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La Guerra A Las Drogas: ¿Una Represion Adictiva?

El artículo, a través de un análisis de la evolución de la política antidroga en 1989, desarrolla la metáfora del carácter adictivo de la «guerra a las drogas». La tesis central es que, al igual que el adicto que siente la compulsión de cada vez consumir más ciertas sustancias, que cada vez le producen menos efectos placenteros, la estrategia antidrogas recurre a represiones cada vez más intensas, pero con muy pocos efectos sobre la oferta de drogas. Pero en cambio esa represión provoca efectos perversos muy graves, como el incremento de la violencia y la corrupción, asociados a las mafias del narcotráfico, o el desarrollo de un derecho penal invasivo y autoritario. El artículo termina con un llamado a una suerte de «desintoxicación» de la política antidrogas, que logre una política criminal razonable frente a las drogas.

Por: Rodrigo Uprimny YepesMayo 13, 2007

«Yo fui adicto durante quince años… La adicción produce una fórmula básica: el álgebra de la necesidad. El adicto es un hombre con una necesidad absoluta. El adicto necesita más y más. A partir de cierta frecuen¬cia, la necesidad no conoce límites ni control alguno. Estás dispuesto a mentir, engañar, denunciar a tus amigos, robar, hacer lo que sea para satisfacer esa necesi¬dad total.»
(William Burroughs. Testimonio de su adicción en El almuerzo desnudo. Barcelona: Bruguera, 1981)

Tal vez lo único más adictivo que el uso mismo de ciertas drogas sea la represión de su consumo, su producción y su comer¬ciali¬zación. La drogadicción genera en el dependiente una necesi¬dad cada vez mayor de consumir unas drogas que le producen cada vez menores efectos; finalmente, el adicto simplemente consume para evitar el síndrome de absti¬nencia. La represión de las drogas prosigue un camino similar: es cada vez mayor la nece¬sidad que experimentan los poderes públicos de reprimir ciertas conduc¬tas, en principio para controlar un consumo en expansión; son cada vez menores los efectos de esa represión en disminuir la oferta y el consumo de drogas ilícitas. Y así, al igual que el drogadicto que frente a la dismi¬nución de los efectos de la sustancia decide aumentar automáticamente la perio¬dicidad y la dosis del consumo, los poderes públicos, al ver el escaso efecto de una represión creciente, deciden aumen¬tar la dosis y la periodicidad de la misma. La represión deviene entonces adictiva. Ilustrar un poco esa metáfora es el objeto del pre-sente artículo.

Más y más represión: el ejemplo de 1989

Según el Zar de las drogas de los Estados Unidos, William Bennett, 1989 fue un año exitoso en la guerra contra las drogas: «Los arrestos en relación con el narcotráfico -señaló Bennett- han aumentado, las incautaciones de drogas se incrementaron, las confiscaciones de bienes de narcotraficantes y comerciantes de narcóticos han crecido.» (La Prensa, Feb 7 de 1990, p 2) Sus afirmaciones aparecen respaldadas por cifras oficiales: Según las estadísticas de la DEA, en 1989 se confiscaron bienes de presun¬tos narcotraficantes por valor de mil millones de dólares, la cocaína confiscada totalizó 81.7 toneladas, tres veces la cifra de 1986 y 43 % más que el año pasado. Igualmente, 1989 fue también un año record en materia de arrestos: la DEA consigna 25.618 arrestos por droga, de los cuales 15.097 por tráfico de cocaína. «Hay claros indicios -concluye entonces Bennett- de que estamos comenzando a ganar».

