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Hasta que vuelva la vida: hambre y olvido de las trabajadoras domésticas en la pandemia

Gloria María Lozano y otras 350 mil mujeres que desempeñan este oficio perdieron el empleo por las medidas de confinamiento. Todo en su vida parece estar configurado para que el COVID-19 la afecte más que a cualquiera, pero el Gobierno la excluye de los alivios que pregona.

Por Mariana Escobar Roldán

“Si uno se puede parar de la cama, todo está bien”, se dice como consuelo Gloria María Lozano cada vez que la asalta la duda de qué será de su vida detenida por una pandemia.

Las medidas de confinamiento por el COVID-19  truncaron el curso de sus días y los de su familia en el barrio Ocho de Marzo, oriente de Medellín.

Para Manuel Luciano, su esposo desde hace 38 años, los contratos como obrero terminaron desde comienzos de abril. Sus empleadores le prometieron un mercado de 50 mil pesos, pero nunca llegó. De vez en cuando, en estos ocho meses del coronavirus en Colombia, ha tenido trabajos cortos e intermitentes reparando daños en fincas de Antioquia. Cuando no hay nada, y eso es ya casi siempre, Manuel Luciano escucha la radio y espera.

 ‘Tulito’, como Gloria le dice de cariño a Arley, el segundo de cuatro hijos, también dejó de trabajar. Hace 15 años, miembros de una banda delincuencial lo confundieron con otra persona y le dispararon en la columna. —Jueputa, ese no es, ese no es —, recuerda la madre que dijeron los sicarios cuando le vieron a ‘Tulito’ la cara de dolor y confusión.

A partir de entonces, y desde una silla de ruedas, se dedicó a la reparación de motos. —Pero como él tiene que vivir en ese polvero y ese mugrero, y tiene las defensas bajitas, le dijeron en el taller que mejor no volviera hasta que este virus se fuera—, cuenta Gloria, y calcula muy segura que en tres meses, en enero de 2021, “o se va este virus, o nos acostumbramos”. 

Cristian, el menor de los hermanos, trabaja como conductor de una familia adinerada. Cuando tiene que hacer viajes largos a otros departamentos, Gloria y su esposo pasan la noche en vela: le mandan rezos, lo encomiendan a San Benito y le marcan al celular cada tanto para que no se duerma.

La muerte de su hijo mayor ya fue suficiente pérdida. Gloria trabajaba en la casa de una mujer mayor, doña Mercedes, cuando la llamaron para avisarle que José Yony había sufrido un infarto en el segundo tiempo de un partido de fútbol, y que nadie lo había auxiliado. Por él, o por su recuerdo, tuvo uno de los pocos altercados con sus empleadores: a doña Alicia Escobar no le perdona los reproches por querer salir temprano los sábados en que necesitaba hacer duelo, ir a llorar toda la tarde a su hijo al cementerio Campos de Paz. 

Resultó que a todos los patrones dizque les preocupó mucho que yo estuviera andando en metro tan vieja y con este virus por todos lados. Que dizque como yo tengo hipertensión, entonces que mejor no saliera a la calle. ¿Pero entonces cómo hago para que aquí no nos acostemos con hambre?

En todo caso, Cristian ya no trabaja con la frecuencia de antes. La familia a la que transporta ya no va a sus oficinas ni hacen viajes al Caribe en carro. La mayoría del tiempo, como su madre y su hermano, los días pasan en casa, a la espera de que los pronósticos sean mejores, de que el COVID-19 deje de trastornarlo todo, de que algo cambie.

A Gloria le ocurre algo similar. Tiene 62 años y con la pandemia perdió los días que tenía como trabajadora doméstica. —Resultó que a todos los patrones dizque les preocupó mucho que yo estuviera andando en metro tan vieja y con este virus por todos lados. Que dizque como yo tengo hipertensión, entonces que mejor no saliera a la calle. ¿Pero entonces cómo hago para que aquí no nos acostemos con hambre?—, se pregunta, y reclama entre lágrimas y desencanto que, en ocho meses de pandemia, solo una exempleadora la ha llamado para preguntarle cómo está y qué necesita, aunque ni ella ni los demás siguieron pagándole.  

En casi 50 años dedicada a esta labor, sus empleadores nunca le pagaron aportes a pensión ni el Estado le ha otorgado algún subsidio, por lo que aún depende de su fuerza para buscar el sostenimiento: llevar el alimento para dos comidas al día —desayuno y almuerzo fusionado con cena— de Manuel Luciano, ‘Tulito’, Cristian y una hermana que llegó de Itsmina, Chocó, a los funerales de María Satunina, la madre de ambas.

