|
La profesión de los gobernantes
Por: Mauricio García Villegas | septiembre 2, 2005
Supongamos, decía a principios del siglo XIX Saint-Simon, que luego de una catástrofe terrible todos los industriales y los científicos de Francia logran salvarse, pero que los nobles, los sacerdotes, los burócratas y los ricos mueren. Este acontecimiento ciertamente afligiría a los franceses. Pero semejante pérdida sólo tendría efectos sentimentales. El Estado y la sociedad permanecerían y seguirían su rumbo. Si los muertos, en cambio, fueran los científicos y los industriales, Francia perecería.
Comentarios de esta inspiración abundan en el mundo de hoy. Así, por ejemplo, en su columna habitual de la semana pasada, Andrés Oppenheimer dice que «una de las razones por las que Asia se ha convertido en la fábrica del mundo es que mientras las universidades de la región están produciendo un número récord de ingenieros, sus contrapartes en otros lugares del mundo -incluido Estados Unidos- están graduando abogados, contadores y sicólogos». «A lo mejor habría que empezar a elegir ingenieros como presidentes», dice al final de su artículo. Algunos economistas sugieren cosas similares cuando dicen que lo que hay que buscar es «expertos en agrandar la torta y no en repartir la torta».
Pero las profesiones, como las modas, tienen altibajos y ellos están en buena parte determinados por los intereses materiales del momento. En la actualidad, las profesiones bien vistas son aquellas que producen riqueza, mientras que las ciencias sociales y, en particular, el derecho, la sociología y la ciencia política son percibidas como oficios estériles. Los principales voceros de esta retórica de lo productivo son hoy los economistas; no todos, desde luego, sino aquellos a los que denominan neoliberales y que desde hace un par de décadas rigen los destinos del mundo capitalista.
Estos economistas han inventado una nueva vulgata planetaria -según expresión de P. Bourdieu- que predica por doquier los beneficios del gran capital, bajo la consigna de que el desarrollo no es otra cosa que la eficiencia del mercado y que las demás necesidades sociales -justicia, solidaridad, derechos, cultura, igualdad, etc.- vendrán por añadidura, una vez el mercado sea más libre y eficiente. Más extraordinario aun es que estos economistas han logrado desterrar la dimensión mítica y política de esta doctrina, para aparecer como depositarios de un saber neutral y objetivo, similar al de las llamadas ciencias duras, como la física.
Saint Simon se oponía a los abogados y a los sacerdotes porque veía en ellos los voceros de una sociedad tradicional fundada en la religión y los privilegios de clase. Sólo la ciencia podía liberar a Francia de estos lastres. Por el contrario, buena parte de quienes hoy defienden una sociedad concebida y dirigida por ingenieros y economistas tiene en mente la conservación de una sociedad tradicional organizada a partir de la defensa de los privilegios. No es un proyecto moderno. Es toda una empresa conservadora adobada con un discurso tecnocrático con ínfulas de cientificidad.
Desde luego que los abogados, los sacerdotes y los politólogos también han sido artífices de proyectos retardatarios y engañosos. Más aun, durante siglos han tenido el monopolio de estas artimañas. Por eso Saint Simón tenía razón en denunciarlos. Pero esto no significa que lo jurídico, lo político y lo moral sean puntos de vista inútiles, o que puedan ser sustituidos por la lógica científica o la económica; menos aun significa que mientras los voceros de la economía son gente honrada y bien intencionada, los demás son unos pícaros. Esta no es una historia de buenos y malos. Tampoco es una historia de sabios y brutos. Los celos y las peleas profesionales entre quienes tienen una participación importante en la burocracia estatal suelen estar menos fundados en argumentos científicos o académicos, que en luchas por unas cuotas de decisión política. No es que no existan argumentos de ese tipo, es que tales argumentos suelen expresar tales intereses. En este terreno los inocentes no existen.
Mucho ha cambiado el mundo desde cuando Saint-Simon escribió sus diatribas contra las profesiones estériles. Quienes hemos vivido en una buena parte del siglo XX sabemos muy bien que las ciencias duras ya no pueden predicar esa inocencia que los modernos le atribuían. Sucesos como los de Auschwitz, Chernobil e Hiroshima nos han puesto de presente que no hay emancipación segura en la ciencia y que los científicos y sus doctrinas pueden no sólo errar, sino venderse a los poderes políticos y a los intereses económicos con la misma facilidad con que lo hacen los sacerdotes o los abogados. ¿Qué diremos entonces de las teorías económicas que hoy rigen los destinos del mundo, y que poco tienen de la dureza de las llamadas «ciencias duras»?. a no ser su indolencia frente a la suerte de los individuos menos favorecidos de la sociedad.