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La regla de la fila

La democracia también está hecha de actitudes cotidianas y elementales de respeto por los demás y por lo público.

Por: Mauricio García Villegasenero 9, 2007

Difícil encontrar una regla de comportamiento ciudadano más básica y elemental que la regla de la fila. Un sentido natural y universal de justicia nos ordena que quien llega primero pasa primero. No importa quiénes llegan -ricos, pobres, poderosos o humildes-, lo que importa es el orden de llegada. En la fila, todos somos un número. Somos ciudadanos.

Pero Colombia es un país de reglas violadas y la regla de la fila no es una excepción.

Hay dos tipos de saltadores de filas. Los primeros suelen tener poder o fama y por eso mismo creen que no tienen la obligación de esperar detrás de quienes llegan primero. Piensan que la fila está hecha para gente del común; no para ellos.

Quienes vivimos en Bogotá nos topamos, con cierta frecuencia, con personajes importantes o conocidos de la vida nacional. ¿Alguien, alguna vez en su vida, los ha visto haciendo fila? No creo.

Una de las filas más temidas por todos los colombianos es la fila para sacar el certificado judicial en el DAS. ¿Algún personaje famoso en esa fila? Ninguno; y por una razón simple: existe una fila paralela, preferencial, prevista para «personajes», como llaman los del DAS a quienes tienen fama o poder. Es cierto que, a veces, por razones de seguridad, o de dignidad, esa gente no debería hacer fila. Pero también es cierto que, con frecuencia, la seguridad y la dignidad son utilizadas por ellos como un comodín para no igualarse.

Algo parecido pasaba en la fila de emigración del aeropuerto. Hasta hace poco, el director del DAS autorizaba que viajeros importantes no hicieran esa fila cuando salían del país. Hablando de esto, un colega me contó haber visto allí alguna vez, en esa sala del aeropuerto, al ex alcalde Peñalosa pasando por una puerta adjunta para evitar la fila de la requisa. Ocho días más tarde, de regreso a Colombia, Peñalosa estaba haciendo la misma fila, como cualquier parroquiano, en un aeropuerto de los Estados Unidos.

Los otros saltadores de filas son los vivos; es decir, los que se aprovechan del cumplimiento de los demás. Por estos días los vemos a montones por las maltrechas carreteras del país pasando delante de quienes con paciencia esperan ante un derrumbe o un accidente de tránsito. También se creen superiores; no por tener poder o fama, sino por ser más astutos. Para ellos, el mundo es de los vivos. No sólo desatienden a quienes -muy pocos- protestan ante el abuso, sino que, con frecuencia, se indignan por ello.

La regla de la fila no es una regla constitucional, ni siquiera es una regla legal. A lo sumo, se encuentra en los reglamentos de los colegios. Pero posee un enorme significado social y cultural. La democracia también está hecha de actitudes cotidianas y elementales de respeto por los demás y por lo público, como las que ponen de presente quienes hacen fila.

Lo extraño es que saltarse la fila no sea siempre visto como algo reprochable. Ni siquiera por quienes padecen el hecho. En los innumerables establecimientos comerciales del país en donde los clientes se acumulan en masa frente al mostrador, suele suceder que los vendedores atienden a los clientes, no según el orden de su llegada sino según la insistencia que estos ejercen sobre el vendedor. Y nadie protesta. Eso refleja, por decir lo menos, el poco sentido de pertenencia que la gente tiene por lo público.

Todos deberíamos rechazar al poderoso cuando -sin razones- se niega a respetar el orden de llegada con un arrogante «¿sabe usted quién soy yo?»; o al vivo, que hace lo mismo con un «¿y a usted qué le importa?».

Una democracia es también un sistema político en donde la gente se rebela contra los incumplidores y pregunta: «¿y usted quién se cree?»

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