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Menos flores y más reconocimiento
Por: Diana Esther Guzmán Rodríguez | Marzo 11, 2013
Colombia debería salir de la lógica de las flores, celebraciones o felicitaciones. El día de la mujer no se instituyó para hacer un homenaje a los «atributos femeninos», sino para recordar la desigualdad y discriminación que enfrentan las mujeres alrededor del mundo.
Colombia debería salir de la lógica de las flores, celebraciones o felicitaciones. El día de la mujer no se instituyó para hacer un homenaje a los «atributos femeninos», sino para recordar la desigualdad y discriminación que enfrentan las mujeres alrededor del mundo.
Por eso, más que regalar flores, simbólicas o reales, deberíamos promover el reconocimiento y compromiso por la transformación de la discriminación. Esta es pues una fecha en la que deberíamos recordar, por ejemplo, que en Colombia, a pesar de los avances en las últimas décadas, las mujeres seguimos con una baja participación política.
Como lo muestra el segundo ranking de igualdad, dado a conocer esta semana por el PNUD, a pesar de que constituimos el 51% de la población, sólo el 12% de los cargos de elección popular son ocupados por mujeres. Estamos tan sólo en el 9% de las gobernaciones y alcaldías, y aunque en el Congreso parece haber un mayor porcentaje de mujeres y haber mejorado considerablemente la inclusión –comparado con periodos anteriores-, sólo llegamos al 13.3% en la Cámara y al 15.9% en el Senado.
En los otros cargos del Estado la situación es similar. Aunque la Ley de Cuotas (581 de 2000) establece que al menos el 30% de los altos cargos (y de otros cargos) debe ser ocupado por mujeres, como lo mostramos desde Dejusticia en una investigación reciente, este mandato no se ha cumplido de manera consistente a lo largo de los años. De hecho, un buen ejemplo de este incumplimiento es que en la actualidad ninguna Superintentendencia tiene una mujer a la cabeza y se sigue incumpliendo con la Ley en muchos nombramientos.
Esta bajísima presencia de mujeres en los cargos decisorios del Estado no se debe, como algunos podrían suponer, a falta de interés o a que tengamos menos capacidad. Al contrario, parece existir una especie de techo de cristal, creado a partir de las reglas de socialización que rigen la vida de las personas, que impide el ascenso de las mujeres, pues actualmente existen muchas con la educación y experiencia suficientes para ocupar dichos cargos.
A pesar de lo anterior, algunas mujeres han logrado llegar a altos cargos del Estado. Por ejemplo, por primera vez en la historia del país, una mujer es la contralora general y hay algunas en ministerios claves, como el de Justicia. Este avance puede ser importante en términos de inclusión, pero es insuficiente en términos de igualdad real. Estas mujeres, cuyos méritos son indiscutibles, han sido en todo caso privilegiadas y no reflejan la situación real de millones de mujeres que deben padecer especialmente la exclusión y discriminación.
Por eso es clave, al hablar de igualdad, analizar particularmente la situación de «las mujeres de a pie». Son ellas las que enfrentan más problemas para encontrar un trabajo formal y en quienes tiende a concentrarse la pobreza y sus efectos. Por ejemplo, la tasa de desempleo de las mujeres es casi el doble que la masculina (12,4% frente al 6,8%, según el DANE), y están en mayor proporción que los hombres en los sectores informales del mercado laboral. Además, como lo han mostrado diversas investigaciones, persiste una importante brecha salarial entre hombres y mujeres, que oscila entre el 15 y 20% por igual trabajo. Y no es el único problema que enfrentan.
Son las mujeres más pobres las que tienen menos oportunidades para conciliar las responsabilidades laborales con las familiares. La doble jornada de trabajo (8 horas de oficina o fábrica y luego 12 más de
casa) tiende a ser más dramática para ellas. Y dado que en nuestro país se les sigue dejando a las mujeres el trabajo de cuidado (de los hijos, las personas mayores y el hogar), como si fuera un asunto femenino, son ellas las que tienen más problema para acceder a un trabajo y ascender, y quienes tienen una carga personal y social más alta. Sin contar con que todavía tienen pocas posibilidades de decidir sobre su reproducción.
Y ni hablar de las mujeres campesinas, que además sufren peores condiciones económicas y sociales, por pertenecer a uno de los sectores más excluidos del país. O de las mujeres indígenas y afrocolombianas, o de aquellas con una orientación sexual o identidad de género diversas, que son especialmente discriminadas.
Por si lo anterior fuera poco, la violencia contra las mujeres (aquella que las afecta por el hecho de ser mujeres), sigue teniendo una alta prevalencia en el país, y una baja o pobre respuesta por parte del Estado. Inasistencia alimentaria, violencia intrafamiliar, sexual y desplazamiento forzado son sólo algunos ejemplos de formas de violencia que afectan de manera desproporcionada a las mujeres. Sólo para ilustrar el problema, todas las mujeres vivimos con el temor a ser violadas y muchas lo son cada día, bien sea en sus hogares, comunidades e incluso como parte del conflicto armado. De acuerdo con los datos de Medicina Legal, que en todo caso tienen un gran subregistro, es posible calcular que al menos 9 mujeres son violadas diariamente en el país. Y a pesar de ello, la impunidad es enorme y los programas de atención a las víctimas son todavía insuficientes.
Este 8 de marzo, antes de comprar una flor o un chocolate, piense primero por qué y para qué lo hace. Si se da cuenta que es sólo por quedar bien, mejor haga algo con más sentido: comprométase a reconocer la discriminación y a hacer lo posible por transformarla. Por ejemplo, asumiendo por igual cargas de cuidado al interior del hogar; valorando el valioso aporte (incluso económico) que hacen quienes se dedican a las labores domésticas y de cuidado; reconociendo que las mujeres pueden desempeñar cualquier rol social; y previniendo y repudiando todo acto de violencia en contra de las mujeres.