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Los retos jurídicos de la desaparición forzada: de la lucha por el reconocimiento a la lucha por la eficacia de un crimen atroz
Por: Rodrigo Uprimny Yepes, María Paula Saffon Sanín | octubre 2, 2006
El primer reto que impuso la práctica de la desaparición forzada al derecho fue su tipificación como crimen atroz autónomo. De hecho, si bien esta práctica encuentra sus antecedentes en el régimen Nazi y ha sido utilizada sistemáticamente por los regímenes dictatoriales y autoritarios de Latinoamérica desde la década de los sesenta, durante muchos años la misma no fue considerada como una modalidad específica de crimen atroz, sino más bien como una práctica vulneratoria de múltiples derechos humanos, tales como la vida, la libertad, la seguridad personal y el derecho a no ser sometido a tratos crueles, inhumanos o degradantes. Ello se explica si se tiene en cuenta que su especificidad como crimen atroz, y en especial su distinción con otros crímenes atroces como el secuestro, no era del todo evidente.
Los esfuerzos por cambiar esta situación se concretaron en 1992, año en el que la Asamblea General de las Naciones Unidas aprobó la Declaración sobre la Protección de todas las Personas contra las Desapariciones Forzadas, que reconoció a la desaparición forzada como un crimen autónomo. Esta declaración no constituía un instrumento de derecho internacional de obligatorio cumplimiento para los Estados Parte de Naciones Unidas; no obstante, sirvió como antecedente importante de la Convención Interamericana sobre Desaparición Forzada de Personas, aprobada en 1994 y ratificada por Colombia en 2005, y para la Convención Internacional para la Protección de todas las Personas contra las Desapariciones Forzadas, aprobada en junio de 2006 por el Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas y sometida en la actualidad a la consideración de los Estados Parte para su aprobación y ratificación.
Estos instrumentos internacionales tipificaron la desaparición forzada cono un crimen atroz autónomo, y superaron el problema de su aparente ausencia de especificidad imponiendo cuatro requisitos para que esta práctica tenga lugar, a saber: (i) que consista en la privación de la libertad de una o varias personas; (ii) que tenga el objetivo de sumir en la incertidumbre a los familiares y demás personas cercanas a la víctima, mediante la ausencia de toda información sobre su paradero; (iii) que tenga como efecto la imposibilidad de acceder a cualquier protección legal, y (iv) que sea realizada por agentes del Estado o por personas autorizadas, apoyadas o toleradas por éste.
La identificación de estos elementos distintivos de la desaparición forzada permitió su diferenciación de otros crímenes atroces, como el secuestro. En efecto, a diferencia de éste, la desaparición forzada no tiene como fin principal la extorsión, sino generar una incertidumbre absoluta e indefinida sobre el paradero de la víctima. Como tal, mientras que la desaparición forzada implica la ausencia de toda información sobre la situación de la víctima, el carácter extorsivo del secuestro implica algún grado de certeza sobre la vida de la víctima, así como el suministro de algún tipo de información sobre ella.
El segundo reto que la desaparición forzada impuso al derecho internacional de los derechos humanos fue su categorización como crimen de lesa humanidad. De hecho, además de los elementos distintivos de la desaparición forzada, ésta se caracteriza por la sistematicidad que generalmente la acompaña. Muy rara vez constituyen los casos de desaparición forzada prácticas aisladas; por lo general, se trata de prácticas sistemáticas con una lógica y un objetivo subyacente, tal como la eliminación o grave afectación de un grupo político o social determinado de la población. No obstante, esta sistematicidad no se deriva de los elementos propios de la desaparición forzada antes señalados. Y ello resulta problemático porque, sin el reconocimiento de tal sistematicidad, la desaparición forzada no puede ser considerada como un crimen de lesa humanidad, sino apenas como un crimen de guerra.