Las dos, madre y hermana, perdieron la vista muy cerca de los 70 años, al parecer por una mutación genética que los médicos aún no descifran. A Gloria le preocupa que su destino sea el mismo que el de las mujeres de su familia: quedar en la penumbra y a merced de alguien que responda por ella.

Volver al antes

Las trabajadoras domésticas llevan un peso desmedido de los efectos de la pandemia. Los últimos datos de la Encuesta integrada de Hogares, del DANE, muestran que más de 350 mil han perdido su empleo en el último año, especialmente a causa del confinamiento.

De 678 trabajadoras del servicio doméstico encuestadas por 16 organizaciones de la sociedad civil a comienzos de la cuarentena en Colombia, cerca del 90% estaban en sus casas confinadas y, de ellas, casi la mitad no recibían un salario, menos aún, ayudas que les permitieran paliar el efecto del encierro y sus precarias condiciones laborales.

El hambre, la incertidumbre, el desequilibrio emocional, incluso el sentimiento de desamparo, están reflejadas en expresiones como “...esta situación me tiene al borde de la locura”, dice la encuesta.

Y es que los lugares que más frecuentan las trabajadoras —hogares de otras familias  y otros y medios de transporte—, resultaron siendo los más restringidos durante el confinamiento.

Valentina Montoya, doctora en Derecho de la Universidad de Harvard, encontró que en 2015 las trabajadoras domésticas fueron, por ocupación, quienes más tiempo pasaron en el transporte público de Bogotá: 25 % de su día, hasta seis horas diarias. Mientras tanto, en Medellín y su área metropolitana —que suman 4 millones de habitantes— “numerosas trabajadoras domésticas”, que se calcula pueden ser 55.000, tardaron entre 2,5 y 3,5 horas diariamente en el transporte público.

¿Qué ha sido de las mujeres que por muchos meses han temido usar el transporte público por temor al contagio?, ¿qué ha sido de las que tienen preexistencias médicas que las hacen más vulnerables al virus?, ¿qué ha sido de las que tienen en casa a hijos pequeños, nietos o personas que necesitan su presencia y cuidado?, ¿y qué ha sido de aquellas a quienes sus empleadores les pidieron no regresar hasta que un día todo sea como antes?

El ‘como antes’ es tal vez el día más esperado por Gloria. Sus empleadores le prometieron que volvería al trabajo, y después de su difunta madre y sus hijos, los vivos y el muerto, el trabajo es lo que más le importa.

De 678 trabajadoras del servicio doméstico encuestadas por 16 organizaciones de la sociedad civil a comienzos de la cuarentena en Colombia, cerca del 90% estaban en sus casas confinadas y, de ellas, casi la mitad no recibían un salario

En el origen

Y cuando nací, niña y con seis dedos en una mano, empezó el viejo a relinchar y a ofender a mi mamá. Decía que las mujeres nada más servíamos pa’ putas y pa’ cocinar plátano. Eso dijo el desagradecido hasta que le tocó darse al dolor

Es posible que las infancias de las niñas, campesinas, chocoanas, de 1957, estuvieran atravesadas por la idea de que las mujeres solo nacen para servir.

O así fue como Gloria creció en un caserío a orillas del río Baudó, cerca a Istmina –o eso cree–. Tampoco parece segura del día y año de su nacimiento, hasta que una sobrina lee por ella la información de su cédula. Todo indica que fue el 20 de noviembre de 1957, pero ella insiste en dudar, y ya no está su madre para confirmarlo. 

Del nacimiento supo que su padre, Juan Isidro Perea, esperaba con ansias que su primer hijo fuera varón. Plantó una palma de coco para ir calculando la fecha del parto con el tamaño del tronco y dijo que ahí también sembraría el ombligo del muchacho. —Y cuando nací, niña y con seis dedos en una mano, empezó el viejo a relinchar y a ofender a mi mamá. Decía que las mujeres nada más servíamos pa’ putas y pa’ cocinar plátano. Eso dijo el desagradecido hasta que le tocó darse al dolor—, cuenta.

Gloria dice que empezó a trabajar desde que aprendió a conocer el mundo. Tiene un primer recuerdo de su madre amamantándola mientras desyerbaba el monte, y luego recuerda que antes de los siete años ya pilaba arroz y maíz, molía caña, barría los zaguanes, partía leña, lavaba la ropa en el río, cocinaba chontaduro, pescaba y recogía cocos para que no se los llevara la corriente. Todo sumado al cuidado de los hermanos más pequeños y a la preparación de alimentos mientras el padre y la madre volvían de los cultivos y de los corrales con cerdos, gallinas y vacas. 

