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La muerte anunciada del reinado de belleza
Por: César Rodríguez Garavito (Se retiró en 2019) | noviembre 16, 2009
ANOCHE CORONARON A LA NUEVA reina de la belleza colombiana. No sé quién ganó, porque escribo estas líneas antes de la ceremonia de premiación. Ceremonia que, como un número creciente de colombianos, no voy a perder el tiempo viendo. Entre otras cosas, porque no hace falta: apuesto que la reina lloró de la emoción y se le corrió el maquillaje, tuvo que sostener la corona con una mano para que no se le cayera mientras desfilaba radiante, y sus primeras palabras fueron que trabajará por los niños y los más necesitados.
El decadente rating del reinado muestra que está en vía de extinción y que, como las corridas de toros, no hace falta criticarlo ni demandarlo para que caiga en el olvido. Pero este año, la tutela de la reina del Valle trajo un ingrediente de fondo que sí vale la pena comentar, como lo hizo María Isabel Rueda en El Tiempo, donde se fue lanza en ristre contra las feministas y en defensa del reinado.
La historia del tutelazo es conocida: la soberana del Valle recuperó su corona por orden judicial, tras haberla perdido porque las medidas de su culo —o “rulé”, “transpontín” o “posaderas”, como dice Rueda para evitar la castiza palabra— superan las que quién sabe quién se inventó como estándar de belleza universal. El tutelazo evitó, según Rueda, que a la reina “se le violaran derechos fundamentales como la no discriminación por razones de raza, condición, sexo o pompis”. Mejor dicho: el reinado no viola los derechos de las mujeres, como alegan las feministas, sino que los promueve.
El problema es que en ese mundo al revés pueden ejercer sus derechos muy pocas mujeres. Cupo la valluna porque tenía 90-60-102. Pero me pregunto si los defensores de la reina y el reinado se habrían dado la pela si el problema fuera que le “faltara”, no que le “sobrara” cola. O que la reina fuera como el promedio de colombianas sin cirugía estética, tipo 80-70-80 o 110-100-110, o cualquier otra combinación posible.
Sospecho que no lo habrían hecho. De ahí que las feministas tengan razón en criticar el modelo de belleza que el reinado ha entronizado durante 75 años. ¿Cuántas horas de psicoterapia han gastado las mujeres por cada minuto de transmisión televisiva del evento, para mitigar los complejos que reproduce? ¿Cuántas han sufrido el daño colateral de la imagen de la “reina bruta”?
El otro lío del reinado es su canon moral, que es tan estrecho como el físico. Para ser reina, hay que tener cuerpo de bomba sexual, pero vida de ángel. Nada de posar en ropa interior, ni estar casada, ni vivir con el novio. Mejor dicho: nada “de mal gusto”, como diría la élite conservadora cartagenera que controla el evento. Por eso, las tutelas realmente interesantes serían la de una reina lesbiana que salga del clóset; la de una candidata que defienda el pecado de cohabitar con su enamorado; o la de una joven que expulsen del reinado por haber ejercido su derecho constitucional a interrumpir un embarazo porque ponía en riesgo su vida. Dudo que taquilleros abogados o influyentes columnistas salgan en la defensa de estos casos, mucho más oprobiosos que los de la reina “caderona”.
Afortunadamente no va a ser necesario: el reinado tiene sus años contados. Porque semejante código moral les suena cada vez más lejano a los televidentes. Y porque el mercado colombiano del destape sin pornografía ofrece sustitutos más atractivos. Al fin y al cabo, los lectores de Soho o Don Juan pueden pasar las páginas a color —que tanto escandalizan a los católicos y cristianos que ven felices el reinado— sin tener que aguantar las respuestas de las modelos sobre quién es la Madre Teresa o cómo acabar con el hambre en el mundo.