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Los borrachos de la cárcel

En el debate sobre las sanciones a conductores borrachos, parece que los embriagados fueran quienes proponen meterlos a la cárcel.



Comienzo por aclarar que los ebrios al volante son un peligro y deben ser sancionados duramente. Su conducta no se excusa porque sean “millones los que se toman sus traguitos”, como lo dijo el congresista Jairo Ortega. Y menos porque 50.000 votos eximan de una prueba de alcoholemia, como lo pretende el infame senador Eduardo Merlano.

Pero nadie ha podido responder a las preguntas que hizo el representante Germán Navas al oponerse a la ley de cárcel para beodos que se hundió en el Congreso. Si las prisiones están a reventar, ¿dónde cabrían los nuevos detenidos? Si lo que se busca es disuadir y sacar de circulación a los que combinen alcohol y gasolina, ¿para qué un proceso penal de varios meses o años, en lugar de un trámite rápido que los mande a pasar la borrachera en una estación de Policía, les quite el pase y les ponga una multa tan alta que sea la peor de las resacas?

Son las mismas preguntas que olvidan los que se unen a la tendencia irreflexiva de pedir cárcel para todo. Parece que la privación de la libertad fuera el único punto de consenso entre quienes están en desacuerdo en todo lo demás. El procurador quiere ver a los consumidores de droga confinados en centros de rehabilitación, y en la cárcel a las mujeres que interrumpen legalmente su embarazo. Pero sus críticos no se quedan atrás: algunos defensores de la igualdad, como Felipe Zuleta, anuncian denuncia penal contra los discriminadores, como el homófobo monseñor Córdoba. En el Congreso, los verdes de Gilma Jiménez y los cristianos del MIRA están trenzados en una competencia por proponer el mayor número de leyes que multipliquen los delitos y las penas de cárcel.

Vivimos una embriaguez colectiva con la prisión. Sobredosis periódicas de derecho penal calman fugazmente la sed de castigo. El resultado es un alicoramiento masivo, que surte el conocido efecto embellecedor: la cárcel luce atractiva, seductora: la solución a todos los males, sin importar su viabilidad o sus consecuencias.
Como toda ilusión etílica, el exceso de derecho penal se choca con la fea realidad al día siguiente. Según cifras oficiales, la tasa de hacinamiento carcelario, que era del 17% en 2007, ahora se ubica en el 40%. Tan sólo la Ley 1142 de 2007, que aumentó las penas y restringió medidas de descongestión carcelaria, multiplicó por diez el porcentaje de casos que terminan con detención, según el centro CEJA. Por esto y el abuso judicial de la detención preventiva, la mitad de los internos son personas que están en la cárcel sin haber sido condenadas.

Los únicos que parecen mantener la sobriedad son algunos jueces que tienen que lidiar con los efectos reales de las leyes. La Corte Suprema dijo lo obvio en una decisión reciente: “Así como es elección del Estado impulsar una política de criminalización…, con esa misma diligencia debe actuar frente a las consecuencias que estas generan”, como el hacinamiento penitenciario, o el hecho de que las penas se queden en el papel porque no hay presupuesto, Fiscalía o sistema judicial que aguante el costo de aplicarlas.

Pero eso es lo de menos para los congresistas que quieren mandar a la cárcel a todo el mundo. Porque lo que les interesa es el rédito del populismo penal: conseguir votos fáciles posando de defensores de los niños, de adalides improvisados de la igualdad, de duros contra la delincuencia. De nada sirve recordarles la lección de décadas de estudios criminológicos que muestran que, para evitar conductas indeseables, de poco sirven leyes duras pero ineficaces, y que, en muchos casos, otras sanciones como las multas o los trabajos comunitarios son más adecuadas.

Como buenos cantineros, los políticos seguirán sirviéndonos tragos de populismo penal. Y cada vez son más los que piden otro.

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