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Reconocer las raíces viscerales de las opiniones políticas debería llevar a juicios menos tajantes, menos moralistas, sobre el 50% contrario.

Reconocer las raíces viscerales de las opiniones políticas debería llevar a juicios menos tajantes, menos moralistas, sobre el 50% contrario.

En época de balances de año, quisiera compartir con los lectores el libro que más me puso a pensar en 2017 y puede servir para lo que nos espera en 2018 con el posconflicto y las elecciones.

Se trata de un texto del sicólogo social Jonathan Haidt, La mente moralista: por qué gente buena se divide por la política y la religión. El título mismo explica su relevancia: como en el resto del mundo, en Colombia estamos divididos en dos mitades, y cada una se pregunta cómo es posible que la otra esté tan equivocada. La polarización heredada del plebiscito se puede redoblar en las elecciones venideras, a medida que los asesores políticos les aconsejen a muchos candidatos atizarla para sacar a la gente a “votar verraca” contra el otro lado.

Es el tono político que domina nuestra “era de la rabia”, como la titula el escritor indio Pankaj Mishra en otro librazo. Una rabia surgida no tanto del desacuerdo entre posiciones políticas, que es normal en cualquier democracia, sino de una emoción más profunda: el moralismo, la creencia tajante en la bondad propia y la maldad del contradictor. Que las diferencias políticas son más emocionales que intelectuales es la conclusión más sugestiva del libro de Haidt.

En un estudio tras otro, Haidt y un grupo creciente de sicólogos y sociólogos han mostrado que los seres humanos preferimos una opinión política o moral de una forma tan irreflexiva como preferimos un color o un sabor. Primero nos inclinamos emocionalmente por una posición y luego la racionalizamos con argumentos. Las diferencias entre conservadores y liberales se relacionan con diferencias profundas entre personalidades: los primeros tienden a privilegiar el orden y la autoridad tanto en la política como en su vida personal; los segundos tienden a optar por la diversidad y la novedad en todas las esferas.

Aplicada a la política, la nueva sicología social tiene dos implicaciones incómodas para conservadores y liberales por igual. Primero, no es que las posiciones propias sean racionales y las del otro lado sean irracionales. Es que las dos tienen raíces emocionales. Segundo, y precisamente por tener ese origen, las posiciones políticas y morales son más tenaces de lo que se cree. Por eso son difíciles de modificar. Y por eso suelen llevar a juicios tajantes contra quienes opinan distinto. En varios experimentos, los sicólogos sociales han mostrado que solemos ser comprensivos con quienes piensan como nosotros e implacables con los que piensan distinto. Por ejemplo, una persona liberal tiende a condonar una falta moral si la comete otro liberal (atribuyéndola a las circunstancias), pero a condenarla si es cometida por un conservador (atribuyéndola a la maldad del autor).

Los estudios no dan muchas luces sobre qué hacer. Pero dejo planteado un par de ideas que pueden extraerse de ellos y podrían mitigar la polarización del 2018. Reconocer las raíces viscerales de las opiniones políticas debería llevar a juicios menos tajantes, menos moralistas, sobre el 50% contrario. Y a recordar, como dice Haidt, que toda sociedad necesita algo de cada mitad: libertad y autoridad, diversidad y unidad. No es que todo valga. Pero lo único que vale no es lo propio.

De interés: Polarización

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