Betty insiste en que la fuerza de la restauración de los pueblos sí es el maestro. Una maestra que escribe y que lee en voz alta es una que ha sabido cómo escuchar para no rendirse. | María Antonia Ruiz Espinal
Los cuentos que en voz alta nos decimos: la profe que planea lecturas colectivas del informe de la CEV
Por: Daniela Jiménez González | noviembre 17, 2022
Betty esculca papelitos, pasa los dedos entre las líneas escritas a lápiz de una carta hecha para su padre. Hace un año que él murió y pocas cosas le parecen tan duras como aquello de dejar su duelo en diarios leídos por nadie más que ella. “Papá”, repasa en voz alta, “una charla, un almuerzo, una Navidad, un cumpleaños contigo. Todo a tu lado fue una fiesta”.
Hace menos de una década, salir al parque de San Carlos era, quizás, encontrar tranquilamente en una tienda a aquel que había matado a tu hermano. En tiempos de duelo, que han sido tantos en el pueblo, la correspondencia es una ruta de regreso. Escribir es volver a la casa de papá, junto a la radio, en los días más duros del acuartelamiento. O volver a las conversaciones con mamá en el comedor de la sala. O a la escuela de la vereda Vallejuelos, su casa durante 15 años como maestra esperando a quienes no regresaban y leyendo con recelo titulares como “fuego y lluvia en San Carlos”. Betty escribe y lo hace con fe.
A veces en clase, cuando sus estudiantes parecen detenidos mirando a la nada o toqueteando la pantalla de un celular por debajo del pupitre, la profe Betty Loaiza, de 55 años, que ha sido maestra de lengua castellana, pero también de religión, biología y hasta inglés, llega a la conclusión de que a ellos les duele todo, que el malestar es demasiado, que no tiene márgenes. Es como intentar surcar el daño pasando los dedos por la boca de un volcán. Ella le llama soledad, lo dice así, con las formas de un nombre propio, como si fuera una plaga profusa que ha llegado a la escuela, o que lleva ahí muchos años, enquistada en viejos resentimientos que no han sido puestos en palabras.
Betty, que ha sido enfermera y psicóloga, que sobrevivió a las listas de la muerte mediando entre paramilitares y guerrilleros, y algunas veces apenas pudo tomar aliento para nombrar todo eso, habla de desesperanzas. La de tantos años de guerra acumulados, sobre todo en la memoria de los padres, madres y abuelos. Es y fue la guerra, la ensoñación de lo que pudo ser.
San Carlos, en el Oriente antioqueño, tiene 702 kilómetros y es uno de los municipios más grandes de Colombia. Tiene 78 veredas y cerca de 70 escuelas. Cada vereda tiene una quebrada y un colegio. O sea, cada una tiene, como cuenta Betty, justo lo necesario: mucha agua y un maestro. Nada más importante.
Con tantas represas con las que los sancarlitanos se han empeñado en dominar las corrientes de tanta agua, el municipio produce una tercera parte de la energía del país. Su central hidroeléctrica, con ocho generadores y ocho turbinas, se alza con su presa Punchiná a unos 70 metros sobre el río. Y, entre toda esa bonanza, en medio de una geografía montañosa y quebrada y un indignante aislamiento estatal, San Carlos vivió su peor vida: 33 masacres que guerrilleros y paramilitares cometieron en menos de una década, entre 1998 y 2005.
Así que, en más de treinta años de ejercicio docente, Betty Loaiza se ha obstinado en vencer esa vasta barrera geográfica en donde ni siquiera hay conectividad. En casa no tienen internet, ni luz, a lo sumo tienen un celular para chatear y llamar. Muchos de sus alumnos no tienen computadores. Y en el colegio hay trece o catorce que ya no dan para más.
Pero sus estudiantes, aún con reticencias y de manera inadvertida, están escribiendo todo el tiempo: lo hacen al conversar, porque la charla y el cotilleo en medio de la clase, ese que algunos profes se empeñan en acallar, es también una forma de escritura. Lo hacen en los chats de mensajería. Escriben en los márgenes de los cuadernos, crean bitácoras y diarios de estudio a pedido de los profesores, aunque pregunten siempre si el trabajo es calificable. En los tiempos asiduos de la guerra, Betty nunca dejó de ir a la escuela.
