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La envidia
Por: Mauricio García Villegas | julio 11, 2008
También dijeron que había que incluir otros, más acordes con los tiempos modernos, como el fanatismo, la deshonestidad, la hipocresía y el egoísmo.
No se qué resultados arrojaría esa encuesta si se hiciera en Colombia, pero me atrevo a decir que también rescataríamos a uno solo de esos pecados, con la diferencia de que no sería la avaricia, sino la envidia. Creo que ese es nuestro pecado capital preferido –el que más condenamos y el que más practicamos– como lo sugirió alguna vez Cochise, cuando dijo que en este país la gente no se muere de cáncer sino de envidia.
La importancia social de la envidia –en las conversaciones de oficina, en las telenovelas que más se ven, en las relaciones de vecindad, en los colegios, en la política, en el deporte, etc.– tiene mucho que ver, creo yo, con el tipo de sociedad que tenemos en Colombia. Una sociedad en donde la gente confía más en los padrinos que en los jueces y más en las recomendaciones que en el derecho.
La nuestra es una sociedad regida por el intercambio de favores. El clientelismo político –esa amistad entre desiguales, como dijo alguna vez Pitt-Rivers– es sólo la expresión más visible de un fenómeno social generalizado de intercambios, en donde los subordinados entregan su lealtad a cambio de todo tipo de prebendas: desde una propina, hasta una embajada, pasando por notarías, exenciones de impuestos, subsidios y toda clase de puestos públicos.
Cuando el ascenso social depende más de palancas y de contactos personales que de reglas fijas y establecidas, el triunfo de quien consigue poder o dinero es visto como el resultado de la suerte o de habilidades sórdidas, pero no de méritos. Cuando pasa eso –y pasa todo el tiempo– la envidia envenena las relaciones sociales.
La sociedad jerarquizada y clientelista que tenemos produce un tipo de sentimiento, aparentemente contrario a la envidia, que es el desprecio por los llamados “sapos”. El sapo, antes que un delator, es visto entre nosotros como alguien que colabora con el poder y, justamente por eso, como alguien que se mete en lo que no le importa. El desprecio por los sapos hace parte de una cultura de los subordinados que percibe el poder como algo que se origina en las palancas, en los favores o en la suerte y, por lo tanto, no merece ayuda ninguna. Al ser visto como alguien que se pasa del lado de los poderosos, el sapo es descalificado como un vil traidor a la causa de los que están abajo.
Lo curioso es que en Colombia hemos terminado confundiendo no sólo al sapo con el “lambón” (el cepillero), sino al sapo con el “pilo” (el juicioso) y por eso, el aborrecimiento por los sapos ha terminado convirtiéndose en un tipo de sentimiento envidioso. Quien consigue el favor de los poderosos –poco importa si se lo merece o no– despierta odio y celos a la vez.
La percepción que una sociedad tiene de los pecados capitales dice mucho de ella. No es lo mismo vivir en un país en el que se reprueba la lujuria, que en otro en el que se censura la gula o la pereza. La diferencia es tanta como vivir en Irán o en Dinamarca.
El hecho de que la envidia sea tan extendida entre nosotros, muestra que en Colombia tenemos mucho de ese sentimiento mezquino del que hablan los pecados capitales y muy poco de esa ciudadanía que se funda en las relaciones de igualdad ante la ley.