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La “garantía social” de los derechos: hacia una cultura viva de respeto de los derechos humanos.
Por: Diego E. López Medina (Se retiró en 2020) | Julio 30, 2007
Hay afirmaciones que por su precisión llegan a convertirse en lugares comunes. Tal ocurre precisamente con la célebre frase del jurista alemán Claus Roxin cuando afirma (así, entre signos de exclamación) que “¡el derecho procesal penal es el sismógrafo de la constitución del Estado!” (Roxin 2000, 10). Esta afirmación expresa, con algo más de precisión, una idea que de todas formas ya había sido anunciada por Beccaria en relación a la proporcionalidad entre los delitos y las penas: “si hubiese una escala exacta y universal de las penas y de los delitos, tendríamos una probable y común medida de los grados de tiranía y de libertad, del fondo de humanidad o de malicia de las diversas naciones” (Beccaria 1990, 59). Según Beccaria, pues, los estados donde tal proporcionalidad exista serán estados libres y humanitarios; la desproporción, por el contrario, evidenciaría tiranía y malicia.
La lucha constitucional por las libertades ciudadanas en el Estado tiene un capítulo especial en la formación de instituciones y mecanismos de control y racionalización del poder punitivo. El poder político ilimitado busca naturalmente expandir su control sobre los mecanismos de represión penal para usarlos dentro de sus prioridades estratégicas. Tal es el núcleo de la utilización del poder punitivo por parte de los Estados europeos “absolutos” que se consolidaron entre los siglos XVI al XVIII.
Para entender adecuadamente los ideales del constitucionalismo dentro del proceso penal, es necesario contrastar tres paradigmas generales del Derecho Público que se han dado en la historia y la teoría política de Occidente. El primero de ellos lo denominaré “derecho público del orden”: se trata del conjunto de instituciones y mecanismos de concentración del poder político instaurados con el objetivo de suprimir el “desorden” y la “anarquía” y, por lo tanto, de asegurar a los individuos el disfrute de los derechos que se vieran amenazados por una dispersión excesiva del poder. El ejemplo histórico más claro de un “derecho público del orden” es, por supuesto, el de las monarquías absolutistas europeas. La “derrota” intelectual del absolutismo, sin embargo, no debería llevarnos a la conclusión errónea según la cual el “derecho público del orden” no existe en nuestros días como una realidad política palpable. Muy por el contrario: aunque el absolutismo es usualmente presentado como un conjunto de ideas definitivamente vencidas por la Ilustración y las revoluciones liberales, es fácil corroborar cómo las ideas básicas de un “derecho público del orden” renacen frecuentemente a lo ancho y largo del mundo y persuaden a muchos de su corrección y pertinencia. El “derecho público del orden” ha sido intentado de manera integral y por razones que alguna vez fueron consideradas plausibles, por ejemplo, en el alto absolutismo europeo, en los “estados de seguridad nacional” de América Latina y en los “estados totalitarios” (sin que la expresión fuera originalmente peyorativa) que se consolidaron en el período de entreguerras (Unión Soviética, Italia, Alemania). De otro lado, el derecho público del orden puede ser parcial (y no integralmente) establecido cuando un estado detecta brotes sectoriales o particulares de “desorden” y “anarquía” y por lo tanto responde de igual manera, sectorial o particularmente, a lo que entiende son las amenazas vitales a la paz y a la seguridad de sus súbditos mediante la reconcentración de competencias dispersas o el endurecimiento de medidas que usualmente eran paralizadas o impedidas mediante recurso al reconocimiento de un “derecho individual”. Así, por ejemplo, existen claros ejemplos de derecho público del orden en estados que no son integralmente dominados por el mismo, por ejemplo, cuando se responde a las amenazas causadas por la inmigración masiva de extranjeros por razones económicas, al aumento de la criminalidad urbana, a la desintegración de la unidad cultural nacional y, en el actual panorama política, como respuesta a actos de terrorismo. El derecho público del orden se presenta de manera muy clara en el trabajo de Hobbes, quien en su Leviatán buscó legitimar la concentración absoluta de poder en manos del estado como prerrequisito de la paz y el orden internos. En una de las páginas más citadas de su obra, Hobbes pretende demostrar cómo “la libertad del súbdito es consistente con el ilimitado poder del soberano” (Hobbes 1989, 176). Esta proposición, como notará el lector, choca frontalmente con un principio básico del constitucionalismo moderno y contemporáneo que busca, precisamente, limitar el poder de la soberanía e, incluso, desplazarla hacia nociones abstractas como “pueblo” o “nación” para impedir su ejercicio personalista y arbitrario. Para Hobbes la soberanía tiene alguno de los siguientes atributos relacionados con el poder de castigar:
“[…] como en virtud de [la institución del soberano mediante el contrato social], cada súbdito es autor de todas las acciones y juicios del soberano instituido, de ello se seguirá que nada de lo que éste haga podrá constituir injuria para ninguno de los súbditos. Tampoco deberá ser acusado de injusticia por ninguno de ellos […] Y como la finalidad de esta institución del Estado es la paz y defensa de todos, quienquiera que tenga derecho a procurar ese fin, lo tendrá también de procurar los medios. Pertenece al derecho de cualquier hombre o asamblea que tenga la soberanía el juzgar cuáles han de ser los medios de alcanzar la paz y de procurar la defensa, así como el tomar las medidas necesarias para que esa paz y esa defensa no sean perturbadas, y el hacer todo lo que crea pertinente para garantizar la paz y la seguridad, y tanto en lo referente a medidas preventivas que eviten la discordia entre los súbditos y la hostilidad que pueda venir del exterior, como para recuperar la paz y esa seguridad cuando se hayan perdido” (Hobbes 1989, 150).
