Jairo Rua lucha junto a su esposa, ClaraHernández, por su derecho a vivir sin el dolor severo que le produce tener un tumor lumbar. La médica Lucila Bucurú es la heroína de muchos pacientes al final de la vida. Sus historias se destacan este 12 de octubre, Día Mundial de los Cuidados Paliativos. / Ilustración: Pablo Pérez
Por: Mariana Escobar Roldán
Historietas: Pablo Pérez y Lina Flórez
El dolor físico y el dolor emocional se procesan en la misma parte del cerebro, en regiones del encéfalo en las que abundan receptores a los opioides. Por eso el dolor causado por un tumor en la columna vertebral, por ejemplo, puede ser equiparable al dolor emocional de la angustia por la cercanía con la muerte. A esta relación, que bien plasma la periodista Maia Szalavitz en su libro ‘Unbroken brain’, y que repasan las investigadoras Isabel Pereira y Lucía Ramírez en ‘Los caminos del dolor’, la llaman “dolor total”.
Siguiendo con la exploración del término, que fue introducido por primera vez por Cicely Saunders, una de las fundadoras del movimiento Hospice, las investigadoras mencionan que existen evidencias de que el dolor se siente más intenso cuando están involucrados el miedo y la preocupación. ¿Cómo vive entonces el dolor alguien con una enfermedad pulmonar que le impide deglutir y respirar, en un país donde los medicamentos opioides están a su alcance? ¿Y cómo lo vive un paciente con la misma enfermedad, pero en un lugar donde pasa por todo tipo de obstáculos para conseguir alivio?
En Colombia, el dolor, atravesado por la inequidad y la ignorancia de algunos médicos, seguramente es más intenso. La no disponibilidad y las barreras para el acceso a medicamentos opioides —por fallas en el sistema de salud o por negligencia de profesionales—, violan el derecho fundamental a la salud y el derecho a estar libres de tratos crueles, inhumanos o degradantes.
En el centro de estas vulneraciones están personas que, por condiciones de salud que no pueden ser curadas y que terminan deteriorándolos, deberían recibir cuidados paliativos: tratamientos para aliviar síntomas que impactan en la calidad de vida del paciente y de quienes lo rodean.
La situación de estas personas, que por lo general experimentan la angustia de estar cerca de la muerte, de perder la movilidad o de convertirse en una carga económica para sus familias, solo se agrava con el dolor físico. Los medicamentos opioides les permitirían un márgen de alivio, y darían el chance de procesar la posibilidad de que el fin de la vida está cerca, de decirle adiós a quienes se ama o de tomar decisiones sobre el futuro.
Parece apenas lógico que alguien que sufre tenga la posibilidad de no hacerlo, y que si está a punto de morir pueda irse en condiciones dignas. Pero no. El control excesivo sobre los medicamentos opioides (proveniente de una política de drogas que no tiene un enfoque en derechos humanos ni en salud, sino que se enfoca en el control de la oferta de drogas) impone obstáculos desmedidos para estas personas.
Sin acceso hay agonía
En su último informe, la Comisión Lancet sobre cuidados paliativos y alivio de dolor mostró que, para 2015, el 45% de los fallecimientos registrados fueron de personas que estaban en situación de sufrimiento serio. Eso equivale a 25,5 millones de personas en el mundo que murieron en medio de un dolor severo, en condiciones degradantes.
En Colombia la atención paliativa está garantizada en todo el territorio, las 24 horas del día, los siete días de la semana, con la particularidad de que todas las Entidades Administradoras de Planes de Beneficios están obligados a ofrecer estos servicios. Así lo dejó estipulado la Ley 1733 de 2014, la Ley de cuidado paliativo. De hecho, en el país ha crecido el consumo de miliequivalentes de morfina –de 3 mg/per cápita en 2005, pasó a 17 mg/per cápita en 2015–. Sin embargo, según la última Encuesta Nacional de Opioides (OCCP, 2018), que entregó esas cifras, el consumo solo se concentra en ciudades grandes e intermedias del país, y estamos muy lejos del promedio global de los 61,49 mg de morfina per cápita.
