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Yanira González: ser líder migrante en medio de una pandemia

Esta lideresa ha dedicado el confinamiento a responder mensajes de migrantes desesperadas por el hambre y las deudas. Para ella la situación no es muy diferente, por eso, es una de las accionantes de una tutela que le pide al Gobierno la inclusión en el Programa Ingreso Solidario.

Por Marcela Madrid Vergara

Yanira González ha vivido la pandemia en medio de una paradoja: tiene más trabajo que nunca y el triple de deudas de siempre. Las horas del día no le alcanzan para ser la maestra de su hijo menor (quien padece autismo), la lideresa de una comunidad migrante en Cali y la estudiante de los cursos virtuales donde se inscribe. Todo esto bajo la amenaza del hambre y el desalojo de su familia.

I. El hambre allá

El 17 de julio de 2016 salieron de Maturín, en la costa oriental de Venezuela, con dos maletas y un bolso lleno de billetes devaluados. Les dijeron a sus hijos de 7 y 12 años que iban a conocer el mar y arrancaron un viaje de cuatro días hacia Barranquilla.

En marzo, la frase “no hay qué comer” volvió a escucharse con frecuencia en su casa, como un deja vú de los días en que decidió salir con su familia de Venezuela. Era 2015 y su país pasaba por un pico de desabastecimiento, al punto de que Yanira renunció a su trabajo como ejecutiva de ventas para poder tener tiempo de hacer las filas en los supermercados. 

Pero su sacrificio no sirvió de mucho cuando tuvo un ataque alérgico que la dejó con dificultades para respirar, las defensas bajas y varias infecciones. “Estuve un mes en urgencias y bajé 15 kilos, hasta con el agua me ahogaba”. Llegó a necesitar 13 pastillas diarias para mantenerse estable y, aunque recorriera todas las farmacias de la ciudad, llegó un momento en que fue imposible encontrarlas. 

La salida de Venezuela no daba más espera.

Su esposo es colombiano así que el destino estaba claro. El 17 de julio de 2016 salieron de Maturín, en la costa oriental de Venezuela, con dos maletas y un bolso lleno de billetes devaluados. Les dijeron a sus hijos de 7 y 12 años que iban a conocer el mar y arrancaron un viaje de cuatro días hacia Barranquilla. “Quisimos hacerles ver a los niños el viaje como una aventura. Necesitábamos saber que todo iba a salir bien”.

Y todo salió bien. A pesar de las largas horas de trayecto en buses, de la infección que Yanira tenía en una pierna, de la ansiedad de su hijo menor durante el camino. En la frontera con Maicao las instrucciones fueron intimidantes: “No levanten la mirada, no los vean a la cara, no se les ocurra preguntar nada”. Ahí fue donde Yanira conoció el paramilitarismo.

Mientras cruzaba la trocha con la mirada baja y la pierna débil, Yanira sentía el alivio de alejarse de algo que quería dejar atrás. Para ella todo valió la pena al pisar suelo colombiano. “Fue como la medicina que necesitaba”.

Cuando llegaron a Barranquilla, lo primero que hicieron los familiares de su esposo fue llevarlos a comer pollo. Tenían mucho tiempo sin saber qué era eso, pues su dieta en Venezuela durante los últimos meses se limitó a sardinas fritas o arepitas de maicena, “de las que no saben a nada”. 

Ese sabor a comida de verdad marcó el nuevo comienzo de Yanira y su familia en Colombia.

II. El hambre acá

Cuatro años, tres ciudades y una pandemia después, la familia Puentes González volvió a reducir su dieta a dos comidas diarias. No son los únicos: El 74% de las personas migrantes que viven en Colombia se privaron de al menos una comida al día en los meses más críticos del confinamiento, según una encuesta del Grupo Internacional sobre Flujos Migratorios Mixtos.

Esta vez la causa no fue el desabastecimiento, sino la pandemia. La señal de que el hambre empezaría a acechar no fueron los estantes vacíos, sino la rueda de prensa que dio el presidente Duque el 20 de marzo anunciando el confinamiento obligatorio. La semana siguiente le pidieron a Alejandro, el esposo de Yanira, que no volviera a la empresa donde trabajaba como peluquero de mascotas. 

Sus hijos tampoco volvieron al colegio. Eso generó en Yanira una mezcla de estrés, por tener que convertirse en maestra en casa, y mucho alivio porque el encierro era una garantía de seguridad para su hijo menor. “Yo prefiero que esté conmigo a tener que recogerlo en el colegio y que me digan que lo golpearon, que se cayó, que se burlaron”. 

Para completar esa balanza de mucho trabajo y cero ingresos, la labor voluntaria de Yanira como lideresa de la Colonia Venezolana en Colombia (Colvenz) empezó a crecer como espuma. Para muchas de las 60.400 personas migrantes que viven en Cali, ella es la única fuente de información, de asesoría o incluso de desahogo frente a lo que significa empezar de cero en Colombia. 

Con el confinamiento y la pérdida masiva de empleos informales entre la población migrante, el whatsapp y las redes sociales de Colvenz Cali se saturaron de mensajes. Para algunos de ellos Yanira tenía la respuesta, como quienes le preguntaban qué hacer en caso de tener síntomas de Covid. Pero a la mayoría de consultas no tenía cómo responder más allá de “lamentamos mucho su situación pero...”

Más que consultas eran gritos de auxilio de familias esperanzadas en conseguir un mercado, una ayuda para pagar el arriendo, un bastón o hasta un marcapasos. Eran sobre todo mujeres, muchas de ellas madres solteras, preocupadas por la desnutrición de sus hijos e hijas o por los crecientes conflictos dentro del hogar.

