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Hecho en Bangladesh

Si cree que la muerte reciente de más de 1.000 cosedoras de ropa en Bangladesh es un asunto ajeno, mire la etiqueta de su pantalón.

Si dice “Hecho en Bangladesh”, quizás venga de una de las fábricas del edificio que se vino abajo, porque la producción debía continuar, a pesar de las voces de alerta sobre las grietas en sus estructuras. O de una factoría cercana, donde se calcinaron 117 trabajadoras en noviembre porque no había extintores ni salidas de emergencia. O de lugares similares en los otros grandes talleres del mundo, como China, Vietnam y Centroamérica.

Allí se hace buena parte de la ropa que llevamos, sin importar si se compra en un remate callejero, en el Éxito cercano, o en un centro comercial de lujo. Así lo han venido a descubrir los consumidores de Gap, Benetton, El Corte Inglés y otras marcas, cuyas etiquetas resplandecían entre las cenizas de Bangladesh.

Pero la conexión es difícil de hacer. Porque la magia de la globalización —la que crea cada vez más estilos y colores a precios cada vez más bajos— consiste en interponer un océano entre quien produce y quien consume: entre la cosedora bangladesí y la compradora de Zara en Unicentro, entre la mujer indígena de una maquiladora centroamericana y el cliente de Benetton en Roma. Ojos que no ven, corazón que no siente.

Las que sí ven, pero no sienten, son las marcas que exigen a las fábricas tiempos de entrega tan frenéticos y precios tan bajos, que son imposibles de alcanzar sin violar derechos laborales. En una de las maquiladoras guatemaltecas que estudié hace unos años, los propietarios coreanos encerraban con candado a las trabajadoras en turnos interminables, hasta que concluyeran el pedido de una marca de lujo de Nueva York. En Bangladesh, las mujeres atrapadas entre los escombros ganaban 70.000 pesos mensuales, el salario mínimo que atrajo a marcas como Disney y H&M al país.

La magia no funcionaría si las marcas tuvieran que responder por lo que pasa en los talleres que subcontratan. Por eso llevan 20 años rehusando su responsabilidad, desde que Nike dijo que el niño indonesio de 12 años que aparecía en una foto cosiendo un balón de fútbol de esa marca era problema de la fábrica. De ahí que Gap, Benetton, y otras empresas siguen negándose a firmar un acuerdo promovido por el gobierno alemán para invertir una minúscula parte de las ganancias en mejorar la seguridad de los talleres y los salarios de las trabajadoras. También por eso Disney anunció hace poco que se retira de Bangladesh; se va con sus muñecos a otra parte, en lugar de asumir su responsabilidad por lo sucedido y ayudar a evitar la siguiente tragedia.

Me dirán que esa es la solución: que se vayan las multinacionales. Pero resulta que esos trabajos son para muchas mujeres una alternativa mejor que el empleo informal o la servidumbre doméstica a la que están sometidas con frecuencia. Como lo vi en Centroamérica, y como pasó en siglos anteriores en Estados Unidos y Europa, un puesto en una fábrica de ropa puede ser el tiquete de entrada al mercado laboral y la independencia económica.

Pero también puede ser el tiquete a una forma peor de servidumbre, explotación y discriminación. A menos que lo de Bangladesh —el peor desastre de la historia, en la más vieja de las industrias— lleve por fin a una regulación global en la que todos pongan su parte: los gobiernos, normas laborales que se cumplan; las marcas, responsabilidad por lo que pase en las fábricas; y los consumidores, acciones coherentes con la conciencia de lo que llevan sobre la piel.

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