En ´Los caminos del dolor´ las investigadoras de Dejusticia entrevistaron a 103 personas, entre las que hay autoridades de salud, médicos y pacientes. Lo hicieron en cinco ciudades del país donde hay mayor consumo de heroína —otro abordaje de esta investigación— y existen dinámicas particulares, como la interrelación entre ciudades y el impacto de los fenómenos migratorios en el acceso a medicamentos opioides. Por esa mezcla de circustancias eligieron a Santander de Quilichao, Cali, Cúcuta, Armenia y Pereira.
Durante las entrevistas con pacientes y familiares, las investigadoras les preguntaron sobre su historia de vida y la manera como la enfermedad ha impactado esa historia. La mayoría respondió haber sufrido depresión debido a la imposibilidad de manejar el dolor, y esto ha afectado sus relaciones familiares pues muchas veces están irritados, se aíslan y se sienten impotentes.
Testimonios de 'Los caminos del dolor'
“De todas formas se iba a morir, pero si hubiera habido un poquito de apoyo de la EPS, todo hubiera sido más fácil”. Familiar de paciente en Pereira.
“Paliativos no es solo aliviar el dolor, también lo es el acompañamiento que se puede hacer a la persona y al ambiente familiar”. Médico paliativista de Armenia.
“Mucha gente piensa que vamos a volver adictos a los pacientes (…) Hay que moldear un poco a los estudiantes universitarios para que salgan menos opiofóbicos”. Médica paliativista de Cali.
“Tenía que levantarme a las 2 de la mañana durante semanas para recoger un medicamento que no llegaba, y era tiempo que me quitaba de estar con mi mamá”. Familiar de paciente en Santander de Quilichao.
Dependiendo de la etapa en la que se encontraba la enfermedad, algunos conservaban cierto nivel de independencia, sin embargo, la maraña administrativa del sistema de salud implica que para lograr los servicios y medicamentos que necesitan deben contar con el apoyo de un acompañante o cuidador que tenga la capacidad física y mental para gestionar los trámites, lidiar con las demoras, los desplazamientos, las negaciones y, también, para cuidarlos cuando los síntomas de la enfermedad se presentan.
En muchos casos la tutela ha sido el único mecanismo que les ha permitido acceder a los servicios médicos que necesitan, por lo cual también deben contar con el apoyo de una persona que se pueda encargar de esos trámites y les pueda hacer seguimiento, pues la mayoría no cuenta con los recursos para pagar un abogado.
Las barreras de acceso a servicios de salud y medicamentos no solo generan consecuencias devastadoras en los pacientes, la investigación de Dejusticia muestra que también afectan directamente a las personas que se encargan de su cuidado, por lo general mujeres, quienes abandonan sus actividades económicas y educativas para dedicarse al cuidado del paciente, y sobrellevan el sufrimiento y los dolores de manera solitaria y a puerta cerrada.
A pesar de que Medellín tuvo la primera clínica del dolor en Colombia, muy cerca, en una casa del municipio de Bello, hay una familia que retrata cómo el dolor no solo se siente en los huesos cuando no hay medicamentos opioides.
El hombre de la imagen es Jairo. Hace apenas una década era un obrero consagrado y el sustento de un hogar con tres hijos. La jubilación estaba lejana, y sabía que le quedaban 13 años más de cargar bultos, cavar y martillar. De un día para otro, en 2008, comenzó a sentir un dolor en la cintura que se fue pasando hacia adelante, a los testículos.
—El día en que me dio la primera picada, me levanté a orinar y no pude hacerlo parado. Mi esposa me tuvo que levantar de la tasa. El dolor era del ombligo para abajo. A mí me han picado abejas, pero esto era como si la picadura hubiera sido por medio cuerpo, yo perdía la fuerza, me sentía sin alientos.
Para poder trabajar y dormir, Jairo se automedicaba. En la farmacia decía que, como era maestro de construcción en obras muy grandes, una mala fuerza lo había lesionado. Entonces le aplicaban inyecciones de analgésicos, tomaba pastillas, y así tolero el dolor durante cinco meses.
Pasado ese tiempo, en un día corriente de trabajo, las “picadas de abeja” se trasladaron al estómago y se hicieron insoportables. Jairo terminó en un servicio de urgencias:
—Llegué a la clínica y tuve que dejarme caer en el piso y estirarme. Era la única forma de sentir un medio alivio. No aguantaba ni acostado ni parado. Me dijeron que tenía apendicitis, y hasta me operaron de urgencia.
