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Kouchner y Rama Yade
Por: Mauricio García Villegas | Diciembre 20, 2008
HENRY KISSINGER DECÍA QUE LA DIplomacia era el arte de la ambigüedad, con lo cual daba cuenta —de manera ciertamente ambigua— de esa brecha que existe entre lo que se dice y lo que se hace en el mundo de las relaciones internacionales. Pero como en todo, aquí también hay excepciones, es decir, diplomáticos que se salen del libreto y dicen lo que piensan con franqueza y sin rodeos.
Eso fue lo que hizo la semana pasada Bernard Kouchner, ministro de Relaciones Exteriores de Francia, a propósito de la celebración del aniversario de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, cuando dijo que se había equivocado al haber propuesto la creación de la Secretaría de Estado para los Derechos Humanos, hoy a cargo de la carismática señora Rama Yade. Según Kouchner, el problema con esa oficina y con Rama Yade, es que su trabajo choca con la diplomacia francesa. “Existe una contradicción permanente entre los derechos humanos y la política exterior de un Estado”, dice el Ministro y agrega que eso sucede incluso en Francia, el país de los Derechos Humanos.
Quizás lo excepcional de esta intervención provenga de que Bernard Kouchner es un ser bien particular en el mundo de la política internacional. Su ingreso en la escena pública tuvo lugar en la revolución de Mayo de 1968, en París, cuando era estudiante de la Facultad de Medicina. Cinco años más tarde fue uno de los fundadores de la organización Médicos sin Fronteras, la cual obtuvo el Premio Nobel de la Paz en 1999. Del trabajo humanitario Kouchner pasó fácilmente al trabajo político. Fue Ministro de Salud durante la presidencia de François Miterrand, y volvió a serlo cuando Leonel Jospin era Primer Ministro de Jacques Chirac. Su cargo actual como ministro de Relaciones Exteriores de Francia, en el gobierno de derecha de Nicolás Sarkozy, le valió la expulsión del Partido Socialista.
Lo menos que se puede decir de esta trayectoria es que Kouchner ha cambiado mucho de posición política. Mientras que a finales de la década de los ochenta defendía la idea de que las democracias liberales tenían el deber de intervenir en otros países, por la fuerza si era necesario, para proteger los derechos humanos de la población civil (en su libro Le Devoir d’Ingérence, 1987), ahora sostiene que el discurso de los derechos humanos, el de Rama Yade, debe ceder frente al discurso del gobierno, que es el único que representa el interés nacional.
Pero cambiar de opinión no es algo reprochable. Además Kouchner no es el único revolucionario de los setenta que se volvió conservador en los noventa. Quizás pueda criticarse la manera desvergonzada como el Ministro supedita los principios humanitarios a los intereses políticos del Estado, pero aquí también el comportamiento de Kouchner sigue la norma general que, desde siempre, rige la relación entre los Estados.
Pero si la franqueza descarnada de Kouchner puede ser vista como una virtud, el sentido de lo que dice, es decir, su menosprecio por los derechos humanos, no tiene nada de edificante.
Por desgracia, el mundo actual sólo parece darnos la opción de escoger entre el cinismo de Kouchner y la hipocresía de Kissinger.