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Las relaciones entre derecho y economía
Por: Diego E. López Medina (Se retiró en 2020) | junio 4, 2007
El derecho y la economía mantuvieron relaciones frías y distantes durante mucho tiempo. A lo largo del siglo XX, sin embargo, esta distancia empezó a acortarse debido a fenómenos que ocurrieron al interior de ambas disciplinas. Los abogados de finales del siglo XIX estaban todavía mayormente preocupados por cuestiones clásicas de derecho civil. Así como hay “médicos de familia”, podría decirse que el abogado típico era un “abogado de familia”. En un mundo aún cuasi-rural, con comunidades y familias extensas estrechamente vinculadas, sin las presiones de la urbanización y la masificación de la producción y del consumo, los abogados todavía redactaban contratos civiles, fungían como asesores de la salud del vínculo conyugal y, ante todo, supervisaban que la transferencia de la propiedad de una generación a la siguiente se diera sin mayores sobresaltos.
Los cambios económicos de comienzos de siglo XX llevaron a los abogados a desempeñarse en nuevas esferas: aumenta considerablemente la participación en la economía de empresas y sociedades de todo tipo. Surge un “abogado empresarial” que se aleja cada vez más del modelo del “abogado de familia”. Este abogado tiene que entender el lenguaje de los negocios y el clima económico general: su competencia jurídica se vuelca ahora en facilitar y optimizar el desarrollo de los negocios. Las universidades latinoamericanas responden al desafío e integran en sus currículos, con mayor o menos calidad, cátedras en contabilidad, micro y macroeconomía. El derecho, pues, se abrió a la economía por exigencia de su nuevo y más poderoso cliente: la empresa bajo la forma de la sociedad de capitales.
La economía, a su vez, se abre hacia el derecho: su apertura no se hace, sin embargo, por razones prácticas sino por razones teóricas. No se les pide a los economistas que sepan más derecho: en el currículo de economía de los Andes, por ejemplo, no hay ni una sola materia de esa disciplina. Su nuevo interés en el derecho parte de una teoría compleja del crecimiento económico que ha dado varios premios Nóbel en los últimos años y que podría ser descrita en dos tesis fundamentales y que le dan a los economistas una mirada general (y a veces soberbia) sobre el conjunto del derecho.
Según la primera tesis, que se denomina “teorema de Coase”, el derecho contemporáneo es sorprendentemente superfluo: los individuos, por sí solos y sin intervención del derecho, pueden hacer la asignación más eficaz de los recursos productivos de la sociedad siempre y cuando los “costos de transacción” tiendan a cero. El derecho regulatorio contemporáneo, además, tiende a ser generador de estos costos de transacción y, por tanto, de ineficiencias. Por estas razones el derecho debe ser estrictamente supletivo. Su contenido, además, debe ser lo más parecido a lo que las partes pactarían en un libre mercado. Desde esta primera tesis, por tanto, existe una visión altamente desfavorable del derecho: en primer lugar sus normas regulatorias e intervencionistas generan ineficiencias; en segundo lugar, su contenido debe extraerse mediante el estudio de las asignaciones de recursos que haría el mercado cuando funciona libre y sin trabas.
La segunda tesis de la economía contemporánea (usualmente imputada a Douglass North) no piensa que el derecho sea superfluo. Todo lo contrario: piensa que el crecimiento económico se logra siempre y cuando exista un cierto marco jurídico de protección a la propiedad. Desde esta visión, el crecimiento económico se logra cuando el derecho consolida de la forma más fuerte posible el derecho de propiedad. El significado de esta fórmula general es ambiguo, pero su punto principal consiste en afirmar que el derecho debe impedir la apropiación de rentas por parte de terceros que no hayan aportado el capital o la tierra usados en la producción.
Tomadas en su conjunto, estas dos teorías económicas le dicen al derecho lo siguiente: primero, que las normas jurídicas deben verse desde el punto de vista de la optimización de la asignación de los recursos productivos; segundo, que tal optimización, en general, recomienda la adopción de un derecho liberal, espontáneo y no intervencionista; tercero, que el derecho, como ciencia, debe tender a replicar los resultados que el mercado obtendría si pudiera funcionar adecuadamente; cuarto, que los derechos de propiedad deben ser reforzados y consolidados dentro de una estrategia general para lograr el crecimiento económico.
Estos mensajes pueden ser correctos pero creo que su mera enunciación muestra ya unos defectos protuberantes: el primero, y más importante, muestra que la economía desecha los múltiple objetivos que debe alcanzar el derecho. Puede que el derecho sea un coadyuvante del crecimiento económico, pero no es claro que tal deba ser su objetivo primordial o preferente. Los objetivos del derecho no son prefijados por una ciencia, sino que resultan de las prioridades de una comunidad política. Segundo, los economistas tienden una teoría demasiado restrictiva sobre las normas: para ellos sólo existe derecho liberal de los negocios y todo derecho sancionatorio, si acaso, debe respaldar el funcionamiento de mercados libres. Con ello deslegitiman casi todo el conjunto del derecho del estado providencia. Finalmente, y por razones análogas, las recomendaciones de la economía muestran una preferencia ideológica desmesurada hacia una cierta forma de estado y sociedad. Ello puede ser mostrado en un ejemplo que me parece rotundo: investigadores en Brasil han mostrado que cuando los jueces utilizan razonamiento económico en sus fallos (para establecer las consecuencias de los mismos), 4 de cada 5 fallos terminan siendo desfavorables a la protección de derechos fundamentales. Es decir: el argumento consecuencialista económico tiene, de entrada, un cierto sesgo entre los intereses de grupos sociales.
Una observación final: dado que el derecho es una de las principales herramientas de armonización social, es fundamental que los académicos de la economía y del derecho ayuden a construir concepciones y marcos comunes de análisis. La economía y el derecho han venido interrelacionándose cada vez más. Pero interrelacionarse no significa necesariamente dialogar. Convendría pasar a un diálogo fecundo, y no sólo a la proyección sobre el otro de las respectivas ortodoxias disciplinares. Este diálogo debe, en todo caso, recordar lo siguiente: el derecho no le pertenece a los economistas y, ni siquiera, a los abogados. Aún más enfáticamente: el derecho no le pertenece a los clientes de los economistas y de los abogados. El derecho le pertenece a la comunidad política que lo crea y que establece en él sus estándares de conducta y sus aspiraciones sociales.