|
La Corte Suprema: ¿oveja o lobo feroz?
Por: César Rodríguez Garavito (Se retiró en 2019) | Noviembre 29, 2010
EL RESPALDO DE URIBE AL ASILO DE su directora de inteligencia redondeó la imagen de la Corte Suprema que el uribismo le ha querido vender al país: la de un tribunal partidista, compuesto por jueces cuyas togas son apenas la piel de oveja que cubre a feroces lobos políticos.
Ya muchos han señalado las contradicciones jurídicas y políticas del asilo, y de un uribismo posando de caperucita roja. Pero poco se ha dicho sobre las contradicciones fácticas de semejante imagen de la Corte Suprema.
Si se mira con un mínimo rigor empírico quiénes son los magistrados de la Corte, se ve lo absurdo de la tesis de la “politización de la Corte”. Porque la realidad es que el magistrado promedio es un personaje taciturno hasta rozar el hermetismo, tradicional hasta rayar en el conservadurismo. Mejor dicho: la antípoda del animal político —locuaz, activista y vengativo— del cuento uribista.
Lo digo con conocimiento de causa. Fui alumno de varios ex magistrados y, además de su profesionalismo y rectitud, lo que más recuerdo es el poder soporífero de sus lecciones. En ese entonces, no entendía cómo alguien podía hablar con términos como “en tratándose de” o “empero”. Eran los profesores (todos hombres) que llegaban siempre con corbata al cuello y código en la mano y que, en medio de la efervescencia del cambio constitucional de 1991, tildábamos de practicantes del “viejo derecho” por su formalismo y su apego a la letra de la ley.
Si pasamos de la anécdota al análisis, se entiende mejor este singular personaje. A la Corte se asciende por una ruta tan predecible como impermeable. En lugar de la arriesgada y zigzagueante carrera del político, la del magistrado sigue la trayectoria paciente de jueces como María del Rosario González, la presidenta de la Sala Penal, que lleva los casos contra los escuderos de Uribe y que, como tal, debería ser la muestra más pura del juez politizado. La verdad es todo lo contrario. Como la mayoría de sus colegas, González ha hecho la carrera judicial, escalando lentamente los peldaños que van de un juzgado municipal de provincia a un tribunal departamental y, finalmente, a la Corte.
¿Cómo ha sido engendrada esta singular especie, cuyos genes parecen resistentes a las amenazas, las chuzadas y el soborno? La razón es de diseño institucional: la Corte es radicalmente independiente porque, desde mediados del siglo pasado, sus miembros son elegidos por los propios magistrados con base en méritos jurídicos. En otras palabras, son una tecnocracia basada en la ley.
Como todas las endogamias, ésta tiene sus problemas. Pero no hay duda de que ha creado una corte independiente que, junto con la Constitucional, salvó el Estado de derecho en el gobierno anterior. Puede ser que los magistrados de la Corte Suprema no sean tan innovadores como habríamos querido los que en su momento los criticamos por encarnar el “viejo derecho”. Pero el tiempo les ha dado la razón y ha mostrado que, para mantener un Estado de derecho, es necesaria cierta dosis de formalismo. En tiempos normales, la rutina del legalismo es el contrapeso al vértigo de la política. Y en circunstancias políticas extremas, quienes lo defienden con valentía se convierten en un obstáculo tan incómodo para los violentos y los poderosos, que los jueces terminan en la mira, como sucedió en la toma y contratoma del Palacio de Justicia, o en la persecución contra la Corte en los últimos años.
Una de las hazañas del uribismo —con su alergia a las tecnocracias y su lógica de amigo-enemigo— fue haber provocado a algunos magistrados a entrar en el debate político. Pero las circunstancias han cambiado. Así que es tiempo de que los impertérritos jueces vuelvan a lo suyo: elijan fiscal, dejen que sus fallos hablen por ellos y retornen a su heroica reserva.