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Medio ambiente por la paz

De modo que la anhelada paz quizás requiere también una reconciliación dentro de la violentología. Y una agenda de políticas más amplia que la prevista en el acuerdo entre el Gobierno y las Farc.

De modo que la anhelada paz quizás requiere también una reconciliación dentro de la violentología. Y una agenda de políticas más amplia que la prevista en el acuerdo entre el Gobierno y las Farc.

La violentología clásica encontró la raíz del conflicto colombiano en la desigualdad socioeconómica, combinada con la falta de espacios políticos para los movimientos populares. Si la iniquidad —especialmente la abismal desigualdad en la propiedad de la tierra— creaba el descontento, el bipartidismo y la represión violenta contra la izquierda impedían canalizarlo por vías institucionales. De ahí que la olla a presión social terminara por explotar, al no encontrar el desfogue que ofrecieron el populismo o gobiernos nacionalistas de izquierda en otros países latinoamericanos, desde México hasta Argentina.
Plasmada en el famoso informe de la Comisión de Estudios sobre la Violencia de 1987, la tesis fue desarrollada por innúmeros estudios cualitativos de sociólogos, politólogos e historiadores. Las soluciones que se siguen de ella son claras: políticas sociales (especialmente, reforma agraria) y reforma política. Con acierto, el acuerdo de diálogo entre el Gobierno y las Farc recoge estas recomendaciones. Dos de los cinco temas que contempla son precisamente la “política de desarrollo agrario integral” y la participación política.
Pero el acuerdo se queda corto en relación con otros factores de violencia que resaltan estudios más recientes. Basados en análisis cuantitativos, economistas como Paul Collier sostienen que la causa central de los conflictos armados es la disputa por los recursos económicos. Lo que explicaría nuestra guerra es el interés de las partes en conflicto por el control de las rentas del narcotráfico, la minería y otros lucrativos negocios. La ambición, no el descontento, sería el combustible del conflicto. De esto se siguen las prescripciones de los economistas: aumentar el pie de fuerza para elevar los costos de la violencia ilegal y cortar las fuentes de financiación de los rebeldes.
Analistas como Francisco Gutiérrez han criticado certeramente el simplismo de la tesis económica. En realidad, las causas de la violencia son múltiples: desde la desigualdad y la exclusión política hasta los negocios asociados con la violencia.
Aunque la disputa por los recursos no sea la única causa de nuestra guerra, le ha permitido perpetuarse. Por eso, sin una solución a las economías de frontera que hoy financian la guerra, los procesos de paz pueden terminar transformando, pero no eliminando, los ejércitos armados que las explotan. Basta ver lo que sucedió con tantos paramilitares que hoy siguen dedicados, desde las bacrim, al narcotráfico o a la minería ilegal.
Aquí es donde la agenda de reformas para la paz queda en deuda, al menos por ahora. El plan de diálogo con las Farc atina al incluir “la solución al problema de las drogas ilícitas”. Pero no contempla el problema de la violencia asociada con la minería, tanto ilegal como legal, que avanza al ritmo de la locomotora. Basta ver los atentados recientes contra los indígenas wiwa que se oponen a los proyectos carboníferos en la Sierra Nevada. Como lo advirtió el exministro Manuel Rodríguez, dejar sin resolver estos conflictos mediante políticas ambientales y mineras serias sería repetir el error que se cometió al dejar irresueltas las disputas por la tierra de décadas pasadas.
Las lecciones acumuladas de la violentología muestran que la paz requiere, además de política social, política ambiental. El problema es que esta última ha sido la cenicienta de este gobierno. Por ahora hay ambiente, pero no medio ambiente, para la paz.

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