Pasaba las horas junto a los niños y adolescentes leyendo en voz alta y los cuentos compartidos fueron, por fin, una pausa entre los rumores de asesinato o de las casas que iban quedando una a una abandonadas. Entonces, en ese silencio, maestra y niños escribieron. Lo hicieron por años. Se sentaban en mesa redonda o en el piso, y Betty los invitaba a volver a los relatos que en casa se contaban sobre la crueldad de la guerra. Algunos de esos testimonios, escritos hasta con mala ortografía o discretos errores de redacción, fueron luego pulidos y afinados con el ojo amoroso y revisor de Betty, e incluidos en el informe ¡Basta Ya! (2013) del Centro Nacional de Memoria Histórica.
Fue en la sala de profesores de la Institución Educativa Joaquín Cárdenas Gómez, en la que Betty ha trabajado los últimos 16 años, que vieron desde la transmisión del televisor al padre Francisco de Roux entregando al actual presidente de la República el Informe Final de la Comisión de la Verdad. “Quién va a leer todo eso, hay que resumirlo”, se escuchó por ahí. Betty se quedó mirando aquel voluminoso primer tomo y se imaginó en tediosos eventos institucionales, entre los discursos extensísimos de un funcionario que no conoce la historia de San Carlos y que lee documentos interminables. Eventos en los que los discursos se extravían en la mente difusa de un adolescente. Así que dijo: hay que volver a escribir con ellos. En las manos y en la voz del padre Francisco de Roux, pensó, el informe se revelaba como un nuevo comienzo.
“A los muchachos” —dijo entonces a sus compañeros profes—, “hay que contarles lo que pasó, dónde se vivió, cómo se vivió, con qué crueldad se vivió. Tenemos que desestructurar esa frasecita que dicen que lo de antes era más bueno. Los de ahora no pueden vivir sin ese pasado: ese pasado existe en el corazón de las personas”.
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Entre septiembre y noviembre, Betty ha invertido algunas de sus tardes en pensar de qué manera seleccionar fragmentos del Informe Final de la Comisión de la Verdad para leer en voz alta en clase. Y luego, claro, escribir, así como escribieron a finales de los noventa, cuando los registros daban cuenta del abandono de 30 de las 78 veredas del municipio —más del 80% de la población fue expulsada— y 156 desapariciones forzadas.
Betty pone en la correspondencia la respuesta para acunar todos los duelos. Tal como escribe cartas a su padre, o a su madre, sabe que hay en escribirse cartas un intercambio generacional, una conversación honesta. O, al menos, el pacto del tiempo regalado, el de sentarse a escribir pensando en qué sentiría el otro. Cree que escribir es una de las tantas formas del amor. “Miren este informe: volvamos a sus testimonios escribiendo los nuestros”, les dijo a sus compañeros “Para nuestros estudiantes es muy importante soltar la tristeza que tienen en el corazón. Si no les contamos a ellos la guerra, la que vivieron los papás, ellos no saben por qué sus papás están tan tristes. Y, de paso, por qué ellos están tan agotados”. Si no escribimos rápido, dice, se nos están yendo los que cuentan. Y quién va a contar.
Además, las cartas de los jóvenes sancarlitanos han tenido alcance y vuelo más allá de la intimidad y el resguardo de la escuela. En el informe San Carlos, Memorias del Éxodo en la Guerra del Centro Nacional de Memoria Histórica, se incluyó una carta declaratoria de los jóvenes, firmada el 4 de julio de 2010:
“Llevar un fusil al hombro es querer combatir con la propia sangre, hemos sido marionetas de los grupos armados, cautivados por la grandeza derrotada, ideando la guerra, haciendo la guerra y muriendo en la guerra. Los grupos armados han marchitado los sueños de la juventud, que no son más que los propios sueños y anhelos de la humanidad. No queremos más jóvenes combatientes, dejando el azadón y la ruana por un cañón aniquilador y un morral minado de rencor, ni renunciando a sus cuadernos y esferos, por una lanza cegadora o una lista xoficial con órdenes de bajas”.