—Por comida no sufríamos. Por comida no dejamos la casa, sino por las acciones de mi papá, que creíamos injustas—, continúa, y enumera tres golpes que preferiría olvidar.

Una de tantas veces en que su mamá, María Satunina, le suplicó a Juan Isidro que dejara a los hijos estudiar, que la escuela no era ninguna “revoltura”, el hombre se enfureció, la llamó “metida” y le respondió con una patada en el tabique y otra en el estómago, que Gloria recuerda como del tamaño de una panela. El golpe valió la pena, decía la señora, porque los niños pudieron ir al pueblo un año, a la clase de la maestra Leonor, donde al menos aprendieron las vocales hasta que el papá los obligó a volver.

El segundo golpe lo recibió Gloria. En su casa se decía que los niños no podían comer dulce porque les daban lombrices, pero un día desobedeció, piló más maíz de la cuenta e intercambió una olla de mazamorra por un tarro con dulce de caña. Recuerda que le puso una cucharada a la mazamorra de cada hermano y que cuando su papá vio que parecían disfrutar las tazas, metió el dedo en una de ellas, probó y preguntó quién lo había desautorizado. Nadie dijo, pero la mirada asustada de los más pequeños la delataron.

 José Isidro la arrastró hasta el río y amenazó con ahogarla si no decía que era una ladrona de dulce. Los golpes vinieron después, con la advertencia de que “a la próxima no respondo si te mato, culicagada”.

Y llegó la próxima. Gloria tenía 12 años cuando, enojada porque su papá no la dejaba ir al pueblo, hizo pedazos unas cestas hechas con bejucos, cuya técnica él le había enseñado. Cuando regresó y encontró el desastre, le dio tal palmada en el oído derecho que la dejó inconsciente. Así estuvo horas hasta que su mamá volvió de recoger chontaduro y la encontró en el suelo, con las gallinas comiéndose la sangre y el tímpano reventado.

El último golpe la dejó tan atemorizada que, ante la invitación de su tía Nubia de entregarla a una familia en Medellín que buscaba trabajadora doméstica, Gloria, de 13 años y con el sueño de comprarle una casa a su mamá en la capital de Antioquia, no lo dudó. Buscaban “muchacha inocente, sin novio y honrada”, y ella era todo eso y más. 

Antes de irse, llena de pánico porque nunca había dormido por fuera de su casa ni había montado en bus durante tanto tiempo, Juan Isidro le entregó un billete de mil pesos remendado con cinta pegante y le advirtió: “Si querés comida fresca en Medellín, te va a tocar esperar a que los paisas caguen, y luego te va a tocar esperar a que la mierda esté echando humo para poder tragártela”.

El último golpe la dejó tan atemorizada que, ante la invitación de su tía Nubia de entregarla a una familia en Medellín que buscaba trabajadora doméstica, Gloria, de 13 años y con el sueño de comprarle una casa a su mamá en la capital de Antioquia, no lo dudó. Buscaban “muchacha inocente, sin novio y honrada”, y ella era todo eso y más.

Una acción colectiva

Eran los años 70, y el trabajo doméstico a temprana edad y en condiciones deplorables era aceptado y naturalizado en muchas familias. Fue apenas hasta 1950 cuando entró en vigencia el Código Sustantivo del Trabajo y se derogó una norma que permitía el arrendamiento de “criados domésticos”, y aún a finales de los 70 operaba un artículo del Código Sustantivo del Trabajo que estipulaba: “Prohíbase el trabajo nocturno de menores de diez y seis (16) años, con excepción del servicio doméstico”.

En casa de la familia a la que llegó, una mujer viuda con tres hijas, Gloria entendió por qué su papá decía que a Medellín se iba a comer mierda: —Yo estaba acostumbrada a comer bastante, pero la señora me dejaba solo dos cucharadas de arroz, y con eso yo tenía que almorzar. Duraba meses sin poder hablar con mi mamá, y a la fuerza me tocó aprender cosas que para mí eran muy extrañas, como planchar con una plancha que no era de carbón, cocinar con zanahoria, papas y repollo e ir a un colegio donde no era capaz de entender nada—.

Gloria, aún siendo niña, se encargaba de la cocina, del arreglo de la casa y de las compras, pero nada tenía sentido porque, ni podía comer bien ni podía soñar con comprarle una casa a su mamá. La paga en ese lugar era inconstante y casi siempre se daba con ropa o con un viaje a Chocó a fin de año para ver a la familia.

