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Las penas de la discriminación
Por: César Rodríguez Garavito (Se retiró en 2019) | septiembre 5, 2011
Johana Acosta, la abogada cartagenera discriminada por su color de piel, lleva siete años esperando justicia.
Creía que lo más duro había pasado cuando juntó el valor para entutelar a las discotecas que le negaron la entrada por ser “morenita”, el día de navidad de 2004. Al año siguiente la Corte Constitucional le dio la razón, en el único fallo que ha impuesto una sanción económica por racismo en el país.
Hoy Johana sabe que lo más difícil vendría después. A falta de una legislación clara contra la discriminación, la sentencia ha naufragado en los vericuetos del sistema judicial: en las interpretaciones erráticas de los jueces sobre la indemnización, en los incumplimientos y las apelaciones de los demandados y en un nuevo fallo de la Corte que este año reiteró la condena pero dejó sola a Johana con la carga de iniciar un proceso civil, que duraría otros varios años, para cobrar la indemnización. Entre tanto, seguirá viviendo lejos de Cartagena, perseguida por el recuerdo de las amenazas que recibió por el caso.
Si esto pasa con el litigio más exitoso contra la discriminación, ¿qué suerte corren los demás? Quienes hemos estudiado o litigado muchos otros —contra gays, lesbianas, mujeres, indígenas, afrocolombianos, personas con discapacidad—, sabemos que no van a ninguna parte. Se los guardan las víctimas, que no encuentran ninguna autoridad que haga algo. Los engavetan los jueces de tutela, que no buscan pruebas. O se quedan en fallos para enmarcar, que les piden a los discriminadores no volver a hacerlo.
Esa es la frustración acumulada que está detrás del proyecto de ley que acaba de pasar su último debate en el Congreso y que sanciona con cárcel los actos de discriminación por “raza, etnia, religión, nacionalidad, ideología política o filosófica, sexo u orientación sexual”.
En un análisis publicado en la edición dominical de este diario, intenté mostrar que la ley no es un capricho de unos cuantos congresistas. Quien haya estudiado el tema, sabe que es una obligación adquirida por Colombia en tratados internacionales, que ordenan penalizar los casos más graves. Y que viene precedida por tres intentos fallidos de aprobar una legislación antidiscriminación, impulsados, entre otros, por la Defensoría del Pueblo.
La ley está lejos de ser perfecta y deja interrogantes para los congresistas que esta semana intentarán conciliar las versiones distintas que fueron aprobadas por el Senado (que se refiere sólo al racismo) y por la Cámara (que incluye las demás formas de discriminación). En especial, dado que la cárcel y el derecho penal deben ser herramientas de último recurso, inquieta que la ley defina en términos amplios las conductas sancionables con pena de prisión. Por ello, el proyecto de la Defensoría del Pueblo, que se hundió en 2007, reservaba la cárcel para los casos más graves y hacía énfasis en otras formas de investigación y sanción (por ejemplo, multas altas y expeditas contra las discotecas discriminadoras).
Así que diseñar una buena legislación contra la discriminación es una tarea compleja, que han encarado todos los países serios. Lo que no es serio es criticar retóricamente la ley —diciendo, por ejemplo, que la lista de discriminados sería infinita, o que la igualdad no se legisla— sin debatir los detalles difíciles o presentar alternativas.
Aún no se sabe qué va a pasar con la ley. Si es aprobada, los jueces tendrán la tarea de aplicarla de forma tal que combata eficazmente la discriminación, sin generar excesos penales ni reacciones contraproducentes. Si se enredara en el trámite de conciliación, el vacío debería ser cubierto por un proyecto de ley estatutaria antidiscriminación, que el gobierno está en mora de incluir en su agenda legislativa.
De modo que el asunto va para largo. Como el caso de Johana Acosta.