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Los hijos desaparecidos por la violencia en “las montañas de mi tierra”
Por: Diego Zambrano Benavides | diciembre 11, 2024
Si es verdad eso de que recordar significa volver a pasar por el corazón, Luz Elena Idárraga dice que, la mayoría de las veces, preferiría no hacerlo. Hace más de dos décadas, la violencia de los hombres casi destruyó el suyo. Por eso, muy pocas veces cuenta lo que le ocurrió. Por eso, quizás, es que mide cada palabra y le cuesta confiar. Pero, como también la alienta el sentimiento de esperanza propio de una madre, decide abrir su doloroso relato conmigo. Me cuenta su historia mientras recorremos el camino desde Medellín hacia Granada, en el Oriente antioqueño. En esta región, en un lapso de dos años, sufrió la desaparición de Gustavo, el mayor de sus hijos, y luego, mientras huían desplazados por la violencia, asesinaron a Heider, el único hijo hombre que le quedaba con vida en 2003.
Todo ocurrió en San Carlos, a 40 kilómetros al oriente de Granada. Un municipio que se convirtió en un retrato de todas las formas de violencia del conflicto armado colombiano. El Grupo de Memoria Histórica y la Corporación Región lo describen así en el informe San Carlos, memorias del éxodo en la guerra, como un pueblo del que casi todos sus habitantes huyeron por las disputas territoriales de actores armados; principalmente la guerrilla contra el Ejército y los paramilitares, que desplegaron todas sus estrategias para eliminar, desterrar o subordinar a las personas, con el fin de controlar la región. Así también lo recuerda Luz Elena cuando le pregunto, mientras avanzamos por la carretera, por la ubicación de la vereda Bellavista, donde me dice que vivió con su familia antes de verse obligada a participar en un éxodo que desarraigó a cerca de 20.000 personas en la zona. “Queda allá, atrás de esa montaña que se ve ahí. Por allá fue que desaparecieron a mi hijo”, me cuenta. Esa montaña, y el resto de las montañas que componen el paisaje, me ponen a pensar en la estrofa del himno antioqueño que reza “las montañas de mi tierra”, y es imposible no pensar en cuántos hijos, esposos y hermanos fueron devorados por la guerra dentro de esas montañas.
Luz Elena vivía en una casa campestre, con cultivos de café, algunas reses y caballos. En el año 2001 ya habían nacido sus dos hijos y algunas de sus hijas, y tiene claros algunos detalles de la desaparición de Gustavo, pero las traiciones de la memoria ―y el profundo dolor― la llevaron a olvidar la fecha exacta en la que sucedió. Recuerda que fue ese año, eso sí, y recuerda que su hijo se fue a trabajar en la construcción de un acueducto. Partía cada lunes de la casa, con su ropa limpia recién empacada en el morral y lo veía alejarse por el quebradizo terreno montañoso de la finca mientras ella se quedaba “con el corazón achicopalado”. Solo volvía a la calma cuando lo veía llegar durante la mañana del sábado.
Pero un sábado Gustavo no regresó, y esa semana no hubo un solo día en el que la angustia no la desbordara. Trató de pensar que su hijo encontró a alguien que le lavara la ropa y por eso no regresó, se convenció de que quizás el trabajo estaba tan pesado que no tuvo ocasión de volver a casa. Pero al siguiente fin de semana tampoco llegó y ella decidió averiguar lo que había ocurrido. En casa de Alirio, el señor que lideraba la construcción del acueducto, le confirmaron que Gustavo no se presentó a trabajar tras el último descanso. Luz Elena se derrumbó en una silla y, presintiendo lo peor, solo pudo llorar desconsoladamente.
“Si quiere que le diga la verdad, no volví a saber ni a tener un solo rastro de mi hijo”, me dice mientras mira al horizonte por la ventanilla del carro. Y no es que no lo haya buscado, pues comenzó a recorrer los sitios que Gustavo frecuentaba, donde agarraba la chiva, donde compartía con sus amigos, pero no encontró ninguna señal. Ni siquiera sabía cuál de esos tres ejércitos que atravesaban las veredas de San Carlos era el responsable, pero sí tiene la certeza de que a su hijo se lo arrebató ese conflicto al que nunca quiso pertenecer, pero cuyos efectos desmedidos sacudían su cotidianidad.
En el Oriente antioqueño hay 3.152 personas desaparecidas, según el registro oficial más reciente. Un número que sube o que baja, según aparezcan nuevos casos o algunas familias reciban la noticia de que hallaron los restos de sus seres queridos, pero Gustavo se convirtió en una parte inamovible de ese universo. Pese a las pesquisas, la denuncia en Fiscalía y toda la energía que logró movilizar su familia, hace 23 años que Gustavo hace parte de esa cifra.
Una guerra total que no dio tregua
El tronar de los fusiles en el Oriente antioqueño arreció con más crudeza en los primeros años del nuevo milenio. En su Informe Final, la Comisión de la Verdad relata cómo las tomas guerrilleras de finales de los años 90, sobre todo por parte de las FARC, le dieron paso a las incursiones de las Autodefensas Unidas de Colombia, que se aliaron con brigadas del Ejército Nacional y sometieron a la población. Y aún cuando creía que había perdido mucho, a Luz Elena la guerra no le dio tregua.