Lo que nunca respondió a esos mensajes es que ella entendía realmente su desesperación porque la estaba viviendo en carne propia. “Muchas personas escriben a Colvenz creyendo que tenemos los recursos para resolver su situación y no se imaginan que yo estoy igual”.

Durante los primeros meses de la cuarentena ella también escuchó a sus hijos decir “tengo hambre” y tuvo que resolver la comida con alguna ayuda que le mandaban sus amigas. También tuvo que rogarle a la dueña del apartamento que no los fueran a desalojar por acumular una deuda de más de $1millón. Ella también lleva meses peleando con el sistema de salud colombiano para que su hijo pueda acceder a las terapias que necesita de por vida.

El 74% de las personas migrantes que viven en Colombia se privaron de al menos una comida al día en los meses más críticos del confinamiento, según una encuesta del Grupo Internacional sobre Flujos Migratorios Mixtos.

III. Empezar a ser otra

Yanira se preguntaba cómo la estarían pasando todas esas familias venezolanas que veía en los noticieros cruzando la frontera. “Yo decía ‘no puede ser que yo sea la única pasando por esto’”

Fue a finales de 2016, cuando llegó a vivir a Pasto con su familia, que Yanira se convirtió en una mujer diferente a la que planeaba ser. 

A ese viaje por medio país los llevó un trabajo que consiguió su esposo. Ella también empezó a trabajar en una distribuidora de chocolates en condiciones extenuantes: “iba de 7 de la mañana a 8 de la noche y me pagaban $25.000 diarios cuando mejor les parecía”.

Solo 22 días después de llegar, trasladaron a Alejandro a Cali y ella tuvo que quedarse con los niños en Pasto para no perder su trabajo. Fueron dos años de distancia. En medio de esas jornadas, Yanira se preguntaba cómo la estarían pasando todas esas familias venezolanas que veía en los noticieros cruzando la frontera. “Yo decía ‘no puede ser que yo sea la única pasando por esto’”.

Así que decidió averiguarlo. En diciembre de 2016 publicó un mensaje en Facebook preguntando si había más venezolanos en Pasto. “Empezaron a aparecer contando cómo habían llegado, cómo se sentían, y creamos un grupo de Whatsapp con 12 personas”. 

Duró un año tocando puertas hasta que consiguió el apoyo de varias organizaciones para hacer un intento de censo a la población migrante en Pasto. Llegaron 80 personas a un hotel, donde compartieron sus historias con una copa de vino y, sobre todo, hicieron muchas preguntas con un mismo propósito: regular su situación migratoria para poder rehacer sus vidas. 

Ese primer intento de crear una comunidad migrante en Pasto terminó con un operativo que Yanira recuerda como una película de fugitivos. “La Policía entró al hotel y nos sacaron por una puertecita para protegernos porque estábamos en condición irregular”. Aunque irregular no significa ilegal, así sintió que la había tratado el Estado colombiano. 

Pero eso no la asustó. Yanira anotó todas las preguntas que salieron en esa reunión y se puso a averiguar las respuestas. Unas pocas semanas fueron suficientes para convertirse en una autodidacta de la burocracia y la tramitología de su nuevo país. Con esos conocimientos siguió resolviendo dudas y consiguiendo ayudas. Su trabajo se dio a conocer en el país y la invitaron a hacer parte de Colvenz.

Cuando por fin ocurrió el reencuentro familiar en Cali, su liderazgo se mudó con ella. “Mi esposo me compró una computadora viejita, una mesita plástica y unos banquitos. Así empecé atendiendo a todo el mundo por las llamadas y las redes”. Por eso lo que ahora todo el mundo conoce como teletrabajo no es nuevo para ella.

Una de las tareas que Yanira emprendió durante el confinamiento fue coordinar a un grupo de 15 mujeres migrantes para pedirle al Gobierno, mediante una tutela apoyada por Dejusticia, que las incluya en el Programa Ingreso Solidario. Este es el único apoyo económico que el Estado está entregando a las familias más pobres durante la pandemia y dejó por fuera a mujeres que -como Yanira y tantas madres solteras que acuden a ella- viven en alto riesgo de pasar hambre y de ser desalojadas.

Esos $160 mil mensuales no llegarían a resolverle a Yanira todas sus necesidades. Tampoco se acercan a compensar el trabajo no remunerado que hace como madre, maestra y lideresa. Pero sí podrían significar un pequeño alivio para que su día a día deje de ser una paradoja.

HISTORIAS

Aunque su situación no es diferente, Yanira ha dedicado el confinamiento a responder mensajes de migrantes desesperadas por el hambre y las deudas.

Para Gloria María, todo en su vida parece estar configurado para que el COVID-19 la afecte más que a cualquiera, pero el Gobierno la excluye de los alivios que pregona.

Ladicel lleva años luchando por las víctimas de la violencia y el reconocimiento de los derechos de las trabajadoras domésticas. Tras perder su trabajo a causa de la pandemia, ha tenido que rebuscarse el diario como tutora en su barrio.

Tras varios años ejerciendo en Bogotá como trabajadora doméstica, María Irma perdió su empleo debido a la pandemia. Ahora, intenta conseguir el sustento para su familia.

Flor Angélica tuvo a su hija en medio de la pandemia. Ahora, junto a su esposo, trabaja para cuidar y alimentar a los cinco miembros de su familia.

Haileen Marrero y su familia migraron de Venezuela a Cali hace 2 años y medio. Justo antes de la pandemia ella quedó embarazada y ahora corren el riesgo de dormir en las calles.

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