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La impuntualidad, sin reproche social
Por: Mauricio García Villegas | junio 22, 2006
Según una investigación publicada el jueves de la semana pasada en EL TIEMPO, el 60 por ciento de los concejales de la ciudad de Bogotá llega tarde a las sesiones y solo un poco más de la mitad permanece durante los debates. Algunos, incluso, no solo llegan tarde, sino que se van antes de tiempo.
Sería injusto, sin embargo, estigmatizar al Concejo de la capital por esa práctica. La impuntualidad es un vicio generalizado, no solo en la vida cotidiana de las corporaciones públicas del país –empezando por el Congreso mismo–, sino en todo el Estado, en toda la sociedad colombiana e, incluso, en todos los Estados y todas las sociedades del resto de los países latinoamericanos.
El mal ejemplo viene de los mismos gobernantes. En el Perú, por citar solo un caso, el ex presidente Toledo era conocido por llegar tarde a todas partes. Llegó incluso tarde a la posesión de su sucesor, el presidente Alan García, en julio del año pasado. Esa fue quizás una de las razones que llevaron al actual presidente García a lanzar el mes pasado una campaña contra la impuntualidad, denominada ‘Perú, la hora sin demora’. La campaña comenzó –puntualmente– a las 6 de la tarde del 27 de mayo en la plaza mayor de Lima, con un repique de campanas y un discurso de Alan García, en el cual pidió a todos los peruanos que sincronizaran sus relojes para “resolver ese gran defecto” nacional que consiste en llegar tarde a todas partes.
Dudo mucho de que la sintonía de los relojes pueda ayudar a mejorar la puntualidad de los peruanos. La gente no llega tarde por no saber la hora, sino porque no le importa. Para muchos, la impuntualidad ni siquiera es un vicio; es más bien un rasgo de nuestra personalidad latina, chabacana y descomplicada. No es un defecto, sino una manera de ser, una mentalidad, algo más cercano a la idiosincrasia que a la moral o al civismo. Para quienes gozan de prestigio o de estatus social, la impuntualidad puede ser incluso un mérito o, por lo menos, un signo de superioridad. Para ellos (como para el escritor francés Fernand Vanderem, quien decía que en las ideas, como en las comidas, si se quiere llamar la atención, lo mejor es llegar de último) la regla es “hacerse esperar” para aumentar el reconocimiento de los demás.
El incumplido supone que, en un mundo en donde todos llegan tarde, la impuntualidad es un derecho; el derecho a no asumir una carga que los demás no asumen. Una especie de reivindicación de la igualdad. Esa justificación sería correcta si todo el mundo llegara siempre tarde. Pero no es así; algunos llegan a tiempo. No obstante, su esfuerzo no es valorado. Cuando la gente llega tarde, los puntuales esperan; y esperan sin irritarse siquiera.
El inicio de las reuniones depende casi siempre de que la mayoría esté presente, no del horario al que se cita. La regla de la puntualidad resulta menos importante que la regla de la mayoría (nada que ver con las mayorías democráticas). De esa manera, se premia el comportamiento impuntual y se castiga a quien llegó a tiempo. Por eso, por ese castigo injusto, el cumplido lo piensa dos veces antes de llegar a tiempo la próxima vez.
En un intento por aumentar el reproche moral de la palabra impuntual, a quien llega siempre tarde se le dice “incumplido”. Pero se trata de un intento vano. El reproche social a los impuntuales es muy bajo. Se piensa que su comportamiento no tiene nada que ver con el respeto por los demás o con la cultura cívica. No debería ser así. La impuntualidad es una ofensa contra los juiciosos y un incentivo para los negligentes y los arrogantes.
Menos aún debería serlo cuando se trata del comportamiento de los funcionarios del Concejo de Bogotá, o del Congreso de la República, encargados de hacer las normas que nos gobiernan.