“Por esta carretera por donde vamos no podía pasar casi nadie en esa época. Estaba llena de retenes y quemaban carros, entonces nos tocaba movernos por los caminos de las veredas, que tampoco eran tan seguros”, cuenta Luz Elena. En marzo del 2003, el comandante de alguno de esos tres ejércitos transmitió a su tropa la orden de convocar a toda la comunidad en la escuela de Santa Rita. Ni los niños ni los ancianos podían quedarse en casa. Por temor al resultado de esa instrucción, Luz Elena y su familia prefirieron recoger algunas de sus cosas y abandonar su hogar. Los niños ya ni siquiera asistían a la escuela. Tal como en la película Los colores de la montaña, la maestra, atemorizada por las presiones de los grupos armados, se despidió de sus alumnos y abandonó la región.
Varios días recorrieron a pie las trochas con dirección al corregimiento de Santa Ana, en Granada, donde Luz Elena tenía familia que los podría recibir. “Íbamos acompañados de toda una caravana, porque no solo nos fuimos en la vereda de Bellavista, sino también los vecinos de toda la zona”, relata. Su esposo Jaime, su hijo Heider y sus hijas Deisy y María Eugenia caminaban junto a ella. Avanzaban buscando posada en las casas donde los alcanzaba la noche y, cerca del octavo día, decidieron parar en una casa rodeada de potreros.
A la hora de la comida sintió como si se desgranara el cielo, como si el agua amenazara con romper en cualquier momento el techo de la casa, con los truenos propios de una tormenta eléctrica. Pero no era el sonido de la lluvia, sino de ráfagas de fusil que impactaron la fachada del refugio. Por una de las ventanas, Luz Elena pudo ver como una vecina se revolcaba abrazando a su hijo, que yacía muerto en el piso, antes de ser alcanzada también por las balas.
En medio de la confusión se dividieron para salir de la casa y no supieron hacia dónde corrió Heider. Atravesó caminos a oscuras hasta pasar una cañada y encontrar protección en una casa. Durante la noche y la madrugada no pudo dormir pensando en el destino del resto de su familia. Entretanto, su esposo, que se había escondido en unos matorrales junto a una de sus hijas, fue hacia el lugar donde se produjo la balacera y se encontró de frente con el Ejército Nacional.
“Tenían una hilera de cuerpos muertos y le preguntaron si reconocía a alguno. Y sí, ahí estaba el niño. Heider solo tenía 15 años cuando me lo mataron”. A Jaime no lo asesinaron después de reconocer el cuerpo porque estaba con la niña, pero los soldados trataron de convencer a la pequeña de irse con ellos, le decían que iba a estar mejor con Bienestar Familiar, que le regalarían patines y juguetes, sin que ella soltara el brazo de su papá. Por eso lo dejaron ir. “No querían que quedaran testigos de lo ocurrido, pero quizás les remordió la conciencia de matarlo delante de la niña. Por eso pudo salir de allí y correr a contarnos la noticia”, afirma Luz Elena.
Haber creído que al menos con ese ejército podían sentirse seguros aún le duele. Jamás pensó que de los hombres que juraron proteger a todo un país saldrían los nueve disparos que Luz Elena vio en la foto del expediente y que acabaron con la vida de su hijo Heider. La JEP documentó este caso dentro de la investigación de las ejecuciones extrajudiciales (falsos positivos). Más allá del dato exacto, de la cifra, este relato de una madre que ha sufrido tanto refleja la crudeza del conflicto armado y la veracidad de un fenómeno que dejó miles de víctimas.
Certezas a medias y la persistencia de la búsqueda
Lo de Heider fue un puñal en su corazón, pero al menos no tuvo lugar a dudas de lo que ocurrió y siempre supo que tenía que intentar sanar esa herida, pero Luz Elena sigue sufriendo por Gustavo. Muchas veces se hace trizas la cabeza tratando de pensar en dónde está. ¿Sigue vivo? ¿Fue reclutado? ¿Lo secuestraron? ¿Estuvo preso? ¿Sigue teniendo el mismo nombre? ¿Lo mataron? La certeza de la muerte duele, pero no se compara con la agonía de la duda.
Tampoco le interesó mucho la indemnización a la que accedió como víctima del conflicto armado, pues dice que por sus propios medios siempre salió adelante. Lo que le molesta y la llena de resignación es que después de tantos años y, pese a todas las denuncias y a cada esfuerzo, sigue sin novedades en el caso de su hijo Gustavo. A eso se suma que a la fecha tampoco ha recibido los restos de Heider, aunque la pista más reciente apunta a que se encuentran en alguna bóveda de un cementerio en Rionegro. Con cada nueva jornada de exhumación se abre al menos una pequeña esperanza de poder despedirlo con dignidad. “Cuando murió mi papá nos dejó una plata que nos repartimos entre los hijos, y yo con eso compré un osario para que cuando me entreguen los restos de Heider al menos pueda enterrarlo como se debe”, me cuenta.
