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Gobiernos de personas
Por: Mauricio García Villegas | marzo 17, 2008
Los antiguos griegos discutían si el gobierno debía estar en manos de personas, es decir, de seres humanos de carne y hueso, o en manos de las leyes, es decir de reglas de juego institucionales. Esa discusión duró siglos e hizo correr mucha tinta, y también mucha sangre, pero hoy en día casi todo el mundo está de acuerdo en decir que son las instituciones -y sus leyes- las que deben gobernar a los gobernantes y no a la inversa.
En América Latina también se acepta ese postulado, es decir, que lo importante son las instituciones y no las personas, pero en la práctica lo que ocurre es lo contrario, como lo muestra la omnipresencia del caudillismo y el personalismo en la historia de nuestros países.
La expresión más reciente de este personalismo la vimos en la pasada reunión de la Cumbre de Río, a propósito del conflicto suscitado por la invasión de una porción del territorio ecuatoriano por parte del Ejército colombiano. En el curso de una semana pasamos de la movilización militar en las fronteras, a los abrazos presidenciales, y de la ruptura diplomática a las declaraciones de hermandad, todo ello difundido por la radio y la televisión, para mayor perplejidad de todos los gobernados.
Por fortuna, la reunión de República Dominicana logró neutralizar el conflicto. Pero la paz que se consiguió dejó un mal sabor de inquietud e incertidumbre. Obtuvimos una paz que parece depender más del temperamento de los presidentes que de los canales institucionales; más del humor de los mandatarios que de la diplomacia y del derecho internacional. Hoy sabemos que esos canales institucionales no fueron y no serán suficientes ni para asegurar el compromiso de los presidentes vecinos de desterrar a las Farc de sus territorios, ni para asegurarles a esos vecinos que el gobierno colombiano no va a invadir esos territorios para defender a su población. Hoy sabemos que ni los ministros de relaciones exteriores, ni las embajadas, ni la OEA, ni la Interpol, ni nuestra historia común, ni la hermandad de los habitantes de las fronteras, ni el mercado internacional, ni el sentido común, nada de eso será suficiente para controlar los eventuales impulsos de nuestros presidentes.
La diplomacia y el derecho son los antídotos contra la guerra y por eso son particularmente necesarios cuando un país está en problemas con sus vecinos. Ese es nuestro caso: el Estado colombiano no tiene la capacidad suficiente para controlar buena parte de sus fronteras (ni en el sur amazónico, ni en el occidente chocoano, ni en el oriente llanero). Como consecuencia de ello, el narcotráfico y las guerrillas entran y salen de Colombia casi a su antojo. Por otra parte, el gobierno venezolano, que ahora tiene dinero para dar y convidar y que está representado por un líder carismático y autoritario, simpatiza con el movimiento guerrillero colombiano, se opone abiertamente a la guerra del Estado colombiano contra las Farc y les impone su agenda exterior a los gobiernos vecinos del Ecuador y Nicaragua. ¿Qué más hace falta para que estallen los conflictos fronterizos? Muy poco.
Por eso, uno no se explica por qué el gobierno colombiano no institucionaliza y profesionaliza, de una vez por todas, su política exterior. Por qué no acaba con esa práctica parroquial, y de mal gusto político, que consiste en nombrar embajadores -y hasta ministros de relaciones exteriores- para pagar favores.
Un país necesita buenos gobernantes y buenas instituciones. El mero talento de sus gobernantes no es suficiente; entre otras cosas, porque ese talento se malogra cuando no se encauza por las vías institucionales. Por eso decía James Madison que las instituciones servían para corregir los males de la naturaleza humana.