De ahí que, además de los elementos que le otorgan especificidad a la desaparición forzada, los instrumentos internacionales antes señalados afirmen que, en todos aquellos casos en que es practicada de manera sistemática, la desaparición forzada constituye un crimen de lesa humanidad. Fuera de la importancia simbólica que tiene este reconocimiento en cuanto que resalta la gravedad del crimen de la desaparición forzada, éste posibilita que, cuando su carácter sistemático se presente, la desaparición forzada sea considerada como un crimen imprescriptible, y pueda ser perseguida por los órganos del derecho penal internacional, e incluso por los tribunales de cualquier país en virtud del principio de jurisdicción universal.
El reto del reconocimiento de la desaparición forzada como crimen atroz autónomo de lesa humanidad no fue únicamente enfrentado por el derecho internacional de los derechos humanos. En efecto, dado que este derecho sólo opera de manera subsidiaria a los derechos nacionales y que su aplicabilidad depende de su aceptación por parte de los Estados, fue mucha la presión que ejercieron las organizaciones de víctimas y de derechos humanos para que la desaparición forzada fuese también reconocida como un crimen específico en el derecho nacional. Esta presión era del todo explicable teniendo en cuenta que el reconocimiento de la desaparición forzada como delito penal permitiría que la misma fuese prevenida, perseguida y sancionada penalmente por los órganos estatales, con independencia de que el Estado colombiano ratificara o no los tratados internacionales sobre la materia. Como consecuencia de esa valiosa presión, el artículo 12 de la Constitución de 1991 incluyó en la carta de derechos fundamentales la prohibición de la desaparición forzada. Adicionalmente, ésta fue incluida en el Código Penal como delito por la ley 589 de 2000.
Sin embargo, la tipificación de la desaparición forzada en el derecho colombiano no estuvo exenta de debates. En particular, se discutió si, a diferencia de los que sucedía en los instrumentos internacionales, debía admitirse la posibilidad de que la desaparición forzada fuese realizada por agentes distintos de los estatales y paraestatales. Esta propuesta fue planteada previendo la posibilidad de que particulares no vinculados con el Estado de manera alguna, tales como los miembros de grupos guerrilleros, perpetraran también este crimen atroz. Frente a esta propuesta hubo voces críticas que indicaron que la ampliación de este delito a todo tipo de sujeto activo podía restarle especificidad. Finalmente ganó la primera postura y, en consecuencia, la desaparición forzada fue tipificada en Colombia como un crimen susceptible de ser cometido también por los miembros de grupos armados al margen de la ley, y sometido a una causal de agravación de la pena en caso de ser sistemático. Y, tras la revisión de la constitucionalidad de la ley por parte de la Corte Constitucional, la desaparición forzada terminó por ser considerada como un crimen susceptible de ser cometido por cualquier persona, pues la Corte consideró que
Aún están por comprobarse las bondades de esta ampliación del sujeto activo del delito de desaparición forzada a cualquier persona, pues si bien ésta tiene el propósito de admitir la posibilidad de que también los grupos guerrilleros puedan cometer este crimen, la postura crítica frente a esta ampliación insiste en la situación de particular indefensión en la que se encuentran las víctimas de la desaparición forzada por el hecho de tratarse de un crimen perpetrado por agentes estatales o paraestatales.
Como quiera que sea, es evidente que, tras la ratificación de la Convención Interamericana sobre Desaparición Forzada de Personas, las obligaciones estatales de investigación, sanción, reparación y prevención de la desaparición forzada no sólo tienen rango legal, sino también constitucional, en virtud de la figura del bloque de constitucionalidad que incorpora a la Constitución los tratados de derechos humanos ratificados por Colombia. Sin duda, la coexistencia de estas normas implica una protección jurídica mayor de los derechos fundamentales que la desaparición forzada pone en riesgo, en particular si se tiene en cuenta que, en caso de conflicto entre ellas, siempre habrá de aplicarse aquélla que sea más favorable a la protección del derecho fundamental vulnerado, en virtud del principio interpretativo pro hominen.
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