***
La Institución Educativa Joaquín Cárdenas de San Carlos tiene tres sedes en el área urbana y cuatro colegios rurales: Palmichal es una de estas sedes y allí Betty Loaiza trabaja recibiendo estudiantes de diecisiete veredas. Algunos recorren a pie una hora y media de distancia para alcanzar la ruta escolar de buses. Son catorce maestros en la sede principal, cerca de 500 estudiantes en todas las sedes. Algunos profes, como Betty, han ido migrando de una sede a la otra, o tienen recuerdos de cómo era pasar la jornada cerrando cada una de las ventanas por el temor que afuera ganaba terreno. Recuerdan, por ejemplo, que el maestro en el tiempo de la guerra fue desde objetivo militar hasta censista: tocando puertas iban anotando beneficiarios para el Sisbén, o eran los profes los que encargaban medicamentos o alimentaban los animales abandonados en los potreros.
Durante el último semestre, Betty ha sostenido conversaciones con docentes en México, periodistas en Argentina, otros testigos de guerras parecidas a las nuestras. Y su convencimiento se asienta: en el salón de clases leerá algunos capítulos del Informe de la Comisión de la Verdad, sobre todo, como punto de partida para que escriban sus cartas. Para compartir cuentos en voz alta no se necesita de Internet. Solo la atención dispuesta. Algunos de sus alumnos tienen menos de diez años y no vieron desfilar a guerrilleros y paramilitares por las calles del pueblo, ni vieron apagar las luces de casa, día a día, antes de las tres de la tarde.
Como las cartas que cruzan viajes trasatlánticos, las de hoy son un puente entre tiempos. Ella se lo imagina así: serán los niños los que entrevistarán a sus abuelos, a sus madres. En ese camino, que es el de la empatía y la sensibilidad, cree que el Informe Final se distanciará un poco de los tomos apilados o de los pdf de cientos de páginas. “Mi mamá huyó a temprana edad para salvarnos. Muchos de mis hermanos mayores estaban en su vientre cuando huyeron de la guerra”, relata Betty, hilando uno de esos fragmentos que conoció en una de estas cartas pasadas.
“A ellos se les dificulta escribir mucho y se les dificulta redactar cartas, pero uno con ellos ha logrado hacer muchas cosas. El encuentro de cartas es un tema que se da muy bonito en la escuela. Para el Informe de la CEV estamos creando un correo permanente en el que los niños escriben las carticas y las dirigen a otro compañero y ahí se encuentran esos correos. Le vamos a dar mucha más fuerza después de leer juntos los capítulos que seleccionemos”.
La profe no le teme a los monosílabos de sus estudiantes. El lenguaje del perdón o el del dolor, se revela después de la escucha.
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Hace más de diez años, en 2008, Betty Loaiza trabajaba en la sede Vallejuelos de la misma institución, otra vereda en la que en un mismo salón de clase estaba el hijo del que mató al papá del otro. Es decir, una cadena de desconfianzas y animadversiones. “Ahí está la víctimas y también el victimario”, decían algunos en aquel ensañado protocolo de etiquetas sobre la frente.
Pero incluso allí permanecieron, tratando de sobreponerse. “Soy de aquí y nunca me fui. Somos de los que nos quedamos, vivimos toda la guerra, sin treguas, día tras día y noche tras noche. En más de diez años de guerra nunca dejé de ir a la escuela. Me encontraba con todo lo que ustedes quisieran: guerrilleros, paramilitares, tuve que pasar por el medio de ellos y sentir el frío, ver las armas, decir buenos días, buenas tardes, y seguir”.
Fue la profe de todas las materias: lengua castellana, la que dicta hoy y su preferida; artística, ética y valores. Religión. Alguna vez ciencias naturales. Inglés básico, porque había que crear currículos y preparar clases con lo poco que tenían. En las noches estudiaba a la luz de las velas, porque en la guerra eran riesgosas hasta las lámparas.
