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Libertad de expresión y derecho penal

La denuncia penal del procurador contra Piedad Córdoba, por su discurso en Miranda, y la amenaza del alcalde Petro de que denunciaría por pánico económico a Noticias Uno, por divulgar un informe sobre la contaminación del agua en Bogotá, muestran el poco aprecio de muchos funcionarios colombianos por la libertad de expresión, como bien lo mostró La Silla Vacía.

Por: Rodrigo Uprimny Yepesjulio 30, 2012

La democracia es en cierta forma un gobierno por medio de la deliberación colectiva y pública, por lo cual presupone una protección vigorosa de la libertad de expresión y en especial del discurso político. Una buena democracia debe entonces amparar no sólo los discursos que son inofensivos o que agradan a las mayorías o al Gobierno, sino también, y especialmente, aquellos que chocan, irritan o inquietan a los funcionarios o a un sector de la población. Eso lo han dicho insistentemente los mejores tribunales constitucionales, como nuestra Corte Constitucional en la sentencia C-010 de 2000, o las más importantes cortes internacionales de derechos humanos, como el Tribunal Europeo en el caso Lingens de 1986 o la Corte Interamericana en el Caso Kimmel de 2008.

En una democracia, el uso del derecho penal para reprimir cualquier discurso crítico del Gobierno debe entonces ser absolutamente excepcional y debe estar reservado a situaciones extremas. Y éstas no ocurren en ninguno de estos dos casos.

A Piedad Córdoba el procurador la acusa de instigar al delito. Su punto de partida es válido pues la libertad de expresión no cubre la instigación al delito o a la violencia, que puede ser reprimida penalmente. Lo que olvida Ordóñez es que para que el Estado no use ese delito para perseguir la opinión crítica de sus opositores, la jurisprudencia internacional y constitucional tiene bien establecido que debe haber una prueba clara de que la persona enjuiciada no estaba emitiendo opiniones críticas o defendiendo teorías políticas abstractas, sino que concretamente estaba incitando a personas particulares a que realizaran actos específicos de violencia. Así lo mostraron la Corte Europea en el caso Erdogdu contra Turquía de 2000 o la Corte Suprema de Estados Unidos en el caso Brandenburg de 1969.

Una cosa es entonces que alguien sea filosóficamente anarquista y defienda en abstracto la destrucción violenta del Estado, que es una opinión protegida en una democracia. Otra cosa es que esa persona incite a otros a que disparen contra un juez, por ser supuestamente representante del Estado opresor, que es una instigación a la violencia, reprimible penalmente.

Ahora bien, si uno oye los 26 minutos del discurso bastante veintejuliero de Piedad Córdoba, encuentra críticas muy duras contra el Ejército, defensas de la movilización campesina e indígena, o llamados a recoger firmas para revocar al Congreso o al presidente. Uno puede discrepar de esas opiniones, pero no aparece ninguna instigación concreta al delito o a la violencia. La denuncia del procurador es injustificada.

La amenaza de denuncia penal de Petro a Noticias Uno tampoco tiene ninguna base. Si el alcalde consideró que el informe de ese noticiero era errado y que podía generar pánico, entonces podía pedir la rectificación, mostrando la inexactitud de la noticia. O simplemente, Petro pudo convocar a una rueda de prensa y tranquilizar a la ciudadanía realizando él mismo las correspondientes clarificaciones.

Estos dos casos muestran que, sin importar que sean de derecha o de izquierda, muchos de nuestros funcionarios defienden la libertad de expresión sólo de quienes están de acuerdo con ellos, pero no de quienes se les oponen o los critican. Carecen entonces del espíritu democrático genuino, sintetizado en esa bella frase atribuida a Voltaire: “Discrepo de todo lo que usted dice, pero daría la vida porque pudiera seguir diciéndolo”.

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