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La Corte Constitucional como garante de la democracia
Por: Rodrigo Uprimny Yepes | marzo 1, 2010
EN GENERAL LA SENTENCIA DE LA CORte Constitucional que anuló el referendo reeleccionista ha sido bien recibida, pero algunos comentaristas, como Alfredo Rangel, la han cuestionado por obstaculizar la participación popular. En el fondo, les parece una decisión antidemocrática.
A primera vista la objeción suena, pues nueve personas, que no fueron electas popularmente, habrían impedido un pronunciamiento ciudadano apoyado por millones de firmas. Pareciera que estamos frente a una minoría aristocrática que silencia a las mayorías democráticas.
La cosa es sin embargo más compleja, pues las cortes constitucionales, aunque no sean elegidas popularmente, juegan un papel democrático esencial.
Muchos autores han tratado el tema, pero vale la pena recordar un clásico en la materia: el libro Democracia y desconfianza, de John Ely, que si bien fue escrito en los ochenta en Estados Unidos, cae como anillo al dedo para la actual discusión en Colombia.
El argumento esencial de Ely es que el principio de mayoría sin controles puede conducir a una anulación de la propia democracia, por cuanto muchos gobernantes buscarían perpetuarse en el poder, aprovechando las mayorías que tienen en un momento dado, para modificar a su favor las reglas electorales o para introducir leyes que silencien a sus oponentes.
La forma de proteger la democracia contra esas no tan inusuales tentaciones de los gobernantes de turno es entonces sustraer a las mayorías ocasionales la posibilidad de modificar en beneficio propio las reglas del juego democrático. Como sugiere Stephen Holmes, la democracia, si quiere preservar sus manos —esto es, subsistir como democracia—, debe atarse un poco las manos, esto es, aceptar que las reglas del juego democrático queden sustraídas del debate democrático.
En el fondo los pactos constituyentes no son más que eso: un acuerdo sobre las reglas del proceso democrático, lo cual incluye normas electorales, diseños institucionales y el reconocimiento de los derechos fundamentales. Estas reglas son presupuestos del funcionamiento de la democracia, pues mal podría existir un verdadero debate democrático si no hay garantías electorales o no se asegura la libertad de expresión y de movilización o los derechos de asociación.
Ahora bien, si queremos que esas reglas del juego democrático sean respetadas, es necesario que exista un guardián que las haga cumplir frente a aquellas mayorías que quieran modificarlas a su favor. Ese garante del juego democrático, que es la Corte Constitucional, debe obviamente tener independencia frente a las fuerzas políticas mayoritarias, así como el árbitro de un partido de fútbol debe ser independiente de los equipos que se enfrentan.
Los jueces constitucionales, aunque no tengan (ni deban tener) origen democrático directo, son entonces esenciales a la democracia: son los árbitros que protegen las reglas del juego democrático y mantienen abiertos todos los canales de participación, frente a la tentación de los gobernantes de cerrarlos para perpetuarse en el poder.
Ese fue el papel que, en forma independiente y con gran rigor, hizo la Corte Constitucional al anular el referendo: evitó una alteración de las reglas de juego democrático que pretendía beneficiar al actual presidente, por medio de una iniciativa que no era genuinamente popular, pues fue apoyada generosamente por contratistas del Gobierno que desbordaron los topes legales de financiación. Por ello, aunque haya impedido la realización de un referendo, la decisión de la Corte ha sido profundamente democrática.