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Estudiantes delatores
Por: Mauricio García Villegas | Enero 29, 2010
ESTOY CONVENCIDO DE QUE UNO de los peores defectos de nuestra sociedad es la indiferencia, por no decir la complacencia, que mucha gente tiene frente a los delincuentes.
Seguramente no tendríamos tanta impunidad legal, tanto criminal en la calle, si no tuviésemos tanta impunidad social, es decir tanta indiferencia ciudadana frente al delito y a los delincuentes.
Por eso creo que los colombianos debemos ser más delatores, más sapos, si se quiere. Sin embargo, la propuesta hecha esta semana por el presidente Uribe para recompensar a universitarios informantes en las comunas de Medellín me parece inapropiada y peligrosa.
Los habitantes de las comunas viven la vida como una guerra. Se calcula que en Medellín operan 145 bandas que imponen el toque de queda en 60 barrios (revista Cambio, enero 28). Quienes allí habitan no ven a la Policía como una autoridad pública sino como un grupo de gente armada que intenta imponer su “ley”, tal como lo hacen otros que no tienen uniforme. Por eso creen que entre los actores armados legales y los ilegales no hay tanta diferencia como entre quienes mandan porque tienen el poder para hacerlo y quienes obedecen porque no tienen otro remedio. En semejante entorno social, “la ley del silencio” es una norma más poderosa que la Constitución o los códigos y la prudencia y el sigilo valen más que el civismo y la cultura ciudadana. Por eso la gente decente que allí vive, que es la gran mayoría, no delata.
Pero no sólo en las comunas de Medellín faltan los delatores. Hay que ver el profundo desprecio que existe en todo el país —en las oficinas, en la calles, en los colegios, en el deporte, en la política, etc.— por los llamados sapos. En Colombia el delator es visto como un personaje ruin y despreciable que se pasa del otro lado, del lado de los que mandan. Más aún, aquí ya ni siquiera hay que ser delator para ser considerado sapo, basta con colaborar y hasta con cumplir —con ser pilo, por ejemplo— para ser ubicado en esa categoría. El sapo se tragó al lambón y hoy son la misma cosa.
Uno puede lamentarse de que en Colombia no exista una cultura ciudadana de la denuncia. Yo mismo lo he dicho repetidas veces en esta columna. Pero eso no me lleva a condenar de manera irrestricta a todos los que no denuncian. Ni tampoco a bendecir a todos los que denuncian, entre los cuales puede haber mucho miserable (ya sabemos lo que fueron los delatores en la Revolución Francesa o en la Segunda Guerra Mundial). El hecho es que muchos de los habitantes de la comuna simplemente no denuncian para no morir. El cumplimiento estricto de la ley en territorios dominados por actores armados ilegales es una exigencia heroica —además de inútil y contraproducente— que el Estado no puede reclamar cuando él mismo no es capaz de cumplir con la tarea básica de imponer orden y paz social. Ofrecer dinero para promover la delación en las comunas de Medellín es tanto como echarle leña al fuego.
Pero hay algo más. Cuando el Estado identifica a los delatores potenciales que van a recibir recompensas, como se hace en este caso con los estudiantes universitarios, que son una ínfima minoría, los pone de inmediato en una situación de riesgo. Eso es como si el Gobierno les ofreciera plata a los colombianos que viven en los barrios populares de Caracas, donde mandan los chavistas, para que trabajen como espías contra el gobierno venezolano.