, detenido. Los pasajeros tuvieron que pasar una noche a la deriva en la carretera, a la espera de que otro autobús pudiera rescatarlos. Tras la odisea, Tiany y su bebé cruzaron el puente sin mirar atrás y, esa mañana de mayo, pasaron a ser parte de la diáspora de más de tres millones de venezolanos que en los últimos años han dejado su país por la crisis humanitaria.

    “Nosotros estábamos planeando irnos desde el año pasado, pero como en Venezuela todo sube todos los días, no habíamos podido completar el pasaje. Todo lo tenemos que pagar en efectivo”, explica con la niña en brazos. Están dejando atrás familia, amigos, hogar y, también, los sabores tradicionales que tanto le gustan a Tiany: el de un pabellón criollo con arroz, carne mechada, tajadas, huevo y queso. El viaje terminará en Lima, Perú, donde la espera su esposo que partió hace dos meses y hoy trabaja en una fábrica de pantalones. Hacen la travesía confiando en que todo va a salir bien, pero también hay temores. El único documento de identidad que Tiany tiene en sus manos es una tarjeta fronteriza; nunca pudo tramitar su pasaporte.

  • Los que buscan sanarse: Yolimar Galvis, Yanei Contreras, Marlene Zambrano, Cordero, estado Táchira

    La mañana apenas despunta y en Yolimar Galvis, Yanei Contreras y Marlene Zambrano, no hay ni sombra de pereza ni desgano. Las tres amas de casa venezolanas cruzan a toda velocidad el puente Simón Bolívar. Cada una va con un niño en sus brazos directo al puesto de la Cruz Roja que está al lado del paso fronterizo. ¿La razón? Cruzaron para vacunar a sus bebés porque en Venezuela es imposible. “No se consigue ni un supositorio para los niños, con eso le digo todo”, apunta Yolimar.

    Para hacer el viaje, y llegar a tiempo, salieron de sus casas de madrugada. A las 4:00 am tomaron la carretera curvilínea que lleva de Cordero (Venezuela) a Cúcuta, y tardaron más de hora y media en recorrer 50 kilómetros hasta la frontera.

  • Los que trabajan: Odie Benítez, Barquisimeto, estado Lara

    Todas las semanas, un hombre con filipina (chaqueta de chef), orejas perforadas con túneles y cuatro woks en las manos, cruza el puente Simón Bolívar a pie. Su nombre es Odie Benítez y pasa de Venezuela a Colombia para preparar salsas en restaurantes chinos de Cúcuta y, con lo ganado, comprar insumos para cocinarles a sus clientes más asiduos en Barquisimeto, capital del estado Lara, ubicada a más de 12 horas por carretera de la frontera. “En la comida asiática todo es importado. Por la escasez de divisas en Venezuela, y lo difícil de encontrar los productos, me vengo a Colombia a trabajar para obtener el dinero y así comprar los insumos en Venezuela”, cuenta.

    Parte de los productos los adquiere también en Cúcuta y el resto, los intercambia con otros comerciantes cuando cruza de regreso. La Guardia Nacional suele detenerlo en sus puestos de revisión, pero él les explica con facturas y recibos que es la única manera que tiene de llevar a su país todo lo que requiere para cocinar. A veces, lo dejan pasar en paz.

    Odie, quien egresó del Instituto Superior de Cocina Mariano Moreno, en Caracas, es padre de dos niños, de 6 y 13 años, quienes le ayudan con su negocio. Mientras que el menor se encarga de llevar el inventario, el mayor a veces viaja con su papá para ayudarle en la preparación de las salsas. “Ellos están criados en la cultura del trabajo como los asiáticos”, dice Odie, quien no tiene ni ojos achinados ni la piel amarilla, pero es amante de la cocina oriental que estudió el tiempo que vivió en Panamá.

    La rutina de ir y venir a trabajar desde el centro occidente del país hasta la frontera, se le ha vuelto un hábito. Lleva un año haciendo el trayecto. Todavía, pensar en emigrar no está en sus planes. Por ahora, seguirá recorriendo semanalmente casi 600 kilómetros para ganarse la vida.

  • Los que vuelven de visita: Eduardo Agüero, Norte de Santander

    Aunque ya llevaba tres años fuera de Venezuela, un viernes de mayo Eduardo Agüero regresó a su país por una razón concreta: pasar con los suyos el Día de las Madres. Su familia lo esperaba en la pequeña ciudad de Acarigua, estado Portuguesa, a unos 500 kilómetros de la frontera. Cansado por el viaje y la fila de varias horas para sellar el pasaporte, Eduardo caminaba bajo el sol con la camiseta blanca pegada al cuerpo por el sudor, mientras llevaba a rastras una maleta negra donde cargaba los regalos para su familia.

    Los obsequios, lejos de ser ropa o souvenirs, son productos de aseo personal que son tan difícil de conseguir en los mercados venezolanos: desodorantes, cremas, toallas sanitarias, pañales. “También les llevo un poquito de dinero”, comenta el licenciado en Administración de Empresas que trabaja como vendedor en Bogotá. A su regreso, volverá a pasar por el puente, ya sin una fecha fija para visitar nuevamente su tierra. Cuenta que se irá a Madrid, donde también ha trabajado por temporadas, para establecerse.