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Un Estado que se ocupa de configurar nuevos delitos, aumentar las penas para los delitos existentes, y restringir al máximo los beneficios penitenciarios y carcelarios, es un Estado que genera injusticias desproporcionadas. | Ilustración: Daniela Hernández

La distorsión del castigo

En una democracia robusta, la facultad para castigar que tiene un Estado debe aplicarse en proporción al daño causado. En Colombia las repetidas reformas a la política criminal hacen precisamente lo opuesto, castigando excesivamente conductas que no son tan nocivas.

Por: Isabel Pereira AranaMayo 8, 2019

La política criminal el conjunto de acciones para abordar comportamientos delictivos debe cimentarse en principios que sean justos para la sociedad. Una sociedad democrática no consideraría justo, por ejemplo, que comportamientos graves y violentos que afectan la vida, la integridad y la salud a terceros sean castigados con la misma severidad que comportamientos afectan solo a quien los comete. Cuando una sociedad castiga con los mismos años de cárcel una violación sexual que un robo a un supermercado, el castigo se sale de proporción. En un Estado de Derecho, cuya promesa es impartir justicia, las penas desproporcionadas terminan reproduciendo las injusticias sociales, como lo ilustra la situación de graves violaciones a los derechos humanos en el sistema penitenciario y carcelario expuesta en la primera columna de esta serie.

 

Lea aquí la segunda columna de nuestro especial

 

El caso típico de la desproporcionalidad penal son los delitos de drogas, pues las conductas que se clasifican como delitos, son comportamientos que afectan al individuo que decide, autónomamente, consumir sustancias psicoactivas. Para analizar si las penas son proporcionales o no con el delito que se persigue se debe tener en cuenta el daño que se busca prevenir o sancionar. En el caso de los delitos de drogas se argumenta que el Estado busca prevenir un daño a la salud pública.

El caso con las drogas es que el consumo es una decisión personal, así que es el individuo quien decide incurrir en un daño a su salud, y por lo tanto las sanciones a ese comportamiento así no pueden ser igual de graves que las sanciones que se imparten cuando hay daño a terceros. Aquellas personas que transportan y venden drogas no causan por ese solo hecho un daño a la salud, lo que se genera es un riesgo que puede derivar en daños a la salud del consumidor que ha decidido voluntariamente comprarle la sustancia a aquel expendedor. Ahora, es importante reconocer que el tráfico de drogas representa riesgos a la seguridad, y genera violencia y corrupción, en gran parte debido a la prohibición de estas sustancias y su regulación por vía de las armas y la ilegalidad.

En Colombia en el último siglo han aumentado el tipo de conductas criminalizadas, y también han aumentado las penas que se imponen a los delitos de drogas. En un estudio publicado por Dejusticia en el 2013 se muestra este aumento exponencial, que es problemático en sí mismo, pero más problemático aun analizado en comparación a las penas que da la ley a otras conductas que son más reprochables y sobre todo más dañinas para la sociedad.

 

 

Como se puede observar en la gráfica anterior, en 1936 había 2 delitos relacionadas con drogas que habían sido criminalizadas, y para el 2011, el Estado colombiano había aumentado este número a 11. Por su parte, como se puede observar abajo, las penas para los delitos de tráfico se han casi triplicado en el curso del siglo XX, llegando a una pena máxima de tráfico de 30 años de privación de la libertad.

Por su parte, las penas para delitos graves como el homicidio, la tortura, la violencia sexual, etc., tienden a ser en general, iguales o más bajas que las de los delitos de drogas. Esto es inaceptable ética y jurídicamente pues no hay argumentos que permitan sustentar que es más grave transportar drogas para que otra persona las consuma voluntariamente que asesinar a otra persona o abusar sexualmente de ella.

 

 

Estos son delitos para los cuáles las penas han aumentado consistentemente en el país, sin que ello resulte en un desmantelamiento de las estructuras criminales detrás del negocio. Se podría decir que lo único que ha logrado la adicción punitiva, es contribuir a la crisis en el sistema penitenciario y carcelario, llenando las cárceles de hombres y mujeres, en su mayoría pobres, y fácilmente reemplazables en el negocio siempre lucrativo de las drogas.

Este ensañamiento del castigo, que lleva ocurriendo en el país por décadas, podría ser aún más profundizado con el proyecto de ley que radicó el Fiscal el pasado julio que cuenta con  un capítulo sobre medidas contra el microtráfico. En la iniciativa legislativa, proponen la creación de nuevos delitos favorecimiento al consumo en espacio público y el aumento de penas para otros delitos mayor castigo para el porte que supere la dosis de aprovisionamiento.

En la actualidad, la pena mínima por el delito de tráfico de estupefacientes es similar a la de la tortura y a la de acceso carnal violento, pero considerablemente mayor a la pena mínima de concierto para delinquir que es el delito por el cual se condenaría a miembros de bandas criminales. Asimismo, la pena máxima por el delito de tráfico de estupefacientes es 8 años mayor que la de la tortura, 10 años mayor que la de acceso carnal violento y 12 años mayor que la de concierto para delinquir. En comparación, con el delito de homicidio que podría ser considerado el más grave, la pena mínima del tráfico de drogas es solamente 38% menor que la de homicidio y la pena máxima 20% menor.

La desproporcionalidad es problemática en sí misma: es injusto que se castigue una conducta que no es tan dañina con la misma pena que a quien ha cometido un daño mayor. Colombia castiga más gravemente a quien le vende un porro a quien autónomamente quiere fumarse un porro, que a quien viola a una persona, o tortura a otra persona. Pero más allá del problema intrínseco de impartir castigos desmedidos, sus consecuencias en el sistema penitenciario y carcelario han derivado en una crisis humanitaria. Como ha reportado la Comisión de Seguimiento de la Sociedad Civil a la Sentencia T-388, las cárceles del país están en situación de hacinamiento, con las violaciones a los derechos humanos más fundamentales, desde la alimentación, hasta la vida misma. Un Estado que se ocupa de configurar nuevos delitos, aumentar las penas para los delitos existentes, y restringir al máximo los beneficios penitenciarios y carcelarios, es un Estado que genera injusticias desproporcionadas.

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