Estos éxitos parecen deberse al empleo de cada vez mayores recursos económicos para llevar a cabo esta «guerra», acompañado de medidas represivas y militares cada vez más severas. El presu-puesto federal estadounidense para combatir el narcotráfico ha pasado de menos de 1.200 millones en 1981 a aproximadamente 2.300 millones en 1986 y a 7.860 millones para el año fiscal 1990. Para 1991 se prevé un presupuesto federal de más de 10.000 millones de dólares . La ayuda militar americana a los llamados países productores ha aumentado considerablemente. Para 1990 se desti¬naron fondos especiales de 261 millones de dólares para Colombia, Perú y Bolivia, suma que superará los 2.000 millones de dólares en los próximos cinco años . Las nuevas medidas, tomadas en el marco de la llamada «guerra a las drogas», incluyen en ciertos casos la pena de muerte, así como la posibilidad de utilizar las Fuerzas Militares americanas en actividades de represión antinar¬cótica. Con ello, el gobierno americano ha modificado una larga tradición -codificada en la «Posse Comitatus Act»- que impedía la utiliza¬ción de los militares en asuntos de policía, como la represión del narcotráfico. Esa prohibición se mantiene en el plano interno pero no impide que las fuerzas militares arresten sospechosos de tráfico de drogas por fuera de las fronteras estadounidenses. Esta intepretación no sólo es bastante contra¬dictoria -puesto que permite a las FF.MM hacer en el extranjero lo que no están autorizadas a hacer internamente- sino que además evidencian la manera como la «guerra» al narcotráfico puede afectar considera-blemente el prinicipio de no intervención y la soberanía nacional de los llamados países productores. La inva¬sión de Panamá es suficientemente ilustrativa al respecto: el 20 de diciembre de 1989, el gobierno del Presidente Bush mobilizó a más de treinta mil marines y realizó violentos bombardeos que destru¬yeron gran parte de ciudad de Panamá, en una operación de «justa causa», la cual incluía como objetivo central la captura y posterior enjuicia¬miento del presunto narcotrafi-cante Manuel Antonio Nor¬iega .

Unos efectos mínimos.

Sin embargo, los resultados de la represión en términos de disminución del consumo o de la oferta de droga han sido mí¬nimos. Así, el precio al por mayor en Miami de un kilo de cocaína se situaba en el mes de febrero de 1990 entre 17.000 y 23.000 dólares, no muy superior al precio de hace unos dos años -entre 11.000 y 19.000- cuando un exceso de suministro hizo caer la cotización de la cocaína a su nivel más bajo. Aun más signi¬ficativo es el caso de los Angeles, en donde el 29 de septiem¬bre de 1989 se confiscaron 21 toneladas de cocaína en un depó¬sito, un record en materia de captura de drogas; a pesar de eso el precio no varió sustancialmente: se mantuvo entre 13.000 y 16.000 dólares el kilo al por mayor, contra 12.000 y 15.000 un año antes.

Esa estabilidad de los precios al por mayor en los Estados Unidos, a pesar de los «éxitos» señalados por Bennett, muestra los efectos poco sensibles de la «guerra a las drogas» en dis¬minuir la disponibilidad de las sustancias ilegales. Es más: según el mismo departamento de estado, todo indica que «hubo una aumento significativo de la oferta total de cocaína disponible en 1989» . Según sus estimaciones, en 1989, el año de mayores éxitos en la lucha contra la cocaína, la producción total fue de 776 toneladas métricas, mientras que en 1988 fue de menos de 400 toneladas y a inicios de la década era de menos de 50 toneladas. Así, desde inicios de la década, la pureza promedio de la cocaína vendida se elevó en más del doble mientras que el precio ha disminuido en forma constante, lo cual muestra una mayor disponi¬bilidad de la sustancia. Lo mismo ha sucedido con la heroína: la pureza aumentó del 4 al 6 % entre 1980 y 1986, y se introdujo una nueva forma, la llamada «black tar» cuya pureza supera el 60 %. La marihuana muestra tendencias similares .

Esto significa que la guerra al narcotráfico declarada por el gobierno Bush y por el gobierno colombiano, a pesar de su intensidad y de los costos económicos, sociales y humanos que implica, no ha logrado afectar en forma mínima la disponibilidad de drogas en las ciudades de los países desarrollados.

Este escaso impacto de la represión policial y militar pone en entredicho una de las bases esenciales de la estrategia del gobierno estadounidense contra el consumo de drogas: reducir la oferta de drogas ilícitas a fin de aumentar su precio y dificul¬tar el acceso de las mismas por parte de la población . Frente a este tropiezo, los adictos a la represión solicitan entonces medidas cada vez más fuertes. Pero, pensemos, ¿puede esta estra¬tegia en verdad funcionar? Y, en caso de funcionar: ¿Cuáles serían sus efectos?

La cadena de los precios.

Según el analista Peter Reuter, estos fracasos de la políti¬ca de represión «no son el resultado de incompetencia o de recursos inadecuados; ellos son inherentes a la estructura misma del problema» . Ello se debe simplemente a que por la naturaleza misma de la economía de la droga, el aumento de los precios se hace al final de la cadena. Ello significa que las drogas, cuando entran a los Estados Unidos o a Europa, son relativamente baratas y su precio aumenta enormemente al ser vendidas al consumidor. Así, según los datos de la DEA, el precio del kilo de cocaína al por mayor en los Estados Unidos en 1987 era de 15.000 U$, mien¬tras que el precio de ese mismo kilo, una vez mezclado y reducido a gramos, se podría elevar a unos 250.000 dólares. Ello significa que aun cuando hubiera confiscaciones masivas de droga, su efecto sobre los precios finales seguiría siendo mínimo.

