"Hoy, los países de las Américas ya no viven bajo el yugo de las dictaduras de los años 1970-1980 y el actuar de la CIDH se ha adaptado a las nuevas configuraciones políticas, lo que ha generado numerosos debates en torno a su rol y facultades, especialmente en la última década". | Foto de Jason Leung en Unsplash
La relación con los órganos internacionales de derechos humanos: ¿Un medidor de la democracia?
Por: Jessica Corredor Villamil | Febrero 21, 2020
El pasado 4 de febrero, el gobierno de facto de Maduro impidió la entrada de la delegación de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) al territorio venezolano. La Presidenta de la Comisión, el Relator Especial para la Libertad de Expresión y el Secretario Ejecutivo de la misma, anunciaron en un tweet que se les había impedido abordar el avión que los llevaría a Caracas desde la Ciudad de Panamá. La noticia, ampliamente difundida por los medios internacionales de comunicación, no sorprendió. Ante el anuncio de la visita del 7 de febrero, el Canciller venezolano Jorge Arreaza había señalado que debido a que Venezuela ya no hace parte de la Organización de Estados Americanos (OEA), la visita de la CIDH no estaba autorizada por el gobierno. Venezuela decidió retirarse de la OEA en 2017 y la decisión, según Arreaza, se hizo efectiva en abril de 2019.
Esta no es la primera vez que un país rechaza una visita de la CIDH. En medio de su indignación, Paulo Abrao indicó que en los últimos tres años la CIDH ha realizado 11 visitas a diferentes países del continente. Enfatizó que son tres los países que han impedido su entrada: Cuba, Nicaragua y Venezuela. A esta lista de países, que tampoco sorprende, hay que agregar a los EEUU ya que la CIDH se ha dirigido al gobierno de este país desde 2007 para visitar la cárcel de Guantánamo, solicitud que le ha sido negada en reiteradas ocasiones. ,Mientras la posición de Cuba frente a la CIDH no es de extrañar debido a su exclusión de la OEA por muchos años, la situación de Nicaragua, de Venezuela y de EEUU permiten preguntarse si la relación de los gobiernos del continente con la CIDH es un medidor del estado de la democracia de estos países, fuera de los tradicionales antagonismos izquierda/derecha.
En efecto, la CIDH ha monitoreado la situación de derechos humanos de los países del continente americano desde su instauración en 1960, a la cual le siguió una época de golpes de estado y de dictaduras. Ante tal panorama, la posición de defensa de los derechos humanos en el continente de la CIDH era contundente y apoyada por los gobiernos democráticos del continente.
Hoy, los países de las Américas ya no viven bajo el yugo de las dictaduras de los años 1970-1980 y el actuar de la CIDH se ha adaptado a las nuevas configuraciones políticas, lo que ha generado numerosos debates en torno a su rol y facultades, especialmente en la última década. Estos debates dieron lugar a un proceso de “fortalecimiento” iniciado en 2012, luego de que un grupo de países del ALBA – que representaban a la izquierda en el continente – y Colombia, cuestionaran fuertemente las facultades de la CIDH. Este proceso decantó en la reforma del reglamento de la CIDH y culminó en la Asamblea General de la OEA en 2014. Cuando el proceso de reforma parecía cosa del pasado, en abril de 2019, cinco gobiernos de la derecha latinoamericana encabezados por Chile, enviaron una carta al Secretario Ejecutivo de la CIDH en la que reclamaban afectaciones en su autonomía y pedían la adopción de ciertas acciones con el fin de mejorar su funcionamiento de cara a los desafíos del siglo XXI.
Las críticas que enfrenta la CIDH dan cuenta de varias cosas. Por un lado, que cuestionar el actuar de dicho órgano no responde a razones ideológicas; tanto gobiernos de izquierda, como de derecha lo han hecho en diferentes momentos. Lo que sí demuestran estos cuestionamientos es la tendencia autocrática de los gobiernos que quieren concentrar poderes y no responder por sus acciones ante terceros. Por otro lado, los ataques a la CIDH muestran su importante labor y eficacia para salvaguardar los principios democráticos de un estado de derecho, así como también advierten sobre la amenaza que representa dicha labor para el actuar de los gobiernos que cometen violaciones de derechos humanos de manera sistemática.
La reivindicación de la soberanía en materia de derechos humanos frente a los órganos internacionales que promocionan su defensa es propia de gobiernos autocráticos o en vía de autocratización: es muy común oír declaraciones de países como China, Cuba, Egipto y Filipinas, en su contra o menoscabando su labor. El gobierno de Rodrigo Duterte, por ejemplo, ha lanzado ataques constantes contra los órganos de derechos humanos de las Naciones Unidas. Por su parte, el gobierno de Abdel Fattah al-Sisi, aunque invitó a que la sesión ordinaria de la Comisión Africana de Derechos Humanos y de los Pueblos se llevara a cabo en Egipto en abril de 2019, las autoridades le negaron la visa a alrededor de 100 participantes, impidieron que se organizaran eventos paralelos y las sesiones oficiales se llevaron a cabo bajo estricta supervisión por parte de la policía. En los últimos años, la posición de los EEUU frente a los órganos de derechos humanos también se ha encaminado en esa dirección. A su record de ratificaciones de instrumentos internacionales particularmente reducido, se suma su salida del Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas en 2018. La razón, según la Embajadora Haley es que el Consejo de Derechos Humanos de la ONU «no merece ese nombre».
Si en el pasado los desaires al Sistema Interamericano y las críticas a otros órganos de derechos humanos provinieron de dictaduras, hoy el panorama tiene más matices, incluyendo regímenes autoritarios, gobiernos de facto y populismos, todos los cuales parecen tener en común su invocación a una supuesta soberanía que pretende impedir el escrutinio a su desempeño en materia de derechos humanos. Ante este nuevo desafío, los órganos de derechos humanos deben seguir fortaleciéndose para no perder su vigencia, especialmente en contextos de debilitamiento de la democracia donde se desconoce su legitimidad.