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La prosperidad del incumplimiento
Por: Mauricio García Villegas | mayo 15, 2006
¿Por qué somos tan buenos para incumplir y violar las normas?
En 1743 el virrey Eslava se quejaba ante sus superiores porque consideraba que «las provincias de la Nueva Granada eran prácticamente ingobernables».
A mediados del siglo XIX, el escritor Ignacio de Herrera sostenía que la desobediencia del derecho era una costumbre general en la Nueva Granada que viene desde la Colonia y que las leyes promulgadas, de diversas maneras resultaban desobedecidas. A finales del siglo XX, Gabriel García Márquez sostuvo que en cada uno de nosotros cohabitan «la justicia y la impunidad; somos fanáticos del legalismo, pero llevamos bien despierto en el alma un leguleyo de mano maestra para burlar las leyes sin violarlas o para violarlas sin castigo».
¿Por qué somos tan buenos para incumplir?
En la última década, algunos economistas han propuesto la siguiente respuesta: lo que explica que la ilegalidad sea tan promisoria entre nosotros es la incapacidad de nuestras instituciones para imponer sanciones efectivas. La debilidad institucional es la causa de que haya tanto ?vivo? que se aproveche de que los demás cumplen. Ante la ley, nos comportamos como frente a una mercancía. Hacemos un cálculo racional de costos y beneficios y la tomamos o la desechamos. Y casi siempre hacemos esto último.
Creo que los economistas tienen razón cuando dicen que ni la pobreza ni la cultura explican por sí solas nuestro incumplimiento empedernido. Pero creo que se equivocan cuando tratan de explicar todo a partir de nuestras instituciones vacilantes. En muchos países con instituciones más débiles e incapaces, la violencia y el narcotráfico no prosperan como en Colombia.
Además, no siempre somos actores racionales. Hay mucha gente ?la mayoría, creo? que cumple por principio, no por estrategia; es decir, cumple incluso cuando sabe que no la van a sancionar.
El incumplidor estratégico de los economistas es solo uno entre varios personajes desobedientes. En una ocasión, al finado Pedro Juan Moreno lo bajaron a la fuerza de un avión porque no quería apagar su celular. ¿Cómo era posible, decía el asesor presidencial, que una azafata cualquiera me dé órdenes a mí, el amigo de Uribe?
Moreno no se comportaba entonces como un actor racional, como un vivo, sino como un arrogante que creía estar por encima de la norma. Y este no es un caso aislado.
Desde la Colonia, las élites nacionales se han creído depositarias de valores superiores de civilización, a partir de los cuales justifican el desacato de normas que consideran propias de un mundo de barbarie. Hace poco, el director del DAS denunciaba que sus subalternos no lograban imponer las medidas de seguridad a los industriales, ejecutivos y en general personas VIP que viajaban al exterior por el aeropuerto de Bogotá.
Pero no sólo hay vivos y arrogantes que incumplen. También están los subordinados que ven en el desacato solapado ?la llamada malicia indígena? una forma de resistencia. Los incumplimientos son a veces «las armas de los débiles», como dice James Scott.
Desde la Colonia tenemos subordinados que desobedecen en el entendido de que el ejercicio de la autoridad en todas sus manifestaciones es producto de la suerte, de las relaciones de clientela, de la astucia o de la fatalidad. Expresión elocuente del desprecio de los subordinados por la ley y la autoridad se encuentra en el hecho de que, hoy en día, los colaboradores son también considerados ?sapos?.
Ello se debe a que, en la lógica del incumplidor, el colaborador se pasa del otro lado, de los enemigos, es decir, de las instituciones.
El incumplimiento es un fenómeno complejo en el que participan no solo ?vivos?, sino también arrogantes, taimados y las múltiples combinaciones posibles de estos personajes que da la práctica.
También participa el Estado, gran incumplidor que, desde la Colonia, muestra el camino de la desobediencia a sus propios súbitos. Pero esa es otra historia.