Las victorias pírricas: la paradoja de los precios y el llamado «efecto balón»

Sin embargo, es de todas maneras posible que una represión acentuada, con la utilización de recursos financieros, policiales y militares cada vez mayores, con la expedición de normas cada vez mas restrictivas de las libertades fundamentales, pueda eventualmente destruir numerosas redes y llevar a cabo reten¬ciones masivas de drogas ilegales, provocando con ello un aumento del riesgo de la actividad, una disminución de la oferta y un aumento del precio al consumidor final. Los informes de las autori¬dades estadounidenses de las últimas semanas de junio de 1990 indican que eso puede estar ocurriendo actualmente: en los últimos meses, el precio de la cocaína al por mayor en Nueva York y Los Angeles ha aumentado en 40 % y la pureza de la droga al consumidor final ha bajado de un 93 % -que era el porcentaje común en los años recientes- a un 50 o 50 % (Semana, junio 26 1990).

Aun cuando las mismas autoridades estadounidenses no conclu¬yen que haya habido obligatoriamente una disminución de la disponibilidad de cocaína , se trata aparentemente de una gran victoria en ese terreno. Pero, la historia de la represión de las drogas muestra que se trata de victorias pírricas, siempre y cuando la demanda por las sustancias decla¬radas ilegales se mantenga. Muy rápida¬mente, el aumento de los precios dinamiza la producción de drogas en otros lugares; el éxito de la represión sobre ciertos narco¬traficantes -cuando ello ocurre- simplemente favorece la creación de nuevas redes y la constitución de otras organizaciones dedicadas al violento contrabando de drogas.

Este fenómeno se debe, de un lado, a que la disminución de la demanda es un proceso largo, como lo han mostrado las campañas con respecto al alcohol y el cigarrillo, o cuya dinámica no depende directa¬mente de la actividad represiva. Y, de otro lado, debido a que las posibilidades de producir y comercializar las drogas ilícitas son prácticamente ilimitadas. Así, la represión de la marihuana en México, con la utilización de herbicidas, a finales de los años sesenta, tuvo como efecto esencial desplazar la producción a Colombia que se convirtió entonces en la princi¬pal productora y exportadora de esa droga. Allí adquirieron el «know how», algunos empresarios y contraban-distas de drogas que posteriormente constituirían los carteles colom¬bianos de la cocaína; por paradójico que suene, estos carteles son entonces verda¬deros hijos de la «guerra a las drogas». Igual¬mente, el efecto de la represión a la marihuana en Colombia permitió el desarrollo de los cultivos al interior de los Estados Unidos, haciendo de la marihuana una de las tres principales producciones agrícolas de ese país.

Actual¬mente, la llamada «guerra al narcotráfico» del gobier¬no colom¬biano simple¬mente parece haber ocasionado una diversifi¬ca¬ción de la produc¬ción de los carteles colombianos (los cuales parecen haberse involucrado crecien¬temente en el tráfico de heroína, en alianza con organizaciones italianas), un aumento del control del mercado por el Cartel de Cali, menos afectado por la ofensiva del gobierno colombiano, y la creación de nuevas rutas comerciales y de nuevos centros de producción. Es el llamado efecto balón («balloom effect»): la represión en un lugar simple¬mente estimula la producción en otro. Se dice entonces que los trafi¬cantes colom¬bianos han repartido sus redes en países veci¬nos, en especial, en Brasil. En este país, sólo en 1989 se identi¬ficaron cinco nuevas rutas, según un documento reservado de la Policía Federal Brasi¬leña, que señala que Brasil se ha conver¬tido en «el más confiable y fuerte vínculo para los envíos de la droga en Europa» (Semana, mayo 15 1990, p 54). La corrup¬ción ligada al narco¬tráfico ya empieza a extenderse. Así, el jefe de la Policía Federal brasileña, en el estado de Mato Grosso Do sul, ha sido acusado de estar vinculado con los carteles colom¬bianos (La Prensa, mayo 25 de 1990). Igualmente, las dificultades de los carteles colom¬bianos han permitido que narcotraficantes bolivia¬nos empiecen a involucrarse directamente en la comercia¬lización de la cocaína, copando redes provisio¬nalmente abando¬nadas por los empresarios colombianos. Es posible entonces que el efecto funda¬mental de la actual represión sea el de trasladar a los países vecinos a Colombia gran parte de los beneficios -rentas en narcodólares- y de los perjuicios -la violencia y la corrupción- ligados al narco¬tráfico, sin que se haya avanzado en enfrentar el problema de la extensión del consumo de ciertas sustancias declaradas ilegales.

