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Fascismo intelectual
Por: César Rodríguez Garavito (Se retiró en 2019) | Marzo 21, 2007
Fernando Londoño Hoyos nos notificó hace poco en estas páginas que «la tenaza fascista se cierra sobre nosotros». Por lo que dice Londoño, más que una tenaza se trata de un tridente, con el sello diabólico de la izquierda regional. Su punta más larga y venenosa es la de Chávez; la más nueva y reluciente, la del ecuatoriano Correa; y la tercera es la del Polo -que, según Londoño, «viene demostrando que es alumno aventajado del vecindario fascista».
¿Fascista la izquierda? Sí, eso dice. ¿Pero luego el fascismo no era el extremismo de la derecha? Por supuesto: así se entiende en las ciencias sociales de todo el mundo. ¿Y no es Londoño quien ha calificado de comunistas a los mismos sectores de izquierda? En efecto. Lo que él parece ignorar, y que sabe cualquier estudiante de ciencia política, es que el comunismo, por ser el extremismo de izquierda, está en las antípodas del fascismo.
Si tamaña contradicción fuera apenas un nuevo sofisma de Londoño, vaya y venga. Pero el asunto es muy delicado. Porque dejarse meter ese golazo conceptual equivale a cerrarle todo el espacio ideológico a la izquierda democrática, y devolvérselo en bandeja a los violentos de izquierda y derecha por igual.
Así que hay razones intelectuales y políticas de peso para atajar el esperpento conceptual de la izquierda fascista antes de que haga carrera.
Comencemos por las razones de decencia intelectual. Los trabajos clásicos de las ciencias sociales estadounidenses, que Londoño alaba sin conocer, surgieron a mediados del siglo pasado justamente para explicar el surgimiento del fascismo. Desde Seymour Lipset hasta Barrington Moore, los fundadores de la sociología comparada se devanaron los sesos intentando entender por qué mientras que algunos países como Italia y Alemania habían acabado en el fascismo y el nazismo, otros como la Unión Soviética habían desembocado en el comunismo, y otros como Estados Unidos e Inglaterra habían terminado en el capitalismo liberal.
No voy a aburrir a los lectores con los detalles de los muchos libros que se ocupan del tema. Lo que importa es resaltar que todos ellos, sin excepción, han mostrado que el fascismo y el comunismo siguieron rutas históricas opuestas. Como lo muestra el libro clásico de Moore (Los orígenes de la dictadura y la democracia, 1966), mientras que el fascismo surgió allí donde las élites urbanas y rurales se unieron en una coalición totalitaria de derecha, el comunismo echó raíces allí donde las revoluciones campesinas dieron lugar a regímenes autoritarios de izquierda.
Es más: según lo muestran historiadores de fama mundial como David Abraham y Greg Luebbert, el fascismo surgió precisamente como reacción a una posible revolución comunista en países como Alemania, Italia y España, donde la clase obrera había alcanzado un poder considerable.
En vista de la evidencia, la absurda categoría de Londoño se cae de su peso. Pero eso no le quita nada de su veneno político, que consiste en polarizar el debate para cerrarle el espacio a la discusión moderada entre la izquierda y la derecha democráticas.
Si todas las izquierdas -desde Chávez hasta el Polo o las Farc- son idénticas y caben en el mismo costal espurio del fascismo, la conclusión es obvia. Ante la catástrofe de la «tenaza fascista» que acecha desde la izquierda, habrá que arrojarse a los brazos de la extrema derecha, como lo hicieron los alemanes, los españoles o los italianos hace décadas.
Después de todo, del anuncio de catástrofes vive el extremismo. Así lo muestra el célebre politólogo Norberto Bobbio (Derecha e izquierda, Taurus, 1996): «mientras que la moderación es gradualista… el extremismo es catastrófico..: a la catástrofe revolucionaria no se puede poner remedio si no es con la catástrofe contrarrevolucionaria».
Para allá va el cuento de la izquierda fascista.