A los dos días le dieron de alta, pero subiendo las escaleras de su casa el mismo dolor volvió a aparecer. Los medicamentos para el dolor de la cirugía tampoco sirvieron, hasta que, después de días de sufrimiento e incertidumbre, un médico atinó a hacerle una resonancia magnética, y encontró un tumor vertebral de 12 centímetros de diámetro, exactamente en el plexo lumbosacro, un conjunto de nervios.
La esposa de Jairo, Clara Inés Hernández, presenció con impotencia su agonía.
—Lo operaron muy rápido, incluso dos veces, pero apenas pudieron extraer el 70 % del tumor. Ese 30 % que quedaba estaba adherido a partes muy importantes del cuerpo. Si volvía a cirugía podía quedar parapléjico. Ya lo que quedaba era controlar ese dolor tan insoportable, pero era tanto, tanto, que le daban morfina y el dolor se aceleraba cada día. Solo mientras Jairo lograba conciliar el sueño descansaba de tanto sufrimiento.
Luego de 35 sesiones de radioterapia, otras más de quimio, de fisioterapia para recuperar la movilidad y de encontrar las dosis y los medicamentos que lograban controlar su dolor y permitirle llevar una vida, el tumor volvió a crecer y el dolor a agudizarse.
Era 2014, y la recaída coincidió con que el dueño de la construcción en la que trabajaba decidió no pagarle más los aportes a seguridad social, pese a que Jairo seguía incapacitado. Sin opción de cirugía —por el riesgo que representaba—, la decisión de los médicos fue que la atención se concentrara en cuidados paliativos, pero lograrlo se volvió un calvario para Clara Inés, su cuidadora.
—La entrega de medicamentos para el dolor era muy buena cuando estábamos en el Régimen Contributivo, pero en el Subsidiado se volvió una travesía: el médico del dolor mandaba el medicamento, pero cuando llegábamos a la farmacia nos decían que el no estaba disponible. Luego, se vencía la fórmula y volvíamos a renovarla, pero seguían sin estar los medicamentos. Mientras tanto, Jairo experimentaba mucho dolor. Era un círculo perverso, y creemos que en realidad era una forma de negarle el producto, por ser de alto costo, sin decirlo en la cara.
Jairo estuvo hasta cuatro meses sin los medicamentos para controlar el dolor, porque tampoco había un salario en la familia para comprarlos. Uno de ellos costaba 200 mil pesos (y solo eran 10 tabletas que le duraban dos días y medio). El hombre no tuvo más opción que comenzar a reducir las dosis de acuerdo a la disponibilidad que tenía de las pastillas. En medio de esas maniobras por economizar soportaba mucho dolor.
En 2017, asesorados por una abogada, la familia decidió interponer una tutela en el que argumentaban que se estaban violando el derecho a la salud de Jairo, y el derecho a estar libre de tratos crueles, inhumanos o degradantes. La demanda no prosperó y terminó en un desacato que, por fin, a finales de 2018, terminó en una ruta más ágil de entrega de los medicamentos para este paciente.
“Tocó buscar a la justicia, porque o si no, Jairo se estaría enloqueciendo del dolor”, recuerda Clara Inés, quien además de cuidar a su esposo, está también al amparo de su madre, prepara comidas rápidas para la venta y labora algunos días como trabajadora doméstica. “No me puedo quedar en la casa solamente cuidándolo. Si no trabajo, ya nadie más va a traer la comida. Por lo menos ya no hay dolor, pero sí menos recursos para la casa”, continúa.
Entretanto, Jairo ya puede caminar con ayuda de un bastón. No sabe por qué, pero el dolor se ha ido trasladando a otras partes del cuerpo, como los hombros y las manos.
—“Yo sé que este dolor no se quita, se controla, pero todavía no me acostumbro. Por eso necesito la droguita (así llaman en Antioquia a los medicamentos). Tener mi droguita, eso es mi existir. Prefiero no tener un plato de comida a que me falte mi droga”.
¿Por qué el sistema le falla a los que sufren?
Miguel Sánchez, director del Observatorio Colombiano de Cuidados Paliativos, dice que en el país existe un serio problema de disponibilidad y acceso a medicamentos opioides.
De un lado, los mecanismos de contratación de las Entidades Administradoras de Planes de Beneficios (EAPB) con los operadores farmacéuticos son inestables, y si hay un problema de pagos (como suele ocurrir), cambian el operador de un momento a otro. Lo anterior termina en discontinuidad en la entrega de medicamentos, y en dolor intenso para los pacientes. El problema es que la Ley 1733 no define cómo se tiene que dar esa relación entre EPS y proveedores, y las fallas parecen de nunca acabar.