Una represión adictiva y una sociedad policiaca.

A pesar de los fracasos y, sobre todo, de los efectos contra¬producentes de las actuales estrategias contra las drogas, los gobiernos y los funcionarios oficiales no sólo insisten en mantenerlas, sino que solicitan mayores recursos y medidas cada vez más severas, con crecientes restricciones a las libertades fundamentales. No se preguntan si la represión es necesaria y adecuada sino que simplemente buscan aumentar su periodicidad e intensidad. Así, gracias a estos adictos a la represión, progre¬sivamente se ha abandonado la posibilidad, defendida por algunos expertos, de desarrollar lo que se podría denominar una política criminal de derecho penal mínimo, la cual se basaría en la distinción entre las mafias y los usuarios de la droga, reser¬vando la aplicación del derecho penal a las organi¬zaciones criminales dedicadas al tráfico de drogas, mientras que éste no intervendría direc¬tamente en los problemas sociales de salud pública. Se ha pasado por el contrario a una concepción de «derecho penal máximo», en la cual se busca aumentar el poder intimidatorio de las normas legales sobre producción, tráfico y consumo -a través de una escalada represiva creciente-, conso¬lidando así un derecho de las drogas de excep¬ción, el cual opera con crecientes restricciones a las garantías ciudadanas; seesta¬blece por esa vía un modelo medico-jurídico de control social. Finalmente, aún esa estrategia jurídica de derecho penal máximo es considerada isufuciente, y es sustituida por un modelo bélico de seguridad nacional, en el cual el narcotráfico y las drogas devienen asunto de Estado: la «guerra a las drogas» y la «guerra al narcotráfico» son declaradas.

Así, en nombre de esta llamada «guerra a las drogas», se van dise¬ñando nuevos mecanismos carcelarios y se van multipli¬cando las redes de control para disciplinar sectores crecientes de la población. En los Estados Unidos, la lucha contra las drogas ha minado las libertades civiles, posibilitando tests obligatorios para detectar consumidores, aumentando las facultades policiales de detención y registro, y creando un ambiente generalizado de autoritarismo. En Colombia, gran parte de la legislación de estado de sitio de los últimos años, altamente restrictiva de los derechos fundamen¬tales, se ha hecho en nombre de la represión del narcotráfico. En el plano internacional, la represión adictiva asume formas militares y de intervención: los Estados Unidos, que han hecho de las drogas un asunto de seguridad nacional, devienen entonces la Policía antinarcóticos en el plano internacional, con capa¬cidad autónoma de captura de presuntos narcotraficantes en otros países, aun sin el consen¬timiento del respectivo gobierno, conforme a las declaraciones del Ministro de Defensa de los Estados Unidos, Richard Cheney (La Prensa, diciembre 15 de 1989) y de acuerdo a una decisión de la Corte Suprema que autoriza a las fuerzas de seguridad estado-unidenses a allanar en el extran¬jero sin orden judicial, ya que las garantías constitucionales no se aplican para operaciones en el extranjero (La Prensa, marzo 1 de 1990).

La «guerra a las drogas» parece así recoger las legítimas inquie¬tudes de los hogares de naciones como los Estados Unidos; en efecto, la extensión del consumo de ciertas sustancias sico¬tró¬picas es vista por la población como el problema número uno de la sociedad estadounidense . Sin embargo, esa pretendida guerra lo único que hace es instrumentalizar esas inquietudes legítimas en función de crear clientelas electorales dentro del Congreso americano, fortalecer mecanismos policiales de control de la población y legitimar nuevas formas de intervención esta¬douni¬dense en diferentes países, y en especial en América Latina. La «guerra a las drogas» y esta adicción a la represión encarnan así la ideología tácita de sectores de derecha que desde mediados de los setenta han adquirido gran influencia insti¬tucional en los Estados Unidos. Según el gran linguista Noam Chomsky, el belicis¬mo en torno a las drogas, se ha convertido en un instrumento para «violar las libertades civiles y justificar las agresiones» (La Prensa, marzo 2 de 1990, p 2).

