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Incomodidad y democracia
Por: Nathalia Sandoval Rojas | enero 27, 2014
Incluso para quienes defienden la movilización social, las protestas pueden llegar a ser incómodas. En el último bloqueo de taxistas en Bogotá tras la muerte de uno de sus compañeros, no se podía entrar a la ciudad y era imposible pedir un taxi. Durante las manifestaciones convocadas en torno a
la destitución de Petro, las estaciones de TransMilenio cercanas a la Plaza de Bolívar se tornan más caóticas que lo habitual (sí, es posible), y los campamentos asentados en este lugar son juzgados por algunos como algo, por lo menos, visualmente desagradable.
¿Deberían limitarse los métodos, los lugares de la protesta, las veces que se repite o el tiempo que dura, de tal modo que no produjeran estas incomodidades? Para algunos sí, pues aun si el reclamo es percibido como justo o válido, no se justifica la afectación de los derechos de los demás al trabajo, al goce del espacio público o al descanso.
Está claro que el derecho a la protesta no da carta blanca para afectar por ejemplo el derecho a la vida de los demás o para acudir a formas violentas pero, dejando de lado estos escenarios extremos, en las situaciones menos graves esta respuesta que a muchos suena razonable tiene por lo menos dos problemas.
Primero, quienes se manifiestan están ejerciendo sus derechos a la libre expresión y a la protesta. Y justamente los derechos están diseñados de tal forma que puedan oponerse a la mayoría. Entonces, no porque un número importante de personas opine que los taxistas no deberían bloquear tal o cual avenida, o que ya hubo suficientes manifestaciones, estas protestas deben limitarse. La situación plantea un conflicto entre los derechos que tienen los dos grupos y seguramente alguno deberá modularse pero, como sugiere Roberto Gargarella en su ‘Carta abierta sobre la intolerancia’, los incómodos deberán mostrar antes por qué debe imponerse ese límite y por qué debe tener ese alcance.
Lo segundo tiene que ver con una concepción del espacio y la vida pública en donde la tranquilidad se asocia al mantenimiento del estado de las cosas. Aunque el orden es llamativo para algunos (como yo), lo cierto es que la forma en que Colombia está ordenada hoy deja sin voz a grupos vulnerables o sin poder político que, justamente por esta condición, acuden a las protestas. El desarreglo de la cotidianidad se convierte así en la garantía de que serán escuchados públicamente. La protesta entonces sacude pero casi siempre lo hace positivamente, pues permite que participen otros actores en los debates. Por tanto, vigoriza la democracia.
Tratando de garantizar el disfrute de un cierto orden, en Colombia hemos pasado de la incomodidad a la violencia casi sin quererlo y algunos han terminado apoyando la restricción del debate democrático. Un nivel extremo de rechazo terminó en la eliminación de partidos enteros como la UP. Por eso, antes que aceptarlas como justificación de situaciones como estas, parece mejor lidiar con las molestias. Hace falta paciencia y frescura para no asfixiar la democracia.