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Estos relatos sobre distintos sectores y geografías dentro del Sur Global ejemplifican la urgencia de adoptar un enfoque de derechos humanos cuando de extractivismos y transiciones se trata. | EFE

Relatos locales de justicia y reparación ante el extractivismo en América Latina

Persiste la pregunta sobre cómo abordar esta tensión desde la visión de los territorios, teniendo en cuenta la construcción que hacen de la justicia desde las comunidades indígenas por encima de las visiones de las empresas y los Estados.

América Latina convive en una frágil tensión entre el extractivismo y los territorios, donde geografías y actividades empresariales pueden variar pero las afectaciones a las comunidades demuestran seguir patrones comunes.

En El Aguilar en Argentina y La Guajira en Colombia, los pueblos indígenas conviven con el extractivismo y se enfrentan a barreras estructurales para encontrar  justicia. Desde sus sistemas de pensamiento, la justicia es una demanda de vida, de armonía con la naturaleza, de respeto a la tierra y al agua: en El Aguilar, la comunidad indígena de Casa Grande y las mujeres defensoras del hábitat y el ambiente luchan, no solo por reparación, sino por una sanación completa del territorio; en La Guajira, las lideresas Wayuu claman por el respeto de sus fuentes de agua,  sus vientos, y la integridad de sus comunidades desgarradas por el extractivismo.

Entretanto, persiste la pregunta sobre cómo abordar esta tensión desde la visión de los territorios, teniendo en cuenta la construcción que hacen de la justicia desde las comunidades indígenas por encima de las visiones de las empresas y los Estados.


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Extractivismo en Aguilar, Jujuy, Argentina

En enero de 2015, como todos los primeros sábados de cada mes, la comunidad indígena de Casa Grande (Jujuy, Argentina) se reúne en asamblea en su salón comunitario. Desde la siete de la mañana, comuneros y comuneras empiezan a llegar desde los distintos parajes. Antes de iniciar la asamblea, llega Maria, frunciendo el ceño, con una botella de agua oscura en sus manos. Cuando le preguntan qué es, ella responde: “es la minera”. 

La Compañía Minera El Aguilar se instaló en el cerro homónimo allá por 1918, siendo uno de los primeros emprendimientos mineros a gran escala en Argentina, la cual se dedicó a extraer plata, plomo y zinc de manera ininterrumpida por casi noventa años.

Sus capitales han variado desde su constitución, entre los últimos dueños está Glencore, quien se retiró en 2021 y pasó a manos de INTEGRA, grupo de capitales nacionales. La empresa tiene más años ahí que Doña Mauricia, comunera a quien se le murió una llama reproductora, después de caerse en un pozo al costado del camino. La cárcava o pozo es consecuencia de los caminos que se están realizando para la exploración de 23 nuevas minas.

Desde hace años, la comunidad y las mujeres defensoras, han denunciado mucho más los efectos de la minería de metales pesados en su territorio. El plomo, la plata y el zinc son extraídos a un costo irreversible para la vida natural y la salud humana. Las plantas ya no crecen igual, las cosechas son escasas, y los animales, que antes pastaban libremente, ahora están enfermos, han desaparecido o se pierden en los viejos socavones que no han sido cerrados.

No es la primera vez que se conocen denuncias, reclamos o demandas a la empresa minera  por violación de Derechos Humanos. En sus instalaciones en los años 70 se detuvieron y secuestraron a obreros, entre ellos el histórico dirigente sindical Abelino Bazan, quien aún continúa desaparecido. El legado de impunidad y de no reparación es la carta de presentación de esta empresa. 

Extractivismo en La Guajira, Colombia

“La minería y yo somos contemporáneas, el año en que nací también venían el auge de las personas que buscaban el carbón de La Guajira”, solía decir en otra época Jakeline Romero Epiayú, o Jackie, como la conocían sus amigos. “La ilusión de toda la gente era ir a trabajar en la mina” decía sobre El Cerrejón, también de Glencore, la explotación de carbón más grande a cielo abierto en el mundo, que hace cuatro décadas opera en la zona central de la cuenca del río Rancherías, en la Baja Guajira.

Al mismo tiempo, en el Cabo de la Vela, en la Alta Guajira, las comunidades presenciaban cómo se instalaban, a comienzos del siglo XXI, los aerogeneradores del proyecto piloto Jepirachi; los veían girar y extraer energía de los vientos sagrados durante casi dos décadas; y ahora los observan inmóviles en el horizonte guajiro, como huérfanos enormes de cobre y acero, abandonados por la empresa de energía EPM. 

En el territorio ancestral Wayuu, el rumor de la transición energética se propaga con decenas de proyectos de energía eólica, ondeando la bandera de la sostenibilidad ambiental y la mitigación climática, mientras persiste la extracción carbonífera, que ya ha producido innumerables estragos sobre la salud por el efecto del polvillo en los pulmones, divisiones y guerras familiares o el marchitamiento del Rancherías, ahora declarado sujeto de derechos.

En todo caso, la actividad empresarial sigue expandiéndose con el tiempo, generando desconfianza, tensiones, desplazamientos, degradación del territorio sagrado, las fuentes de agua y las prácticas bioculturales. Este avance también provoca una pérdida progresiva de autonomía y de la capacidad de las comunidades para ejercer su gobierno propio y tomar decisiones sobre su territorio.