En consecuencia de lo anterior, por tanto,
“[…] al soberano le corresponde el poder de premiar con riquezas u honor, y de castigar con penas corporales y pecuniarias, o con ignominia, a todo súbdito suyo, de acuerdo con la ley que ha sido prestablecida; y si no ha hecho ninguna ley, actuará como le parezca más conveniente para dar a los hombres un incentivo que los haga servir al Estado, o para disuadirlos de que dañen al mismo” (Hobbes 1989, 151).
La preservación de la paz y orden, por tanto, liberan al soberano de seguir un estricto principio de legalidad previo en el establecimiento de castigos a los súbditos. De igual forma, se niega en este derecho público del orden la noción según la cual el Estado puede cometer injuria o injusticia, incluso frente al condenado que resulte inocente:
“[…] ya se ha mostrado que nada de lo que el representante soberano pueda hacer a un súbdito, por las razones que sean, puede ser llamado injusticia o injuria. Pues cada súbdito es autor de todo aquello que el soberano hace. De tal modo, que no le falta derecho de hacer nada, excepto en la medida en que es súbdito de Dios, lo cual le obliga a observar las leyes de naturaleza. Puede, por tanto, ocurrir, y de hecho sucede a menudo en los Estados, que le dé muerte a un súbdito, por orden del poder soberano, sin que ello implique que el soberano está actuando injustamente con él […] Y lo mismo puede aplicarse al príncipe soberano que da muerte a un súbdito inocente” (Hobbes 1989, 176).
El derecho público del orden fue criticado y parcialmente reemplazado en la conciencia jurídica de Occidente por un modelo alternativo a finales del siglo XVIII: a este modelo se podría denominar el “derecho público de la democracia” y el tema penal fue uno de sus componentes centrales. En este modelo se rechaza uno de los elementos fundamentales del absolutismo, a saber, la concentración del poder como respuesta frente al caos, la guerra civil o la disolución del estado. La crítica fundamental aquí es que los costos del derecho público del orden terminaron sobrepasando con mucho sus beneficios. El poder absoluto termina concentrando excesivas prerrogativas con las cuales se causa daño sistemático y grave a los derechos civiles de los súbditos. La guerra civil que el soberano debía evitar es ahora causada por él mismo. El Leviatán que debía domesticar las tendencias violentas de sus súbditos (“homo lupus homini”) se convierte él mismo en el lobo que medra entre su propia grey. Mientras que para Hobbes el soberano ilimitado tan sólo crea unos cuantos “inconvenientes” incomparables con la anarquía del estado de naturaleza, la tradición liberal critica la prevalencia absoluta del orden sobre las libertades individuales. El poder punitivo debe ejercerse de manera mucho más controlada que lo que señala el derecho público del orden: el fin de mantener la paz no justifica cualquier actuación. Los medios, personas y procesos de interacción con los individuos deben ser controlados. El Estado sí es capaz de causar daño o injuria a los individuos y, por tanto, debe darse un marco valorativo y procedimental muy riguroso a su actuación represiva. Adicionalmente, en el nuevo modelo se ataca la idea sostenida en el derecho público del orden según la cual el gobernante centralizador del poder es un hombre excepcional frente a los demás que por lo tanto tiene un derecho permanente y auto-fundado a permanecer en el poder. Esta antropología del hombre medio y moderado por oposición al hombre extraordinario y desmedido es fundamental en la justificación del republicanismo frente a la monarquía. En el derecho público de la democracia, la idea según la cual los hombres son cualitativamente diferentes y por lo tanto ocupan estatus dispares es reemplazada por una antropología de la igualdad y de la empatía social según la cual los seres humanos son esencialmente libres e igualmente valiosos por su dignidad intrínseca. A finales del siglo XVIII nacen los “derechos del hombre” como fruto de un proceso donde aumenta de manera notable la capacidad de tener empatía y sensibilidad por el sufrimiento de otros, incluyendo la figura marcadamente desvalorizada del “criminal”. Adam Smith es prototípico de este cambio de evaluación de la dignidad de los otros cuando se pregunta en su “Teoría de los sentimientos morales” de 1759 cuál sea la causa que nos hace sentir simpatía por el sufrimiento de un criminal en el patíbulo. El afianzamiento de la simpatía y sensibilidad hacia los otros son, en gran parte, el acontecimiento que generó lo que Lynn Hunt ha denominado la “invención” de los derechos humanos:
“Incluso si el que sufre es un hermano, no podemos nunca tener directamente la experiencia que él tiene. Tan solo podemos identificarnos con su sufrimiento en virtud de nuestra imaginación, la cual nos permite colocarnos en su situación y soportar los mismos tormentos; es como si entráramos en su cuerpo y nos convirtiéramos en él mismo. Este proceso de identificación imaginativa –simpatía- permite al observador sentir lo que siente la víctima de la tortura. El observador es capaz de convertirse en un verdadero ser moral, sin embargo, cuando da el siguiente paso y entiende que el también es el sujeto de esta identificación imaginativa. Cuando él puede verse a sí mismo como el objeto de los sentimientos del otro, es capaz de desarrollar dentro de sí un espectador imparcial, que le servirá como compás moral” (Hunt 2007, 65-5).
Si la soberanía no es unipersonal y si su objetivo no es el mantenimiento de la paz y del orden a cualquier precio, los principios aceptados de derecho público cambian radicalmente. En esta nueva noción de la tarea del estado no existe legitimación natural y auto-fundante del poder político que no pase por la decisión de los ciudadanos. Para lograr esa legitimación es necesario acudir permanentemente a la Asamblea de hombres libres e iguales para que se pronuncien, no sólo sobre la identidad de sus gobernantes, sino también sobre el sentido y la sustancia de las decisiones políticas fundamentales. La Asamblea no puede delegar el poder político, sino que tan sólo elige “servidores públicos” (ya no “soberanos”) para que ejecuten su voluntad política. La terminología entonces se invierte: los antiguos “súbditos” sometidos al “soberano” ó al “gobernante” en el derecho público del orden son ahora “ciudadanos” que ejercen ellos mismos la soberanía dentro del colectivo político. El antiguo “soberano” queda reducido ahora a la categoría de “servidor público”, siendo su principal deber el cumplimiento estricto de la voluntad general formada en la Asamblea. Al fruto de la voluntad general así construida se le da el nombre de Ley y a ella se imputa primacía moral y política en un sentido fuerte.
El discurso liberal e ilustrado de los “derechos del hombre”, pues, se inicia fundamentalmente como una réplica enérgica al poder punitivo del Estado absoluto que sacrifica a los individuos en el altar de la seguridad pública. Las jóvenes repúblicas de América Latina, mientras tanto, nacen a la vida política independiente dentro de este contexto intelectual de finales del siglo XVIII y comienzos del XIX: la crítica a los excesos del poder punitivo metropolitano se encuentra ya claramente dentro de los agravios frecuentemente elevados por los revolucionarios criollos contra el poder político de España. La violación de los derechos individuales en materia penal es uno de los temas en los que empieza a revelarse y justificar la cada vez más creciente ruptura política entre España y sus colonias de ultramar.
El constitucionalismo liberal recela de la potestad punitiva ilimitada y preferiría, por mucho, el ejercicio de la misma por fuera de las urgencias y necesidades estratégicas del poder político: como garantía de ello, por ejemplo, las constituciones liberales buscan hasta el día de hoy enmarcar el ejercicio del poder punitivo, primero, dentro de los principio de legalidad, igualdad y no discriminación; y, segundo, mediante funcionarios independientes e imparciales que no deben responder, en principio, a dictados o prioridades del poder político que no se expresen a través de leyes y políticas públicas validadas en la discusión democrática y transparente.
La calidad del sistema constitucional de los estados es calificado, en su conjunto, como “autoritario” o “democrático” en función de las formas en las que se despliega su poder punitivo. Podría decirse que los estados sólo tienen una Constitución (como límite del poder y garantía de los derechos) cuando el sistema procesal penal ha desarrollado discursos y prácticas legítimas, rutinarias y creíbles de control y racionalización del propio poder estatal. Esta afirmación proviene, de hecho, del artículo 16 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 cuando sostenía que “[t]oda sociedad que no asegura la garantía de los derechos, ni determina la separación de los poderes, no tiene Constitución” (Fioravanti 1996, 141).
