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Hipocresía y reelección
Por: María Paula Saffon Sanín | enero 13, 2009
Los sucesos recientes han disipado toda duda sobre el interés del gobierno de lograr la reelección inmediata del Presidente. Como lo documentó Semana en su última edición, el gobierno se empeñó en lograr a toda costa que la plenaria de la Cámara aprobara el referendo antes del fin de año.
Además, una vez aprobado, el ministro Valencia Cossio respaldó la tesis de que su texto puede ser cambiado por el Congreso de tal forma que permita la reelección en el 2010 y no solo en el 2014. Incluso se rumora que el gobierno está planeando estrategias que garanticen la alta participación ciudadana requerida para la aprobación popular del referendo, tales como unir la pregunta por la reelección a otras de amplia acogida social como la cadena perpetua para abusadores sexuales de menores.
No me voy a detener aquí en los efectos tremendamente nocivos que tendría para el Estado de derecho y la democracia una nueva reelección de Uribe. Estos han sido señalados hasta el cansancio por múltiples analistas prominentes, aunque al parecer no han tenido mucho eco en los órganos políticos.
Además, todavía está por verse si la reelección pasa los múltiples obstáculos institucionales que le esperan, tales como el resto del trámite en el Senado, la revisión de la Corte Constitucional y la consulta ciudadana. En mi opinión, con independencia de que el referendo pase o no y de que la reelección se haga o no realidad, los acontecimientos recientes ameritan ser analizados críticamente, pues muestran con claridad el papel determinante que la hipocresía ha tenido en el éxito arrollador del presidente Uribe.
La intención de Uribe de permanecer en la presidencia modificando la Constitución cuantas veces sea necesario, lo pone en el mismo costal de muchos otros presidentes latinoamericanos que han burlado las reglas de juego institucionales en beneficio propio.
Sin embargo, Uribe se distingue de todos ellos porque, en lugar de admitir abiertamente ese deseo, sostiene un discurso enteramente contrario a la realidad, según el cual respeta las instituciones, y por tanto no le parece conveniente perpetuarse en el poder, salvo que ello sea absolutamente indispensable para prevenir una “hecatombe”. Así, aunque el propósito de lograr reelecciones sucesivas puede ser similar al de mandatarios como Chávez o Fujimori, el mecanismo utilizado por nuestro Presidente es mucho más sutil, lo cual le permite no solo ocultar los elementos antidemocráticos de la propuesta, sino incluso aumentar su legitimidad por el hecho de defenderla.
Un mecanismo como ese permite perfectamente que Uribe continúe absteniéndose de expresar que desea ser reelegido, incluso ahora que los miembros de su gobierno están adelantando una campaña política cada vez más agresiva a favor del referendo.
Ajustándose al prototipo del morrongo, Uribe pretende hacernos creer que la cosa no es con él; que la reelección fue promovida por un pueblo que reclama a gritos su permanencia en el poder y por un gabinete que reconoce la trascendencia de la continuidad de su mandato, y que, de ser aprobada, lo sería casi que a pesar de sí mismo.
De esa manera, Uribe desafía la regla del sentido común según la cual uno no puede comerse el pastel y guardarlo al mismo tiempo: como jefe de gobierno, impulsa por todos los medios una reelección que sin duda causará más estragos en las instituciones y la democracia, pero al mismo tiempo se beneficia de una imagen de acuerdo con la cual él respeta las instituciones y por ende se resiste a la reelección.
Pero si Uribe juega ese juego es porque sabe que los réditos políticos de hacerlo son sustanciales. Su discurso moralizante y respetuoso de las instituciones parece tener gran acogida en la sociedad colombiana. Como lo ha señalado Francisco Gutiérrez, el triunfo electoral de Uribe no se explica únicamente por sus propuestas de mano dura con la guerrilla, sino que en buena medida tiene que ver con su discurso de lucha contra la corrupción y la politiquería.
A pesar de ello, su gobierno ha protagonizado algunos de los escándalos más graves de uno y otro fenómeno, tales como la parapolítica y la yidispolítica. No obstante, estos escándalos no han afectado en lo más mínimo la popularidad avasalladora del Presidente, lo cual puede explicarse, al menos en parte, por el blindaje que el discurso moralizante genera para su imagen.
Esto muestra que la defensa de valores éticos y políticos por parte de los gobernantes no es condición ni necesaria ni suficiente para que tales valores se materialicen en la práctica. Es más, existen circunstancias en las cuales la defensa de dichos valores puede ser utilizada como una estrategia para incumplirlos. En el caso de la reelección, tal estrategia ha consistido en que el Presidente se valga de su postura ambigua frente al tema para defender un discurso de respeto de las instituciones al tiempo que pretende socavarlas profundamente promoviendo el referendo reeleccionista.
Para evitar este último resultado, convendría que la ciudadanía exigiera que el Presidente adopte una posición definida y coherente sobre el tema de la reelección, de forma tal que ajuste sus comportamientos a su discurso. No se trata de una exigencia extraordinaria, sino de un simple reclamo de consistencia entre lo que Uribe dice y lo que hace. Sin embargo, es un reclamo que podría tener importantes efectos, pues requeriría, o bien que Uribe asuma los costos políticos de promover una reelección que afecta la institucionalidad, o bien que se abstenga de defenderla para guardar consistencia con los valores que dice defender.