Esta «guerra a las drogas» condensa las con¬tradic¬ciones y los peligros de la estra¬tegia norteamericana, pues coloca en un mismo paquete fenómenos radical¬mente diferen¬tes, ya que incluye el elemento militar (la noción de guerra y la utilización masiva de las Fuerzas Milita¬res) en acciones que por su naturaleza son poli¬civas y/o judi¬ciales (la represión de una conducta ilícita) a fin de solucionar un problema que en esencia no es delictivo sino social, a saber la creciente extensión del consumo de sustan¬cias sicotrópicas consideradas tóxicas. El gran problema de la masiva utilización de este discurso por los medios de informa¬ción, es que una vez ha devenido dominante a nivel de la opinión pública, esas inconsis¬ten¬cias desaparecen y la imagen de la «guerra a las drogas» se consolida más allá de toda sospecha, resultando cada vez más difícil separar los diversos elementos y discutir la pertinencia de mantenerlos atados. Quien cuestiona esta «guerra» es entonces visto ya como un aliado objetivo de los empresarios de las drogas, ya como alguien indiferente al drama de los toxicómanos. A su vez, el adicto es representado como el elemento dinamizador de la actividad de las organizaciones criminales . La «guerra a las drogas» adquiere entonces el sabor de una cruzada por la salvación de la humanidad, frente a la cual no pueden existir críticos sino tan sólo herejes y traidores.

Una desintoxicación necesaria: adios a la «guerra a las drogas»

Frente a esta represión adictiva, que ha llegado al paro¬xismo con el plan Bush de «guerra a las drogas», es necesario replantear totalmente el discurso en torno al narcotráfico, modificar el lenguaje, desmilitarizar el tema y buscar nuevas alternativas . Las palabras no son inocentes; los contextos discursivos y la utilización de ciertos énfasis tienen conse¬cuencias trascenden¬tales en la vida práctica de los hombres, no sólo por cuanto expresan motivaciones no siempre explícitas de las acciones tomadas o por tomar, sino tambien porque determinan el horizonte mismo de las «solu¬ciones válidas». Los discursos funcionan como un principio de articulación de prácticas sociales diversas, como un mecanismo de homogeneización de elementos disímiles. En mucha medida somos lo que decimos, puesto que los discursos determinan muchos comportamientos.

El lenguaje, solía decir el filósofo Wittgenstein, es una forma de vida. Por eso nos parece esencial, como primera forma de escapar a esa intoxicación represiva, abandonar la idea de «guerra a las drogas», desmontar el discurso bélico y comenzar a distin¬guir los posibles diversos aspectos y niveles que componen el problema.

Muy esquemáticamente, y sin que la enumeración pretenda ser taxativa, creemos que es posible diferenciar al menos cinco fenómenos diversos que integran lo que muy genéricamente podría¬mos denomi¬nar el «problema» de las drogas. Nos parece que si bien estos fenómenos se relacio¬nan estrechamente, es necesario diferen¬ciarlos si queremos avanzar en el debate. De un lado, tenemos el problema primario a nivel social -todos las dificul¬tades indivi¬duales, de salud, familiares, laborales, etc, ligadas al consumo creciente de sustancias sicotrópicas- fenómeno complejo pero aún insuficientemente estudiado. En segundo término, el problema de aplicación de la ley penal debido a la declara¬toria de ilegalidad de la producción, comercialización y consumo de ciertas drogas. Se trata pues de reprimir a unos empresarios contraban¬distas de drogas, capaces de desarrollar actividades muy violen¬tas y corromper importantes esferas debido a los recursos que movi¬lizan. En tercer término, encontramos los aspectos socio-polí¬ticos, ya que la consolidación de la economía de la droga genera problemáticas que trascienden ampliamente los límites de la ley penal; igualmente, es necesario estudiar el contexto socio¬económico en el cual se expanden los cultivos ilíctos, puesto que parece clara la relación, en países como Bolivia, entre la crisis minera debido a la caída de los precios interna¬cionales del estaño y la expansión de la producción de hoja de coca en la región del Chapare. En cuarto término, está el problema de la violencia asociada al narco¬tráfico, en especial cuando ella supera los límites de la «competencia armada» entre diversos contrabandistas de drogas y se liga a atentados terro¬ristas y activi¬dades de contrainsur¬gencia, como ha sucedido con el llamado narcoterrorismo y narcoparamili¬tarismo en nuestro país. Finalmente, está el problema interna¬cional puesto que el narco¬tráfico pone en relación países pobres productores de drogas ilegales con países ricos consumidores de las mismas, proveedores de insumos químicos y de armas, y poseedores de las redes financieras a través de las cuales los narcodólares adquieren respetabilidad.