Por eso se fue de allí, aunque después vendrían otras casas, otras familias y medio siglo como trabajadora doméstica en Medellín: doña Mercedes, doña Amparo, doña Marta, doña Sandra, doña Victoria, doña Ángela María, doña Gabriela, doña Alicia, don Javier —que la despidió porque pensó que era una bruja por adivinar que se ganaría la lotería— y don Luis Eduardo Guzmán, el único de quien da los apellidos, porque era afectuoso, buen empleador, quiso enseñarle a leer y aconsejó a sus hijos para que evitaran las malas amistades. —Yo le crié los hijos. Me los amarraba en la espalda para que no lloraran mientras hacía los oficios—, se acuerda.

Como ocurre con más de 3 millones de personas pobres, según datos del Departamento Nacional de Planeación (DNP), Gloria no ha sido incluida en el Programa Ingreso Solidario (PIS) —el subsidio de $160.000 mensuales que creó el Gobierno para los hogares más pobres durante la pandemia

Y aunque los piensa con cariño, Gloria expresa que ninguno cumplió con las normas básicas de su contratación: muy pocos reconocieron su derecho a la prima y a sus liquidaciones de fin de año, muy pocos le pagaron el salario mínimo legal vigente y aún menos cotizaron por su salud, su pensión o sus riesgos laborales.

Pese a que no tiene trabajo y a que en su casa hay dos adultos mayores y una persona con movilidad reducida, el Gobierno y sus alivios por la pandemia parecen haberse hecho los de la vista gorda. Como ocurre con más de 3 millones de personas pobres, según datos del Departamento Nacional de Planeación (DNP), Gloria no ha sido incluida en el Programa Ingreso Solidario (PIS) —el subsidio de $160.000 mensuales que creó el Gobierno para los hogares más pobres durante la pandemia—.

¿Las razones? Las desconoce. Ni a su casa ni en su teléfono ha llegado el mensaje de la suerte que para pocos afortunados —o al menos no para todos los que debería— ha sido un aliciente en el confinamiento: “¡Usted ha sido beneficiado por el Programa Ingreso Solidario!”.

Es por eso que, junto a otras nueve mujeres trabajadoras domésticas que hacen parte de la Unión de Trabajadoras Afrocolombianas del Servicio Doméstico (Utrasd), Gloria presentó  una acción de tutela con el apoyo de la organización Dejusticia. En ella, y en la que también participan 15 mujeres migrantes, le piden al Gobierno que las incluya en el PIS de manera urgente y así garantice sus derechos al mínimo vital, la salud, la seguridad alimentaria, la vivienda, el acceso a servicios públicos, la seguridad social, la información y la igualdad. También le piden al juez que ordene al Gobierno publicar los criterios de selección para acceder a este programa y corregir las fallas institucionales en este procedimiento.

Mientras tanto, mientras espera, Gloria vuelve a decir que todo está bien si hay salud y se puede parar de la cama. Pero no todo está bien si nadie en su casa puede recuperar el empleo, si no hay recursos para costear los servicios públicos, si la dieta sigue siendo granos y cereales dos veces al día y si ella se queda en las cuentas perdidas del gobierno y en la desmemoria de sus empleadores, hasta que vuelva el día que ella invoca y en el que todo será “como antes”.

HISTORIAS

Aunque su situación no es diferente, Yanira ha dedicado el confinamiento a responder mensajes de migrantes desesperadas por el hambre y las deudas.

Para Gloria María, todo en su vida parece estar configurado para que el COVID-19 la afecte más que a cualquiera, pero el Gobierno la excluye de los alivios que pregona.

Ladicel lleva años luchando por las víctimas de la violencia y el reconocimiento de los derechos de las trabajadoras domésticas. Tras perder su trabajo a causa de la pandemia, ha tenido que rebuscarse el diario como tutora en su barrio.

Tras varios años ejerciendo en Bogotá como trabajadora doméstica, María Irma perdió su empleo debido a la pandemia. Ahora, intenta conseguir el sustento para su familia.

Flor Angélica tuvo a su hija en medio de la pandemia. Ahora, junto a su esposo, trabaja para cuidar y alimentar a los cinco miembros de su familia.

Haileen Marrero y su familia migraron de Venezuela a Cali hace 2 años y medio. Justo antes de la pandemia ella quedó embarazada y ahora corren el riesgo de dormir en las calles.

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