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La finca
Por: Mauricio García Villegas | Diciembre 25, 2006
Cuando era niño, en Medellín, siempre pasé la Navidad en una finca. Montar a caballo, lidiar con el ganado y caminar por cañadas y potreros era para mí el mejor de los aguinaldos. Nada más ajeno a mi visión de la Navidad que los renos y esa nieve de icopor que ponen en los centros comerciales de nuestras ciudades tropicales.
Todavía hoy hago lo posible por pasar la Navidad en una finca; pero ya no disfruto como antes. La cruda realidad del campo colombiano me ha ido arrebatando esa fantasía del señorito citadino que llega a su tierra privada para que lo atiendan. Cuando comprobé que los mayordomos eran más vasallos que trabajadores y las haciendas, más feudos que empresas agrícolas, perdí el encanto.
En mi generación, muchos adquirimos ese sentimiento de deuda -para no hablar de culpa- frente al campesino sin tierra. Por eso creíamos en la necesidad de la reforma agraria. Pero esa ilusión también la perdimos. Yo era apenas un muchacho cuando la reforma murió en los escritorios empapelados de los funcionarios del Incora.
Pero no fueron ellos, sino los políticos finqueros que nos representan en el Congreso, en las asambleas y en los concejos municipales, los responsables de semejante fracaso. La clase política ha tenido el poder, no solo para bloquear todo intento de modernización de la propiedad agraria, sino para hacer olvidar -para des-terrar- el tema de la reforma agraria de la agenda política nacional.
El fenómeno del latifundio es, sin duda, una de nuestras vergüenzas nacionales. Peor aún, es un problema que no está en vía de solución, sino de empeoramiento. El campo colombiano no avanza hacia la instauración del capitalismo, sino hacia la profundización de una especie de feudalismo.
Pero no hay que ir hasta el latifundio para avergonzarse. Basta con mirar el carácter prácticamente ilimitado que tiene el derecho de propiedad sobre la tierra en Colombia. Ni siquiera los impuestos afectan dicho derecho.
El impuesto predial es uno de los tributos más viejos, equitativos y necesarios que existen. Sin embargo, como lo muestra Salomón Kalmanovitz, los grandes propietarios rurales prácticamente no lo pagan.
Pero no solo los latifundios deberían pagar impuestos elevados. También las fincas de recreo -en lugar de subir el IVA-, que son bienes suntuarios por excelencia y que en la actualidad pagan sumas irrisorias.
El privilegio de no pagar impuestos les cuesta mucho al Estado y a la sociedad entera. Pero tiene un efecto aún más dañino: inculca en los beneficiarios toda una mentalidad política favorable al individualismo indómito y a la desvalorización de lo público. La condescendencia de muchos de nuestros ganaderos y hacendados con el paramilitarismo es una buena expresión de esa cultura, la cual, a su turno, no hace sino debilitar al Estado.
Hay que romper con ese círculo vicioso. El lado positivo del debate actual sobre la parapolítica está en la oportunidad histórica que tiene el presidente Uribe y su gobierno de someter a los “señores de la tierra” a la Constitución y a las leyes. Todos sabemos que el Presidente encarna bien esos valores tradicionales -yo diría anacrónicos- del finquero antioqueño. Pero también sabemos que Uribe tiene la investidura de presidente y que esa enorme dignidad le puede ayudar a diferenciarse de sí mismo.
Si el Gobierno aprovecha esta ocasión para institucionalizar el campo, será más fácil construir la ciudadanía y la democracia que tanto buscamos. También será más fácil tener fincas más productivas, más civilizadas y más justas. Y será entonces más fácil disfrutar de ellas.