Ahora, los medicamentos opioides, por ser de control, son sometidos a un procedimiento especial en el que tiene que haber dos fórmulas controladas para que el paciente pueda reclamarlos. Si bien estas prevenciones parecen necesarias, porque se trata de sustancias con potenciales riesgos, al tener un camino doble para llegar al alivio, los pacientes se encuentran con obstáculos como que el médico no diligencia la fórmula de manera adecuada o que llegue a una farmacia donde creen que no pueden entregar productos sobre los que el Estado tiene monopolio.
En ‘Los caminos del dolor’, Isabel Pereira y Lucía Ramírez encontraron testimonios de trabajadores de IPS que confirmaban lo anterior, pero a eso se suma el hecho de que no todos los medicamentos opioides que se usan en esta atención incluidos en el PBS (Plan Básico de Salud), como los parches de buprenorfina. En ocasiones, cuando estos medicamentos son recetados, las familias asumen el gasto de su bolsillo, lo que se suma a la carga ya significativa de gastos que hay en una situación de crisis por enfermedad.
En la pesquisa de las investigadoras de Dejusticia también fue evidente que, como la habilitación de servicios farmacéuticos y de las IPS de cuidados paliativos requiere un nivel de recurso humano y financiero alto, los municipios en zonas rurales no tienen este servicio. Aún más grave es que cuando las personas se desplazan a la capital para reclamar el medicamento enfrentan dos barreras: los altos costos del transporte, y, en algunas ocasiones, la negación de entrega del medicamento por la ciudad o departamento de expedición de la fórmula.
Todas esas barreras terminan en que, de acuerdo al Observatorio que lidera Sánchez, para el 2016 hubiera en Colombia solo 4,4 servicios de cuidados paliativos por cada 100.000 habitantes. Esta cifra revela la profunda imposibilidad para muchas personas del país de recibir esta atención.
Pero la responsabilidad no solo recae en el sistema de salud. El mismo Observatorio revela que para ese año, de 57 facultades de medicina en el país había apenas seis que dictaban la materia de cuidados paliativos en su pregrado (en tres estaba como electiva), mientras solo se ofrecían siete programas de especialización y diplomados en tres universidades. “Tenemos un problema en la organización de nuestro modelo de prestación de servicios en cuidado paliativo: está montado sobre la alta complejidad, diseñado para hospitales de alta capacidad, y los médicos generales, los que están en las zonas rurales y apartadas, no tienen ni idea del tema”, advierte Sánchez.
El desconocimiento de cómo ofrecer servicios de cuidados paliativos solo refuerza el poder del enemigo de los cuidados paliativos: la opiofobia, un conjunto de miedos compartidos entre pacientes, familiares, profesionales de salud y autoridades de regulación al uso de medicamentos opioides para aliviar el dolor. Por suerte hay quienes, con conocimiento, deshacen las fobias.
Así es como una médica tolimense vence la opiofobia desde su consultorio en Pereira.
La primera vez que Lucila Bucurú se enfrentó a la muerte fue a los 5 años. Vivía en Castilla, centro del Tolima, y un día tocaron a la puerta de su casa para avisar que la abuela materna había fallecido por un cáncer de útero.
—Yo no la había conocido, ella vivía en Fusagasugá, pero recuerdo el impacto en la cara de mi mamá cuando se enteró de la noticia. Siendo una niña, vi cómo sufría con esa ausencia de la abuela. Entonces yo le contaba cuentos, la acompañaba, le cantaba, la consolaba. Tal vez por ahí empezó el tema de querer ayudar a cuidar.
Lucila se hizo médica, inspirada por el médico amable y cuidadoso que atendía a su familia. Muy pronto, mientras hacía el rural en un batallón del Ejército en Buga, se percató de que ni a ella ni a sus compañeros los habían preparado para el dolor que antecede a la muerte.