“Yo sí digo que yo que viví la guerra día a día en San Carlos, que teníamos que encerrarnos a las tres de la tarde, que sentíamos que golpeaban puertas, que sonaban explosivos toda la noche, que pasaba gente, que no había noches tranquilas. Llegaba el momento de que había que dormir así, porque si estaban dándole golpes a la pieza pues había que saltar muros para salvar la vida”.
Una noche la mandaron a llamar. Escuchó en rumores que venían del pueblo, en las voces de otras maestras atemorizadas, que iban a matarla los paramilitares. Fue a buscarlos.
—Por qué me van a matar.
—Ah, porque ustedes les dan clase a los hijos de los guerrilleros.
—¿A los hijos de los guerrilleros? No. A los niños. ¿Ustedes por qué clasifican a la gente así? Yo doy clase a los niños. Allá ningún papá ha ido a decirme: recíbame este niño que yo soy un guerrillero. Y cuando cito a reunión de padres, ninguno está en el monte porque bajan a reunión. Los veo en la vereda todo el tiempo.
Lo miraba a los ojos.
—Muéstreme la lista en la que dicen que me van a matar.
Un comandante sacó un cuaderno. Era una lista de ocho o nueve maestros. Betty tenía una estampita de papel de la Virgen de los Milagros debajo de la camisa.
—Ahoritica hay que reunirlos en la cancha a todos los maestros, dijo uno de ellos.
Se paró. Betty lo cogió del brazo y lo sentó.
—No ve que usted se lleva ese cuaderno con mi nombre. Y si a usted lo matan, porque a usted también lo matan, llega otro paramilitar y coge el cuaderno y vuelvo a estar en la lista.
Se sentó. Abrió el cuaderno y arrancó la hoja. “Dios mío, qué hago con esto”, rezó. Y mientras pensaba qué hacía fue partiendo la hoja, se la fue comiendo y se la tragó toda.
Por la espalda, otro increpó al comandante. ¿Qué hacemos con ella? El otro lo miró y apenas dijo:
—Estoy charlando. Es una vieja amiga. Estamos aquí recordando cosas.
Betty se había tragado el papel para cuando la llevaron a rastras al coliseo junto a otras maestras. La miraban con desconcierto. Hubo amenazas e intimidaciones.
—Váyanse, hijueputas, para que no digan que estamos persiguiendo maestros.
Esos miedos sí quedaron. Salir, sí, pero que esté de día. Que no la vaya a coger la oscuridad por ahí. Que no lleguen las seis de la tarde y que comiencen los grillos a cantar. Ese es el miedo que queda.
***
Está terminando el ciclo escolar y Betty, en su casa, planea mentalmente una de las últimas clases de lengua castellana. Pareciera que el trajín de las pruebas de Estado, las calificaciones, los informes por llenar, las materias por habilitar, y la apatía de fin de año, terminará por tragarse los esfuerzos de mantener la atención de los estudiantes. Su propósito es férreo para el año que viene y, quizás, su último gran esfuerzo antes de retirarse será este nuevo paréntesis de cartas y lecturas. Lleva varias semanas pensando en los capítulos del Informe Final que leerá. El apartado de testimonios, titulado Cuando los pájaros no cantaban, podría ser un buen punto de partida. Allí, por ejemplo, hay testimonios del conflicto armado en San Carlos. Como uno que dice: “Uno ahora piensa y dice «¿cómo carajos uno fue capaz de sobrevivir a todo eso?» En noticias hace años salió un reporte: «…y si bien San Carlos puso las víctimas, El Jordán puso los paramilitares». Y pues tan irresponsable. Cuando yo vi eso, o sea, a mí eso me indignaba. Nosotros no pusimos paramilitares; acá llegaron y se instalaron”.
Mientras Betty medita sobre estos testimonios, recuerda las jornadas que compartió con Francisco de Roux.
