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Los enormes desafíos de un buen hombre

Desde la Segunda Guerra Mundial es la primera vez que Estados Unidos no tiene la capacidad de maniobra e imposición que tenía en el pasado.

Por: Mauricio García VillegasEnero 19, 2009

Cuando Barack Obama ingrese este martes a la Casa Blanca ya no lo hará como senador sino como el presidente número 44 de los Estados Unidos. De camino a su oficina verá los muros de esa casa, los mismos que fueron construidos por esclavos negros a finales del siglo XVIII y entrará a las habitaciones que sirvieron de morada a veinte presidentes de ese país que tuvieron esclavos a su servicio. Al lado suyo estará su esposa, Michelle Obama, quien recordará, quizás, la suerte que tuvo Jim Robinson, el bisabuelo de su padre que trabajó como esclavo en Carolina del Sur. Entonces pensará que todo esto ocurre en el mismo país en el que hace un siglo se linchaba a los negros, en el mismo en el que hace 50 años se les segregaba de las escuelas y de los sitios públicos y en el mismo país en el que hace cuarenta años asesinaron a Martin Luther King.

Esta revolución racial, en la cumbre del Estado, será lo más visible y lo más admirable de la posesión presidencial. Con eso bastaría para celebrar y para suscitar la admiración del mundo entero. Pero lo más extraordinario es que esos no son los únicos motivos que hacen de éste un gran evento. Quizás lo que más suscita el entusiasmo de la gente es que Obama es un político particularmente talentoso, lo cual reconocen incluso sus más aguerridos oponentes. No sólo cuenta con una oratoria elocuente, profunda y sencilla, sino que tiene una gran capacidad organizativa y de liderazgo. Por eso muchos sostienen que Obama combina el don de la palabra que tenía Abraham Lincoln, con el liderazgo que tenía Franklin D. Roosevelt.

Pero así como Obama parece encarnar las virtudes combinadas de estos dos grandes presidentes de la historia estadounidense, también hereda problemas similares a los que tenía el mismo Roosevelt. Por un lado, recibe una situación internacional belicosa y explosiva y, por el otro, una crisis económica cuya gravedad, según la revista The Economist, no se veía desde hace ochenta años. Es verdad que esta no es la primera vez que un presidente de los Estados Unidos enfrenta una situación compleja y peligrosa en el mundo; pero sí es la primera vez que, por lo menos desde la Segunda Guerra Mundial, este país no tiene la capacidad de maniobra y de imposición que tenía en el pasado.

El deterioro del liderazgo estadounidense durante la última década es dramático: si, por un lado, las nuevas grandes potencias China, India, Brasil acabaron con el predominio económico de los Estados Unidos, por el otro, George W. Bush y Dick Cheney dilapidaron lo que quedaba de la autoridad moral que tenía este país para difundir la democracia y la libertad en el mundo. De ahí surge una de las contradicciones que enfrenta el nuevo Presidente: “Mientras que los ciudadanos americanos esperan que Obama restaure la hegemonía que los Estados Unidos tenían en los tiempos de Truman y Kennedy dice Jacques Julliard en el NouvelObs el resto del mundo sólo espera que la comparta”.

El desafío que enfrenta el nuevo presidente es particularmente grande si se tiene en cuenta que la solución a los problemas económicos internos depende, en buena parte, de la recuperación del prestigio diplomático del gobierno. La crisis económica actual no es simplemente un problema derivado de banqueros irresponsables y prestamistas inescrupulosos —que lo es, por supuesto— sino del fracaso del modelo de globalización económica puesto en marcha desde mediados de los años ochenta. Ese modelo, que combina el consumo masivo y a debe, en los Estados Unidos, con el ahorro y la austeridad en las economías asiáticas es, además, claramente incompatible con el fortalecimiento de la clase media que quiere llevar a cabo el presidente Obama.

Es muy posible que no exista una receta única, ni indiscutible para enfrentar estos desafíos, pero Obama y su equipo sí tienen una idea de cómo hacerlo. El editorialista de The Economist, lo resume bastante bien: los Estados Unidos deben convertirse en “un gigante más modesto, más sometido al derecho internacional, y más comprometido con la búsqueda de la paz, no sólo en el Medio Oriente sino en todo el mundo”.

Muy probablemente Obama es consciente de que, en un planeta multipolar, peligroso y competitivo como el actual, la solución a los problemas de su país no consiste en imponer una especie de pax romana en el mundo, sino en lograr un sistema internacional más pacífico, fundado en la cooperación y, sobre todo, más respetuoso de la ley internacional. Otra cosa es que logre hacer eso en un país en donde todavía hay mucho de ese patriotismo desmesurado y seudo-religioso que condujo a la invasión de Irak.

Es en este sentido, la importancia que tiene para Colombia la llegada de Obama a la Presidencia de los Estados Unidos no está tanto en la letra menuda de los acuerdos comerciales que tenemos con ellos —en eso nos irá tan mal como siempre— sino en el impacto que un ambiente internacional menos belicoso, más respetuoso de la ley y menos tolerante con las violaciones a los derechos humanos, tendrá en nuestra política interna.

Lo mejor que puede hacer el Gobierno es olvidar a Bush —con la medallita que le regaló a Uribe— y pensar en adaptarse a los nuevos vientos que corren. Buena parte de la celebración de hoy se debe a la terminación de estos últimos 8 años de descalabro republicano.

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