Una vez que se ha distinguido estos niveles, creo que es posible avanzar bastante en la discusión. Así, se verá que la prohibi¬ción penal no es más que un mecanismo ideado para contro¬lar la extensión del consumo de ciertas sustancias con¬sideradas tóxicas. Se trata entonces de una intervención del derecho penal a fin de solucionar un problema social complejo (salud, desinte-gración familiar, etc), y por ende, cabe siempre preguntarse si tal interven¬ción es legítima y eficaz o si, por el contrario, sus costos en términos de criminalidad asociada, restricciones a las libertades indivi¬duales, sobrecarga del aparato judicial y carcelario, violencia y desvío de recursos económicos, superan ampliamente sus eventuales beneficios. También, gracias a los análisis de la criminología crítica, es posible interrogarse si detrás de la prohibición no juegan elementos discriminadores de otra índole. En efecto, un breve análisis muestra que el trata¬miento punitivo de diferentes drogas no tiene una relación estricta con su peligro¬sidad. Así, drogas supremamente tóxicas no son penali¬zadas o lo son muy levemente, mientras que drogas menos tóxicas reciben fuertes sanciones, tanto a nivel del uso como en lo que respecta a su producción y comercialización. Un ejemplo ilustra¬tivo es el caso del opio en donde, como lo muestra Sebastián Scherer, hubo una criminali¬zación diferencial, puesto que en 1909, en EE UU se prohíbe fumar opio pero no se crimina¬liza el consumo de otras formas de opiáceos como la morfina y la heroína que [arecen ser mucho más dañinos en térmimos de salud. Concluye entonces Sherer: «El tipo menos peligroso de consumo en términos de salud, es decir, fumarlo, fue rápidamente sujeto a criminali¬zación, mientras que el más peligroso (inyectarse heroína) fue el último en ser definido públicamente como problema social «. Esta criminaliza¬ción diferencial respondería a motivaciones puramente sociales: «Había que desplazar a la mano de obra china -únicos fumadores en esa época- cuando se volvió amenazante competencia en el mercado de trabajo. Así observamos como para su criminali¬zación predo¬minó el interés económico sobre el médico»

Es posible igualmente distinguir y dar un tratamiento diverso al problema de la violencia narcotraficante y al fenómeno más general del contra¬bando de drogas. Distinciones de esa naturaleza permitirían asumir con menor histerismo bélico y fundamentalismo moralista -que no preocupación ética- el debate en torno a las drogas. La falta de ese debate social y la escalada represiva de los adictos al control social han llevado a que un problema social complejo e innegable se haya transformado inicial¬mente en un asunto criminal, el cual, debido a sus ramificaciones ha adqui¬rido dimensiones sociopolíticas al imponerse el modelo represivo de seguridad nacional, ha generado niveles de violencia extremadamente elevados, y ha terminado por «narco¬tizar» una parte considerable de las relaciones interna¬cionales de países como Colombia. Ese desmonte del discurso dominante tal vez contribuya así a que nos alejemos de esta represión adictiva y, sobre todo, de la «guerra a las drogas» que, como bien lo dice Thomas Szasz, es uno de los capítulos más recientes de la historia de la estupidez humana . Sin embargo, lo trágico es que es posible que, mediante el mecanismo de la profecía que se auto¬cumple, esta cruzada guerrera se convierta en algo cada vez más real en países como el nuestro. Y así, mientras nos acercamos al siglo XXI, cuando en círculos intelectuales y artísticos se empieza a hablar ya del post-modernismo, las drogas reciben un tratamiento premoderno fundamentalista más digno de época medioevales. Estamos frente a una nueva cruzada, una nueva guerra santa, una nueva causa justa. Ello nos recuerda la discusión de Guillermo de Baskerville con el abad del monasterio en donde se desarollan los acontecimientos de la hermosa novela de Umberto Eco:

«Guillermo bajó la mirada y permaneció un momento en silencio. Después dijo: «La ciudad de Bréziers fue tomada y los nuestros no hicieron diferencias de dignidad ni de sexo ni de edad, y pasaron por las armas a casi 20.000 hombres. Después de la matanza, la ciudad fue saqueada y quemada.
– Una guerra santa sigue siendo una guerra.
– Una guerra santa sigue siendo una guerra. Quizás por esos no deberían existir guerras santas.»

De interés:

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