Un día llegó al batallón una madre de un soldado muerto, una mujer de unos 58 años. Había desarrollado cáncer de cérvix, y estaba en un estado avanzado. Manifestaba mucho dolor, pero Lucila no tenía idea sobre cómo administrar morfina ni en qué cantidades. Se siente orgullosa de su formación universitaria, pero nunca, ni siquiera en la parte de asistencia social, escuchó a sus profesores referirse a los cuidados paliativos. De hecho, recuerda que durante una rotación que tuvo de pediatría, le prohibían a los residentes valorar a los pacientes de hemato-oncología, “porque ustedes no saben hacer el manejo, y eso es de la paliativista”.
Ahora Lucila reflexiona que el aislamiento con esos pacientes les impidió aprender. De hecho, con aquella mujer del batallón, no tuvo más opción que remitirla a un hospital de Cali, sin poder resolver su sufrimiento.
Luego, ya ejerciendo en un servicio de urgencias de tercer nivel de complejidad, le llegó una paciente joven con cáncer de mama avanzado, metástasis a pleura y pulmón, y dos hijos de 10 y 13 años.
—Ella sabía que iba a morir y estaba experimentando un dolor tremendo. Del turno me la entregaron sin manejo del dolor, pedí apoyo del urgenciólogo, pedí morfina, pero me dijeron que eso se salía de los servicios de urgencias y hospitalización, que la remitiera a consulta por dolor y cuidados paliativos, pero el especialista solo llegaba hasta el día siguiente. También estaba muy mal emocionalmente, y solo pedía que le dejaran ver a los hijos, pero a los niños no los dejan entrar como visitantes a urgencias, me sentí muy impotente: no podía calmar ni su dolor físico ni emocional.
Cuando Lucila terminó su turno y llegó a la casa, lo primero que hizo fue buscar la especialización. Se está formando en cuidados paliativos, y en el camino ha encontrado las certezas y temores que provoca su campo de conocimiento.
Comprendió que, por más que le cueste a un médico formado para ser el salvavidas, al final de la vida o cuando una enfermedad no tiene cura, ella y sus colegas ya no están para curar, sino para aliviar el dolor: “Ya no tratamos solo síntomas físicos, sino que aprendemos a identificar también los emocionales, las necesidades espirituales, mentales y familiares del paciente, e intervenimos para aliviarlas”, añade.
Entendió también que alrededor del manejo, formulación y titulación de los medicamentos opioides hay mitos dañinos, que le generan sufrimiento a muchos pacientes. “No solo es el médico especialista el que puede formular opioides, también tendría que hacerlo el médico general, pero no le enseñaron en las facultades o tiene un miedo irracional de que, recetar estos medicamentos va a general unos niveles de dependencia como el de Estados Unidos, donde uso de opioides se salió de control por cuenta de las farmacéuticas”.
Y en estos años como médica también aprendió sobre el dolor y la muerte.
—Nos han formado desde pequeños a ocultar nuestras emociones, a ocultar el llanto, a ocultar un temor, pero sobre todo a hacernos los fuertes frente al dolor. Yo he entendido que el dolor se expresa y se alivia. Sobre la muerte. Ese tema aún es difícil. A pesar de que en cuidados paliativos hablamos todo el tiempo de morir, de entender la muerte como un proceso más de la vida, no conozco al primero que esté preparado. Ni siquiera en los cuidados paliativos la muerte se vuelve cotidiana. Lo que hacemos es crear las condiciones para que llegar a ese paso permita más bien resolver, de manera tranquila, asuntos pendientes, y que el momento sea tranquilo y no abrumador para los cuidadores. Creo que eso nos vuelve distintos al resto de médicos.
El resto de médicos, aquellos que insisten en el tratamiento curativo cuando nada va a cambiar el pronóstico ni el desenlace, le han puesto trancas a los cuidados paliativos y han exacerbado la opiofobia. Mientras tanto, los dolientes quedan en el medio de una batalla infructuosa por salvarlos, aunque ni siquiera ellos lo pidan. Bien lo dijo el relator sobre el Derecho a la Salud, Anand Grover: “Los pacientes con dolor intenso a moderado que en lo fundamental no tienen acceso a cuidados paliativos manifiestan que preferirían morir en lugar de seguir viviendo con dolores intensos sin recibir alivio”.
CRÉDITOS
Mariana Escobar Roldán
Periodista Dejusticia
Isabel Pereira Arana
Coordinadora Política de Drogas Dejusticia
Lucía Ramírez
Coordinadora migración Dejusticia
Pablo Pérez/Lina Flórez
Periodistas y autores de cómics en Altais Cómics