De otro lado, la vigencia real de las garantías penales no sólo depende de la existencia de normas jurídicas que configuren adecuadamente tales controles sobre el papel, sino también (y quizá de manera más importante) en la existencia y eficacia de mecanismos de aplicación de tales normas. Gran parte del movimiento contemporáneo de Derechos Humanos busca aumentar los niveles de “eficacia” de las garantías penales, ya que ha aprendido, con el paso del tiempo, que muchos estados pueden tener derecho formal vigente que aparenta instaurar el estado de derecho, pero las realidades divergen de ello notoriamente. Cuando ello ocurre así puede hablarse de “dictaduras perfectas”, ya que en ellas la apariencia normativa provee argumentos para negar los altos niveles de ineficacia del derecho. Es evidente que nada impide que existan estados autoritarios donde rigen de manera puramente formal Códigos de Procedimiento Penal liberales y garantistas. La norma jurídica, por su existencia meramente ideal, no constituye una garantía completa en sí misma. Como afirma Roxin, “[…] la estructuración del proceso penal depende en menor medida de las normas constitucionales escritas que de la Constitución real” (Roxin 2000, 12). Es por esta razón que las normas constitucionales o legislativas no aseguran, por sí solas, la vigencia de un régimen de garantías: se requiere, por tanto, de una cultura de los derechos viva y actuante en la ciudadanía en general y en los operadores del sistema jurídico en particular. De igual forma se requiere un acompañamiento judicial del funcionamiento del sistema normativo para ir detectando errores de diseño, disfunciones y consecuencias no previstas con el propósito de ajustar de manera constante y evolutiva las normas legisladas a los principios constitucionales. Se habla así de una “constitución viviente” y evolutiva que permite el control permanente de la actividad punitiva. Esta es, precisamente, una de las funciones de la jurisprudencia constitucional, ordinaria y de derechos humanos así como de los organismos de control que ejercen su competencia dentro del proceso penal.
La garantía de los derechos, por tanto, depende del establecimiento de mecanismos y prácticas institucionales que dificulten de manera rutinaria y creíble la utilización autoritaria o anti-constitucional de los poderes punitivos del Estado. Mientras que para Hobbes la libertad era conceptualmente compatible con el miedo, el estado de derecho busca racionalizar su actuación represiva para despojarla de sus características más atemorizadoras y angustiantes: la libertad, por tanto, no es compatible con el miedo generado por la arbitrariedad estatal. Así las cosas, la ley le da al estado poderes punitivos, pero busca, desde la perspectiva de otros intereses sociales, balancear su ejercicio mediante el establecimiento de contra-poderes que limiten su ejercicio monocrático. Es importante notar que desde el punto de vista de quien ejerce el poder, los controles y garantías se sienten naturalmente como inconvenientes, obstáculos o molestias. Tales controles son mecanismos de crítica que, como tales, pueden generar fricción social y política. Del otro lado, sin embargo, las garantías no son siempre jurídicas o formales. Desde el siglo XVIII los juristas ilustrados hablaban de la existencia de una “garantía social”, incluso incorporada en la Declaración de Derechos de la Constitución francesa de 1793: “[l]a garantía social consiste en la acción de todos para asegurar a cada uno el goce y la conservación de sus derechos; esta garantía descansa en la soberanía nacional”. Resulta interesante recuperar la noción de “garantía social” porque recuerda que no puede haber defensa vigorosa de los Derechos Humanos donde no existe una cultura arraigada de los Derechos Humanos. Aunque esta noción de “garantía social” no es fácil de precisar, parece sugerir la existencia de un entorno general de libertades públicas donde todos los ciudadanos podían discutir y contestar el poder estatal mediante mecanismos legales para impedir la negación de los derechos individuales y, al mismo tiempo, reconocen ese clima generalizado como un derecho colectivo e individual al mismo tiempo. Los derechos individuales del procesado constituyen el ejemplo más señero de la “garantía individual”. Las libertades de opinión, expresión, prensa y voto, en cambio, constituyen mecanismos concretos de la “garantía social”, del esfuerzo de todos de tener un estado político en “paz” y en “libertad”. En teoría política contemporánea la “garantía social” se expresa en las actividades de la “sociedad civil”, de la “opinión pública” o de la “prensa” y de su acompañamiento, control y vigilancia de la implementación y ejecución de las normas y políticas criminales.
Bibliografía:
Beccaria, Cesare. De los delitos y de las penas. Bogotá: Editorial Temis, 1990.
Hobbes, Thomas. Leviatán . Madrid: Editorial Alianza, 1989.
Hunt, Lynn. Inventing Human Rights. Nueva York: Norton & Co., 2007.
Roxin, Claus. Derecho procesal penal. Buenos Aires: Editores del puerto, 2000.