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Los demócratas del TLC

César Rodríguez critica a quienes piden firmar el TLC sin tener en cuenta las encuestas desfavorables, y advierte que hacerlo les puede salir caro al Presidente y los aspirantes al Congreso en las próximas elecciones.

Ahora que el Presidente se va a Washington a negociar el TLC, pululan los analistas económicos que le aconsejan firmar el tratado»rapidito» y sin reparar en encuestas ni detalles. Que el Presidente en persona intervenga en el tejemaneje de la negociación ya es bastante curioso. Pero más curiosa aun es la idea de la democracia y la opinión pública que tienen quienes le aconsejan volver de Washington con el TLC bajo el brazo a toda costa. Basta recordar que los mismos que hoy piden pasarse por la faja los sondeos en los que el TLC se raja ante la opinión pública, hace apenas unos meses advertían, encuestas en mano, que la reelección no tenía reversa porque la voz del pueblo es la voz de Dios. Es la vieja lógica del embudo: lo ancho para mí, lo angosto para los demás.

No hace falta ser politólogo para darse cuenta de que la democracia del embudo ni funciona ni convence. No funciona frente al TLC porque el votante de a pie sospecha, con razón, que de eso tan bueno no dan tanto, y puede cobrarle caro a los aspirantes al Congreso y al Presidente-candidato su apoyo a un tratado que puede dejarlos sin empleo o sin medicinas baratas. El campanazo de alerta acaba de darlo el electorado de Costa Rica, que le pasó la cuenta a Óscar Arias por su apoyo al TLC con Estados Unidos (el Cafta). De un día para otro, quien fuera premio Nobel perdió la ventaja que llevaba en las encuestas y ahora anda comiéndose las uñas en un voto-finish contra un rival cuya principal bandera fue precisamente la oposición al Cafta. Así que mal harían nuestros candidatos criollos en desoír las voces de la opinión pública y escuchar las de los sesudos economistas y ex ministros que andan por ahí aconsejando lo contrario.

Estos replicarán que las críticas al TLC vienen realmente de los gremios proteccionistas que abogan por sus intereses particulares, y que en asuntos como este apelar a la opinión pública no se llama democracia, sino populismo. Es aquí donde la lógica de la democracia del embudo no convence, porque no tiene ningún criterio coherente para trazar la raya entre democracia y tecnocracia. ¿Por qué vale la opinión de la mayoría cuando lo que se trata de cambiar son reglas políticas que tienen un alto contenido técnico (como en el referendo convocado por el propio gobierno hace un par de años), pero tiene que ceder su puesto a la opinión de unos pocos expertos y asesores cuando lo que se va a transformar son las reglas del juego económicas para el siglo XXI, como en el TLC? ¿Con qué criterio se exime a la tecnocracia económica (por ejemplo, la del Banco de la República) de la influencia de la opinión pública, mientras se exige con igual ahínco que otras tecnocracias (como la de la Corte Constitucional) obedezcan la opinión de la mayoría en casos como los del aborto o la reelección?

Para sostener esta lógica insostenible, los defensores del embudo democrático se valen de un diagnóstico erróneo del movimiento de oposición al TLC. Ni la oposición está basada en una postura dogmática contra el comercio internacional, ni está compuesta sólo por los sectores que serían arrasados por un TLC al estilo del que firmó Perú, como los arroceros o los maiceros que tendrían que competir con las importaciones subsidiadas por el gobierno estadounidense. En realidad, las mayorías que salen a relucir en las encuestas y en las calles tienen de todo, desde artistas preocupados por la invasión de enlatados gringos, hasta comunidades indígenas que advierten sobre los daños ecológico y cultural de un TLC incondicional, pasando por consumidores anónimos que ven venir la escalada de precios de los medicamentos si se negocia un tratado con cláusulas exorbitantes sobre propiedad intelectual.

Y sus razones no son de quimera, sino basadas en proyecciones serias sobre el impacto del TLC, como las cifras recientes que muestran que el tratado puede dejar a 1.800.000 colombianos sin empleo -sin que, como lo muestra un juicioso estudio de Alejandro Gaviria, se vaya a compensar significativamente la pérdida con nuevos puestos de trabajo-. En suma, lejos de ser el producto de una conspiración orquestada por sectores proteccionistas, las propuestas por un TLC más equilibrado tienen una base social y política amplia que se va a hacer sentir en las elecciones y en el debate que se dará al tratado en el Congreso.

Así sucede, por lo demás, en todas las democracias serias, donde los compromisos internacionales fundamentales pasan por el filtro de un exigente debate parlamentario o de la participación ciudadana directa. Eso es lo que ha pasado, por ejemplo, en los países de Europa donde los parlamentos o los votantes han decidido, tras una amplia discusión pública, si adoptan o no la Constitución europea.

Pero la lección más reciente y relevante viene, de nuevo, de Centroamérica, a propósito del Cafta. No es casual que en las democracias precarias de Guatemala, Nicaragua, Honduras, República Dominicana y El Salvador, los congresos y los gobiernos dominados por pequeñas elites hayan aprobado a pupitrazo el tratado, mientras que en la única democracia sólida de la región -la de Costa Rica- el Cafta esté varado por la resistencia tenaz de múltiples voces dentro del Estado y la sociedad civil que han señalado las consecuencias nocivas del tratado tal como fue firmado.

Si Colombia es una democracia seria, el Presidente y sus asesores deberán tener en cuenta el descontento de la mayoría con un TLC incondicional al negociar los detalles finales del tratado esta semana en Washington. De lo contrario, tendrán que ser los electores los que les recuerden con su voto a los congresistas y al Presidente-candidato que no estamos en una república bananera.

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