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Los argumentos de algunos de los opositores a la recomendación del ministro de Salud de suspender la fumigación serían risibles, si no fuera porque lo que está en juego es demasiado importante: la salud de muchos colombianos.  

Los argumentos de algunos de los opositores a la recomendación del ministro de Salud de suspender la fumigación serían risibles, si no fuera porque lo que está en juego es demasiado importante: la salud de muchos colombianos.  

Recientemente, la Agencia Internacional para la Investigación del Cáncer (IARC, por sus siglas en inglés), que forma parte de la OMS (Organización Mundial de la Salud) e investiga las causas de esta enfermedad, clasificó al glifosato en la categoría 2A, que significa que es probablemente cancerígeno para seres humanos. El ministro recomendó entonces al Consejo de Estupefacientes que suspendiera las fumigaciones, lo cual es una obvia aplicación del principio de precaución, que es vinculante en Colombia.

Conforme a ese principio, si hay evidencia científica de que una actividad puede generar un daño grave e inaceptable, como el cáncer, entonces opera una inversión de la carga de la prueba: las autoridades deben suspender la actividad hasta que se pruebe que es inocua. Por ello, dado este informe de la IARC, las fumigaciones deben ser suspendidas hasta que se demuestre razonablemente que la aspersión con glifosato no causa cáncer.

Frente a esa tesis, el exembajador de Estados Unidos en Colombia, William Brownfield, argumentó que si se suspendía la fumigación de coca con glifosato, habría que prohibirla también en agricultura comercial, pues sería extraño evitarles una sustancia cancerígena a los criminales mientras se permite su uso para los inocentes.

Su argumento ignora que el glifosato en la agricultura comercial se rocía con concentraciones menos tóxicas y de forma mucho más localizada y controlada, lo cual marca diferencias trascendentales. Y olvida además que las fumigaciones a los cultivos ilícitos las realiza el Estado, quien tiene deberes especiales de protección a la población, mientras que en la agricultura comercial la realizan particulares. Pero en todo caso, si el riesgo cancerígeno existe, habría que evaluar su suspensión también en la agricultura comercial.

Por su parte, el procurador se opuso también a cualquier suspensión de la fumigación, con el argumento de que la solicitud del ministro de Salud carece de bases científicas y que la suspensión favorecería a las Farc. Su argumentación sorprende porque el procurador no tiene ninguna competencia científica para oponerse a un concepto técnico de la IARC, que fue además publicado en The Lancet, una de las más prestigiosas revistas médicas. Y, además, al procurador no le compete preservar el orden público ni enfrentar a las Farc, mientras que tiene el deber de proteger los derechos humanos y el ambiente. ¿No debería entonces el procurador estar preocupado por los riesgos a la salud de las fumigaciones con un producto probablemente cancerígeno, en vez de hacer discutibles conjeturas bélicas que no le corresponden?

Es como si Brownfield y el procurador quisieran silenciar (¿o fumigar?) cualquier debate informado sobre los riesgos de las fumigaciones.

 

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