Estuvo con él en varios encuentros, en San Carlos y en Bogotá. Lo describe como un hombre más allá de la justicia de las leyes… “Escucharlo a él… ¿han conversado con él? Sentarse a escucharlo a él no es lo mismo que un video”. Escucharlo, dice, es la tranquilidad de tener un propósito. El suyo, como el del padre, no cae en afanes. Es la búsqueda de, pausadamente, develar qué es y para qué perdonar.
“A los muchachos de hoy hay que hablarles que eso ocurrió, que eso no es una fantasía, y que eso nos marcó a todos. Si bien a muchas personas las deja llenas de odio, de rabia, de desesperanza, tal vez tomando medicamentos para sobrellevar cada día, a otros nos llenó de perdón, de fuerza. A esas personas que nos llenamos de fuerza y de fe yo creo que somos los que volvimos a levantar esta Colombia tan triste. Eso lo veremos y lo leeremos”.
Betty insiste en que la fuerza de la restauración de los pueblos sí es el maestro. Una maestra que escribe y que lee en voz alta es una que ha sabido cómo escuchar para no rendirse. “Cuando se escribe a veces uno piensa que escribir para los muchachos es aburrido. Pero cuando ellos se meten en el cuento, con su mala ortografía, pero cuentan su historia y luego cuando uno se sienta con ellas a leerla dicen: Profe, ¿yo escribí eso?”
“Sí”— les dice Betty —“tú escribiste eso. Y es hermoso”.
Cree en las cartas que se leen y se conservan y se revisitan cada tanto en lugar de los eventos de divulgación. Cree en los procesos, las memorias, en lugar de actos cívicos de fácil olvido. Dice que hay que diseccionar el Informe, fortalecer los museos de la memoria en los pueblos y en las ciudades e inventar propuestas de visitas a los estudiantes.
“La bondad de Dios es que he podido entender y escuchar. Yo que viví la guerra cruel en San Carlos, yo escucho lo que pasa en Montes de María y en el Meta. Ahí sí vuelvo al refrán: el dolor mío no puede ser el único. El dolor del otro es más grande que el mío”.
En los tiempos de la guerra los maestros sancarlitanos iban a capacitaciones a Medellín. Otros maestros los evadían, no se querían montar en el bus porque los señalaban de guerrilleros. Porque la guerra estaba allá. “Nos volvimos solitarios y de pocos amigos, apenas estamos volviendo. Todo tiene su tiempo bajo el sol. Ojalá este sol nos dure muchos años para seguir contando muchas cosas”, concluye Betty.
Entonces, ¿qué hacer ahora, con informe en mano, cuando hay familias que aún no se perdonan?
“¿Uno qué hace con eso? Acercarse al uno y al otro en diferentes espacios. Los niños tienen algo muy bonito. Olvidan muy rápido. Ellos juegan. Los que cargan rencores somos los adultos. Los niños con el juego olvidan esas cosas”.
Es, siempre, más difícil con los papás.
—No, pero mi hijo cómo va a estudiar en el salón con ese hijo de guerrilleros.
—No hay otro salón —insiste Betty.
Entonces, así como se sentaron las víctimas y los victimarios, en una misma sala, en las sesiones de la Jurisdicción Especial para la Paz —JEP—, y en los diálogos abiertos de la CEV, así mismo los niños se sentaron en el aula. Y así mismo se sentarán a escribir en Palmichal, guiados por la voz narradora de Betty.
Desde el balcón de su casa, al que llegan más tarde sus nietas y sus hijas, Betty confirma que los duelos que dejó el conflicto no son distintos a otras pérdidas de la vida. Dice que nada le ha dolido tanto como la muerte de papá y de mamá, por causas distintas a las de la guerra.
A la par que han ocurrido tantos desarraigos, y de que tantos se han marchado, algunos se quedaron en casa siguiendo el curso de otros duelos paralelos: la muerte de un padre o una madre, como Betty, la pérdida del lugar de trabajo. En las aulas de clase hay adolescentes y niños que aman, que se cansan, que sienten dolor, que se levantan todos los días a las 6:00 a.m. a esperar el bus del colegio. Seres humanos que, a veces, pierden la fe y la recuperan al día siguiente con otra historia leída en voz alta.
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