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La Rosa de la India

Los seis violadores le destrozaron los intestinos con una vara de metal. En el horror, la universitaria quizá vio el borrón luminoso de los barrios elegantes de Nueva Delhi por las ventanas del microbús de la muerte. Tan lejos, tan cerca: la Rosa Elvira Cely de la India. Al morir, despertó como un shock eléctrico la indignación de la democracia más grande del mundo.

Los seis violadores le destrozaron los intestinos con una vara de metal. En el horror, la universitaria quizá vio el borrón luminoso de los barrios elegantes de Nueva Delhi por las ventanas del microbús de la muerte. Tan lejos, tan cerca: la Rosa Elvira Cely de la India. Al morir, despertó como un shock eléctrico la indignación de la democracia más grande del mundo.

La misma democracia donde una mujer es quemada viva cada 90 minutos por su esposo o su familia política, descontentos con la dote pagada por los padres de la novia en la boda. Así murió en octubre Pravartika Gupta, calcinada mientras dormía con su hijo de un año, que sobrevivió de milagro. Los incendiarios —su esposo y su suegro— cobraban con la vida el apartamento que la familia de Gupta no quiso añadir al carro y los 40 millones de pesos de la dote acordada.
Si a los asesinatos brutales se suman las otras formas de violencia contra las mujeres indias, se entiende la cifra escalofriante de 100 millones de mujeres “faltantes” en ese país. Según cálculos del Nobel Amartya Sen, ese es el número de mujeres que deberían estar vivas, pero han muerto por la discriminación de todo tipo, desde los abortos selectivos hasta la mejor alimentación que se da a los hijos varones, pasando por las violaciones mortales.
El nivel de agresión contra las mujeres indias no es excepcional, aunque lo sean algunas de sus modalidades. India es sólo una lupa que multiplica por 1.200 millones de habitantes lo que pasa alrededor del mundo. Países como Colombia y Perú tienen tasas más altas de violencia doméstica que India, de acuerdo con las encuestas comparadas de Measure DHS. Acabamos de enterarnos de que en Colombia más de 6.000 niñas menores de 14 años quedan en embarazo por cuenta de adultos y que muchas veces los criminales padres son familiares suyos. Y en Estados Unidos, el proceso contra los jugadores de fútbol americano acusados de violar repetidamente a una adolescente en Ohio viene con las mismas acusaciones contra la víctima que ya se oyen en el juicio contra los violadores de Nueva Delhi: eso le pasa por andar en la calle; la jovencita se lo buscó porque “la ropa provocativa” equivale a “una invitación a la violación”, como dijo el 68% de los jueces indios en una encuesta.
La ironía es que todo esto sucede cuando comienza la celebración de los 20 años de la Declaración de la ONU sobre la Eliminación de la Violencia contra la Mujer. Reunidos en Viena en 1993, delegados de todo el mundo prometieron erradicar “la violación, el abuso sexual, el acoso y la intimidación sexuales en el trabajo, en instituciones educacionales y en otros lugares, la trata de mujeres y la prostitución forzada”. También “el abuso sexual de las niñas en el hogar, la violencia relacionada con la dote, la violación por el marido, la mutilación genital femenina y otras prácticas tradicionales nocivas para la mujer”.
Lo irónico del momento no sirve de consuelo. Como escribió J. M. Coetzee, el Nobel de Literatura sudafricano, “la ironía es sencillamente como la sal: la haces crujir entre los dientes y disfrutas de un sabor momentáneo; cuando el sabor ha desaparecido, los hechos irracionales siguen ahí”. Sigue ahí, por ejemplo, la cifra de 37% de hombres sudafricanos que reconocieron haber violado una mujer.
De modo que la humanidad mastica un gigantesco grano de sal: la violencia masiva y reiterada contra la mitad de sus integrantes. Lo cual nos hace a la otra mitad los principales responsables de más muertes violentas y lesiones femeninas que la combinación de males como el cáncer, la malaria, la guerra y los accidentes automovilísticos, según el experto Nicholas Kristof.
Se ha escrito mucho sobre las soluciones a semejante barbarie. Pero quizá haya que comenzar por sentir el amargo sabor en la boca.

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