Hay otros dolores que Luz Elena recuerda brevemente durante nuestro recorrido por carretera hacia Granada: la desaparición de Gerardo, su hermano, alrededor del año 2000, y el asesinato de Franciso y Ramiro, otros dos de sus hermanos, en mayo de 2004. Pero son historias que hacen parte de otra página. Abrir tantas heridas en una sola ocasión es algo que no le quise pedir. Aun así, su relato inevitablemente se entrelaza con las marcas que dejó la guerra en toda la región.
Esa violencia comenzó a desescalar en el Oriente antioqueño alrededor de 2006, dejando atrás un periodo que obligó a más de 54.000 personas a abandonar sus hogares. Luz Elena, sin embargo, no quiso regresar a San Carlos. Su decisión fue quedarse en Granada, donde siente que no la invaden los recuerdos dolorosos al recorrer las calles y donde encontró una valiosa red de apoyo que la convenció de no desistir en la búsqueda del rastro de Gustavo y del cuerpo de Heider.
Al llegar al pueblo, mientras esperamos a Gloria Quintero, una líder comunitaria que es quien más ha impulsado a Luz Elena a persistir en la búsqueda, recorremos algunos sitios emblemáticos de Granada, como el Parque de la Vida, donde están escritos sobre piedras los nombres de algunas víctimas del municipio. También visitamos un monumento que simboliza la reconstrucción de los edificios y también del tejido social: una mano que sostiene una pala encima de una pared de ladrillos. Según el Centro Nacional de Memoria Histórica, la guerra de la primera década de este siglo dejó en esta población por lo menos 460 muertos, 299 desaparecidos y 10.000 desplazados.
Gloria es una de las víctimas de esa ola de violencia y también es una mujer buscadora. En octubre se cumplieron 22 años desde que desapareció su hermano y, ni por un segundo, pensó en desistir en su búsqueda. Ella sí que sabe de persistencia. “Sale de nuestro ser como mujeres, es no dejar apagar la esperanza. Yo sé lo doloroso que es cuando no hay hallazgos, pero también es un impulso porque con cada paso van quedando lugares y momentos que se descartan y una sigue persiguiendo otras señales”, explica.
Aunque Luz Elena es escéptica de participar en reuniones u organizaciones, sí confía en el liderazgo de Gloria. Quizás no siempre hace falta hacer parte de un gran colectivo, sino dar con la persona precisa que nos anima a luchar contra lo que parece imposible. Y lo imposible se traduce, por ejemplo, en una geografía variable: un árbol que cortaron y ya no hace parte del paisaje en el lugar de referencia para buscar a un desaparecido, o la acidez de la tierra que amenaza con acabar cualquier rastro de aquellos que fueron enterrados por la guerra.
“En esta labor de búsqueda uno se llena de paciencia y humanidad. En mi caso también he aprendido a aplazar. Yo quisiera encontrar a mi hermano, pero sé que hay mujeres que están sufriendo mucho, entonces creo que mi hermano quizás me puede esperar; no necesita que lo saque ahora, pero Luz Elena y muchas mamás necesitan encontrar a los suyos y yo siento que puedo ayudar en eso”.
Más que las organizaciones de víctimas, Gloria señala que la labor de entidades como la Unidad de Búsqueda de Personas dadas por Desaparecidas (UBPD) y la Corporación Región abrieron caminos que parecían estancados. En los procesos participan exmilitares y firmantes de paz, actores que resultan claves para destrabar las búsquedas. En la región del Oriente antioqueño, subraya Gloria, sería fundamental que los responsables del paramilitarismo que hicieron parte de Justicia y Paz, y que azotaron con tanta fuerza la región, también se involucren en estos procesos.
Además, el enfoque de los programas de búsqueda también mejoró. Gloria señala que muchas mujeres, por el dolor del hecho, olvidan detalles, fechas e indicios que pueden ser vitales. Es ahí donde proyectos como el de Memorias de la ausencia buscan estimular recuerdos para reconstruir bitácoras, encendiendo luces que parecían apagadas para siempre mediante ejercicios mentales. Luz Elena, por ejemplo, casi no guarda fotografías de sus hijos, pero escarba dentro de los momentos vividos para aportar cualquier información que ayude a marcar, sobre todo, el rastro de Gustavo, que es de quien menos información existe.
Este año, la UBPD logró recuperar 120 cuerpos en el Oriente antioqueño y entregó 14 cuerpos de manera digna a sus familiares. La búsqueda continúa porque, como dice Gloria, se trata de hacer bulla hasta encontrarlos a todos. Se trata de que cada día, gracias al amor de miles de madres, hermanas y esposas que persisten en la búsqueda, se siga derrumbando el mito de que estos hechos son incomprobables, de que los responsables borraron totalmente su rastro, de que un crimen atroz como la desaparición es, por eso mismo, un delito perfecto.