A 20 años de la publicación de su informe final, reivindicar el trabajo de la CVR en Perú es todavía urgente. Las recomendaciones de la comisión, sin embargo, parecen hoy tan lejanas como hace dos décadas.
Por Jimena Ledgard *
Archivo Fotográfico CVR - Centro de Información para la Memoria Colectiva y los Derechos Humanos / Defensoría del Pueblo
-
Periodo de investigación de los hechos:
1980-2000 -
Año de publicación:
2003 -
Contexto:
El conflicto interno en Perú fue desencadenado por las acciones violentas del grupo de orientación maoísta Sendero Luminoso y escalado por la respuesta violenta del Estado y grupos paramilitares
Cualquier balance de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR) del Perú debe, a mi juicio, partir por el reconocimiento de que este es quizá el mayor esfuerzo en nuestra historia reciente de crear una narrativa oficial basada en evidencia y reconocimiento del otro. A pesar de ello, a casi dos décadas de la entrega de su informe final, se impone la sensación de que la posibilidad de ser un país más justo e igualitario -a fin de cuentas, un país mejor- es tan lejana como el día de su publicación.
Mucho de esto tiene que ver con las condiciones en que se formó la comisión, tan solo siete meses después de la renuncia de Alberto Fujimori a la presidencia, en pleno gobierno de transición democrática. No nació, además, como resultado de una negociación, sino de dos grandes derrotas: la (aparente) derrota política del fujimorismo y la derrota militar de Sendero Luminoso. "Nadie se había tomado una foto dándose la mano después de firmar un tratado de paz. No digo que un tratado equivalga a reconciliación, pero por lo menos reconciliación entre líderes políticos. Eso no sucedió en Perú", recuerda Eduardo González Cueva, exdirector de Audiencias Públicas y Protección de las Víctimas de la CVR. "A diferencia de países donde la transición fue negociada, en Perú la cuestión de la justicia penal estuvo abierta desde el primer día", señala.
El trabajo de la CVR, en consecuencia, terminó señalando responsabilidades de partes que no las habían reconocido todavía y que en algunos casos no lo harían nunca. Por el contrario, en muchos casos se preparaban para defender judicialmente su inocencia o tenían interés en defender su legitimidad política en lo discursivo.
El vínculo del trabajo de la CVR y la judicialización de los casos de violaciones contra los derechos humanos hizo que el informe se convirtiese en una herramienta invaluable para incontables peruanos en la búsqueda de justicia. Gisela Ortiz, exdirectora del Equipo de Antropología Forense y portavoz de los familiares de las víctimas de la masacre de La Cantuta, reconoce este valor en un país donde decenas de miles de desaparecidos continúan enterrados en fosas comunes y donde familiares de víctimas continúan luchando a diario contra la impunidad. "El legado de la comisión ha sido la posibilidad de tener una historia oficial", sostiene. "Se puede criticar aspectos, estar a favor o en contra de las interpretaciones, pero sabemos que estos hechos sucedieron. Y eso le duele a muchos, principalmente a los negacionistas".
Aun así, hay que señalar que la historia oficial de la CVR no logró finalmente instaurar una mirada verdaderamente alternativa a la de los negacionistas del conflicto: que el ejercicio de la violencia fue siempre potestad del otro, monstruoso, abyecto y siempre ajeno. González Cueva reconoce que la manera en que se comunicó el informe de la CVR terminó instaurando una narrativa simplificante, "la del pueblo atrapado entre dos fuegos [el del Estado y el de Sendero]. Comunidades campesinas que aparecen meramente como víctimas y no como actores con una cierta agencia, sobre todo se trató de un conflicto largo y con lealtades y afiliaciones cambiantes en el interior de las comunidades".
En cierta forma, es difícil imaginar que el informe hubiese podido escapar de ese destino. No es fácil encontrar espacio para reflexiones sutiles en una sociedad que nunca encontró un remanso de la polarización. Aunque tampoco parece haberse intentado.
