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La violencia silenciosa

Helena Alviar e Isabel Cristina Jaramillo consideran que en temas de violencia contra las mujeres las interpretaciones judiciales tienen un sesgo en contra de las víctimas.

Recientemente se han resuelto dos casos que aunque aparentemente no están muy relacionados revelan hasta qué punto las mujeres distan de tener a su alcance medidas efectivas para resolver y prevenir el abuso sexual y físico, a pesar de que estos temas se nos presentan como una preocupación central del ejecutivo y el legislativo. Preocupación central que ha tomado la forma de aumentos de penas y creación de nuevos tipos penales. Como señalamos en una columna anterior, estamos en contra del uso del derecho penal para resolver los problemas de abuso que padecen las mujeres.

De esta forma, en el derecho penal, como en otras ramas del derecho que hemos analizado en esta columna, casi siempre las normas se aplican e interpretan de la manera más restrictiva frente a los derechos y garantías de las mujeres. En otras palabras, en esta columna no queremos defender una maximización del derecho penal, entendida como un endurecimiento a toda costa de las penas, pero sí queremos demostrar el sesgo en la interpretación. Es más, estamos convencidas de que en algunos casos el aumento en las penas seguido de la inaplicación de la norma, sitúa a las mujeres en una posición peor que la inicial.

El primer caso es el de la anulación del proceso en el que se condenó a un mensajero por haber tocado las nalgas de una transeúnte. La anulación procedió porque la Corte Suprema de Justicia consideró que en el caso no hubo violencia (pero el mensajero tocó a la transeúnte sin que ella diera su consentimiento) ni intención sexual (aunque es difícil imaginarse cuál otra intención podría uno tener con este tipo de tocamiento).

La consecuencia de esta decisión fue la liberación del acusado, a quien se le había sentenciado a cuatro años de cárcel, y la necesidad de iniciar un nuevo proceso por un delito contra el honor. Este caso ilustra una de nuestras preocupaciones: el exceso de la pena lleva a la inaplicación de la norma.

El segundo caso es el de la decisión de una fiscal barranquillera de acusar a Rafael Dangond Lacouture de lesiones personales y no de tentativa de homicidio contra su esposa Lizzeth Ochoa Amador, lo que implica una sanción muy inferior y la posibilidad de excarcelación.

El cubrimiento de los casos y las reacciones a ellos en la prensa demostró que la opinión pública tenía posiciones opuestas en cuanto a cuál debería haber sido la solución judicial a los casos: en el primer caso se consideraba que la pena impuesta era ?desproporcionada?, ?ridícula?, ?absurda?, mientras que en el segundo caso se daba por sentado que se impondría una pena alta dada la gravedad de los hechos.

Desde una perspectiva estrictamente jurídica, las decisiones de la Corte Suprema de Justicia y de la fiscal involucrada se basaron en la interpretación que más claramente favorecía al agresor y que menos favorecía a la víctima. La Corte Suprema, por ejemplo, habría podido ratificar las decisiones de dos jueces inferiores que vieron que la conducta del mensajero sí podía ser entendida como acto sexual porque el Código Penal simplemente define éste como un ?acto diverso al acceso carnal?.

Por otra parte, la fiscal del caso Dangond Lacouture, habría podido darles credibilidad a las declaraciones de personas que afirmaron que de no haber sido por la intervención de los familiares de la víctima ella habría muerto la noche de los hechos y entender por esto que el delito de homicidio ?no se consumó por hechos ajenos a la voluntad del agente?, que es como define el Código Penal la tentativa.

No es que las decisiones de la Corte y la fiscal sean contrarias a la ley, pero sí parecen a primera vista ?extrañas? dado el contexto de derecho constitucional, legal e internacional en el que ocurrieron y dado el énfasis que el ejecutivo y el legislativo en Colombia han hecho sobre la importancia de erradicar la violencia contra las mujeres.

En nuestra opinión, las decisiones reflejan hasta qué punto las reformas legales y políticas estatales quieren entenderse de tal forma que sólo algunos casos verdaderamente excepcionales ameriten sanciones penales y se reafirme la habitualidad de la violencia contra las mujeres y la obligación que tenemos de soportarla. Aunque reiteramos que disentimos profundamente del uso del derecho penal para la regulación de la conducta, pensamos que no puede seguirse defendiendo que el Estado colombiano se toma en serio a las mujeres cuando las únicas políticas que implementa están destinadas a reforzar y no a solucionar el problema.

Sostenemos que estas decisiones refuerzan y no solucionan el problema por varias razones. En primer lugar, señalar que una conducta notoriamente reconocida como ?violenta?, por no ser invitada ni consentida, y ?sexual?, porque involucra una expresión de deseo sexual, no es ni lo uno ni lo otro, nos arrebata a las mujeres la posibilidad de explicar qué es lo que está mal con esa conducta. Además, nos dificulta mostrar cuáles son los costos que van asociados a ella: no caminar por ciertas calles, no caminar sin la compañía de hombres, no usar cierta ropa que las hace más ?accesibles?, y todas las consecuencias laborales que van asociadas a estas limitaciones.

En segundo lugar, al señalar que una mujer cuya vida muchos consideraban estar en riesgo no lo estaba, se nos invita a las mujeres a tener una confianza desmedida en que no van a morir víctimas de la violencia doméstica. Con esto se nos quita una posibilidad de que nuestros pedidos de auxilio sean tomados en serio por familiares y las autoridades y quedamos libradas a nuestras propias fuerzas (de resistencia o de agresión) para defender nuestra vida y la de nuestros hijos.

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