Los territorios claman por la reparación frente al extractivismo

La justicia para los pueblos y comunidades indígenas que habitan El Aguilar y La Guajira está profundamente ligada a la tierra y al agua. No se trata solo de una compensación económica, sino de una reparación que incluya la remediación del daño ambiental, la limpieza del agua, y sobre todo, el respeto a la vida en armonía con la Pachamama.

La justicia pasa por la tristeza que produce los estragos sobre los ríos y arroyos, o las que se avecinan sobre los diferentes vientos y sus espíritus, la división familiar o la fragmentación comunitaria, todas propiciadas por el extractivismo. En ambos casos, la reparación no es una cuestión abstracta, es una demanda urgente por la vida misma.

Son particularmente las mujeres en estas comunidades y pueblos quienes se ponen al hombro la defensa del territorio. “Sabemos que no podemos detener la minería por completo”, dice Nancy, una de las mujeres defensoras, “pero sí podemos exigir que se nos respete, que se repare lo que se ha destruido”. Son quienes exigen en ambos lugares que las empresas asuman la responsabilidad de sanear los diques de cola, de retirar los residuos industriales esparcidos por el territorio, de cerrar y sanear las bocas minas aún abiertas; de reparar el cauce del río y los arroyos, evitar que más familias enfermen por el carboncillo de la mina que colma la respiración, respetar los sitios sagrados y las zonas de pastoreo, además de no dañar la biodiversidad endémica. 

Pero las normativas ambientales y mineras locales no prevén sistemas de reparación robustos que permitan restaurar ecosistemas, compensar a comunidades afectadas y prevenir daños futuros de manera efectiva con una perspectiva de derechos humanos.

Los caminos que pueden seguir en la ordinaria les coloca en una situación de asimetría de poder, enfrentándose a barreras económicas, técnicas y sociales frente a empresas que cuentan con recursos casi ilimitados para prolongar las causas, contratar abogados y controlar información técnica clave. Además, el acceso limitado a tribunales en zonas rurales, el deficit de peritos especializados junto a vacíos en la legislación agravan esta desigualdad. La falta de mecanismos efectivos de reparación por daños consumados y acumulados, sumada a las debilidades en los sistemas de responsabilidad civil y penal, dificulta que las poblaciones afectadas puedan acceder a la justicia. Esto va desde las disposiciones en torno a la carga de la prueba, hasta la imposibilidad de sancionar a personas jurídicas, entre otras.

Esta situación manifiesta la urgente necesidad de fortalecer los marcos regulatorios para garantizar el acceso a la justicia y reparaciones justas en contextos de actividades extractivas. Este desafío se agrava en el marco de la transición energética, donde la industria eólica y la minería de metales pesados están profundamente interconectadas. La fabricación de turbinas eólicas depende de recursos como cobre, zinc y tierras raras, cuya extracción se concentra en países latinoamericanos como Argentina, Chile y Bolivia. Estos países, al poseer grandes reservas de minerales críticos, han optado por flexibilizar sus normativas ambientales y mineras para atraer inversión extranjera, en detrimento de los derechos de las comunidades y del medio ambiente.

Entretanto, los pueblos y comunidades indígenas que habitan tanto El Aguilar como La Guajira han aprendido a convivir forzosamente con estas empresas. Esta convivencia ha reconfigurado cómo se entiende y se ejerce la justicia: desde estos territorios se construyen formas “jurídicas” a partir de sistemas de justicia comunitaria y de formas mediación y resistencia, develando las distancias entre las normativas y los reclamos locales.

Frente a un escenario donde las afectaciones son concretas y los mecanismos de reparación escasos, cobran vida instrumentos tanto de resistencia como de mediación: los primeros, desde reediciones de la marcha de los mineros del año 1964 hasta protestas sociales y bloqueo de vías; los segundos, desde mecanismos de negociación directa o el palabreo, como un sistema ancestral de mediación Wayuu, donde las comunidades buscan que el diálogo con las empresas se haga desde su sistema de justicia propio.

En todo caso, aquellos mecanismos han tenido suerte diversa, pero han permitido sostener esta convivencia frágil y forzada dentro de cierta tensión con las viejas y las nuevas empresas extractivas, quienes, aunque llegan con discursos diferentes, reflejan mayor continuidad que ruptura. Por eso, retratar las concepciones locales de derecho y de justicia nos permite enfocar la voz de las comunidades que viven y ejercen la justicia en los territorios, subrayando los nudos problemáticos que los Estados deberían priorizar, para así garantizar esos Derechos ante los actores económicos que los deben respetar y reparar. 

Para romper con esta tensión y construir alternativas, quizá debemos apostar a fortalecer los sistemas que se basan en un diálogo intercultural genuino, escuchando las voces de los territorios, y que se centran en dimensiones materiales, formales y simbólicas, contemplando reparaciones que transitan del reconocimiento de la violación de derechos a compensaciones economicas y más allá de ellas.

Son estas comunidades las que experimentan de primera el extractivismo y que, por lo mismo, pueden contribuir significativamente a imaginar mecanismos de reparación efectivos y situados. Estos relatos sobre distintos sectores y geografías dentro del Sur Global ejemplifican la urgencia de adoptar un enfoque de derechos humanos cuando de extractivismo y transiciones se trata.

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