Para Salomón Lerner Fevres, excomisionado y presidente de la CVR, el Estado abdicó casi desde el primer momento de la tarea de comunicar las conclusiones de la comisión y de subsanar las condiciones que permitieron el estallido del conflicto. "No hemos hecho nada. O hemos hecho muy poco, lo mínimo que se podría hacer en veinte años", sostiene. "Toledo [presidente de la República durante la entrega del informe final] ni siquiera quiso recibir el apoyo que ofreció Alemania para las reparaciones a las víctimas de la violencia. Hubo un ofrecimiento de apoyo expreso que se ignoró. Si esto pasó con el presidente de la República, ¿qué puedes esperar a nivel de Estado? Lo que hemos vivido desde entonces es una desidia de parte de las autoridades de que se conozca lo que pasó en el país"
La consecuencia de esta desidia ha sido la instauración de un relato chato para una realidad infinitamente más compleja. Así lo demuestran voces como las de Lurgio Gavilán, probablemente el rostro más visible de tantas vidas que exceden la simplificación dicotómica de mucho del discurso de la memoria en Perú. Niño combatiente de Sendero Luminoso primero y militar de las Fuerzas Armadas después, Gavilán nos recuerda que "nos falta reconocer lo difuso que es el rol de víctima y victimario. Los militares pueden ser víctima y victimario. Sendero puede ser victimario, pero también puede ser víctima. Ni uno ni otro es el extraterrestre. Yo he sido. Nosotros mismos hemos sido. El vecino, el tío, el hermano. Nosotros mismos somos".
Crear un contexto en el que reconocer esto sea posible continúa siendo una tarea pendiente y desalentadoramente difícil a 20 años del trabajo de la CVR en Perú. La comisión misma sí consideró la necesidad de que su propia metodología propiciase un reconocimiento de la humanidad y complejidad del otro. El sentido de las audiencias que organizó la CVR, señala González Cueva, fue justamente "generar espacios de empatía y sanación que generase un sentimiento de solidaridad con las víctimas, independientemente de quiénes eran víctimas, porque veníamos de un contexto donde las únicas víctimas que merecían solidaridad eran las de Sendero Luminoso y las víctimas del Estado no existían. Fueron espacios que intentaron llamar la atención sobre el aspecto humano de la víctima más allá de quién es el perpetrador".
Aun así, para Ortiz, permanece la pregunta sobre si quizá una comisión no tan vinculada a la judicialización hubiese permitido un entendimiento más complejo del conflicto. Recuerda haber visto el juicio a integrantes del grupo Colina y constatar con horror que uno de los posibles asesinos de su hermano tenía la misma edad que su víctima. "Me di cuenta de que ellos eran chiquillos también, y que lo que pasó destruyó a sus familias, acabó también con sus vidas. Y si bien los familiares necesitamos justicia, hoy pienso que pudo haber sido distinto si hubiésemos entendido la justicia no solo desde la sanción", reflexiona.
A fin de cuentas, cualquier balance que se haga de la Comisión de la Verdad y Reconciliación no puede pasar por alto que el informe fue siempre un punto de partida, no de llegada. Para Lerner Fevres, es clave ser cuidadosos al momento de entender nuestras tareas pendientes como nación. "La reconciliación no puede entenderse como volver a un estado anterior, porque lamentablemente en el Perú no hemos estado amistados nunca. Ha habido siempre una especie de desnivel, de quiebre, que es el que debemos superar", considera. "La verdad es un primer paso, es conocer lo que sucedió. Pero sin perder de perspectiva que es tan solo un ejemplo. Sí, un ejemplo muy terrible y muy fuerte y muy doloroso, pero un ejemplo en la larga cadena de injusticias históricas con las poblaciones amazónicas, indígenas, chinas y japonesas, negras. No hay un pasado mejor al que volver".
Este quizá sea el diálogo pendiente más importante que tenemos como país. Uno que reconozca que las condiciones estructurales, de desigualdad, invisibilización, racismo y exclusión no solo permitieron el estallido de la violencia sino que constituyen violencia en sí mismas.
Veinte años después del trabajo de la comisión, Ortiz considera que el Estado falló estrepitosamente en hacer posible esta reflexión, con consecuencias que vivimos hoy en un país que adolece de evidente precariedad política y experimenta un cada vez mayor quiebre del diálogo democrático. "[El Estado] nunca tuvo la capacidad ni voluntad de hacer lo que se debía hacer. Perdió de perspectiva que ningún proceso político puede reemplazar la necesidad del diálogo nacional permanente", afirma.
Aun así, Gavilán nos recuerda que este diálogo se dio y seguirá dando al margen de la desidia o abierto sabotaje estatal. "Si no, no estaríamos conviviendo. Hay otras maneras de perdón que se han encontrado en las comunidades. Creo que allí la gente ha entendido que hay que hablar, no hay que callar y no hay que silenciar. Y así seguimos, anhelando y seguimos trabajando por un mundo posible mejor", concluye.
*Autora: Jimena Ledgard
Periodista y productora independiente de Lima, Perú. Su trabajo se enfoca en derechos humanos, tensiones y conflictos sociales, y ambiente. Ha sido becaria de la Fundación Gabo, la Open Society Foundation y la IWMF.