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No me gusta la televisión nacional. Soporto mal la cantidad de publicidad tonta y engañosa que pasa por ese medio y me da rabia la manera como los canales privados manipulan al televidente, modificando los horarios y la duración de los programas.

No me gusta la televisión nacional. Soporto mal la cantidad de publicidad tonta y engañosa que pasa por ese medio y me da rabia la manera como los canales privados manipulan al televidente, modificando los horarios y la duración de los programas.



Pero esta vez estoy dispuesto a dejarme manosear por Caracol TV. Lo hago para ver la serie que emite sobre Pablo Escobar. También porque la producción está bien hecha; porque evoca mis años de juventud en Medellín y, sobre todo, porque relata una parte esencial de la historia de este país; una historia que, por desgracia, sigue viva, más viva que nunca, a pesar de la muerte de Pablo Escobar.

No voy a hablar de la serie, ni de sus cualidades artísticas o técnicas, sino de un rasgo particular de lo que allí se cuenta: me refiero a la convivencia, casi natural, que había entre el crimen y la normalidad social en el Envigado cercano a Pablo Escobar. La palabra crimen, con su imagen de anomalía, no refleja bien lo que allí ocurría. El contrabando, la corrupción, la compra de políticos e incluso los asesinatos eran expresiones normales de una realidad social en donde la distinción entre la manera legal y la manera ilegal de hacer las cosas era irrelevante. El crimen no era un elemento extraño, invasivo y perturbador, que malograba un cuerpo social ordenado y sano. El crimen y la maldad eran tan genuinos en ese entorno como lo eran las consignas impartidas por Doña Hermilda (la madre del capo) para que la tropa familiar siguiera funcionando.

Eso es lo más temible de la mafia: su pasmosa capacidad para normalizar el mal. Una vez coronado el primer cargamento, el entorno social del capo (impulsado por la distorsión moral que provoca el hecho de ser beneficiarios del negocio) trivializa el crimen y se acomoda a los nuevos hechos. Lo peor del narcotráfico no es la droga sino la normalización del crimen que se requiere para producir esa droga.

Nada de esto existiría si los incentivos perversos de la prohibición no hubiesen sido inventados por los gringos republicanos para lidiar con las juventudes descontentas de los años sesenta. Por eso estoy de acuerdo con Antonio Caballero cuando dice que, en este negocio ilegal, la verdadera patrona es la droga; “o, más exactamente, la prohibición de la droga”. El negocio ilegal es la ilegalidad del negocio.

La historia televisiva de Escobar apenas comienza y casi todos sabemos que sus peores fechorías están por venir. Sin embargo, a mí me parece que lo peor de la historia ya está contado: me refiero al enorme poder que tuvo Escobar para hacer que sus crímenes fueran banalizados, e incluso justificados, en toda una sociedad que se beneficiaba con su negocio.

Es cierto que los magnicidios y las bombas no son poca cosa. Sin embargo, así no parezca, la magnitud del daño que producen esos actos espantosos es menor, comparada con el perjuicio ocasionado por la corrupción armada, ejercida por cientos de miles de traquetos, funcionarios corruptos y abogados deshonestos que mantienen el negocio ilegal en las entrañas de la sociedad legal y desde hace más de treinta años. El primer daño se cuantifica en vidas humanas y bienes materiales; el segundo se cuantifica en eso mismo y en algo aún más difícil de recuperar: el tejido social.

El Estado colombiano ha aprendido a neutralizar el terror de los narcos, pero no ha podido hacer nada para impedir el deterioro del tejido social causado por ellos (quizás no puede hacer nada mientras la prohibición siga en pie). Por eso, viendo la serie de Escobar, me resulta inevitable pensar que, en esa historia, son los malos los que terminan ganando.

De interés: 

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