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¿Militares moderados y ganaderos radicales?
Por: María Paula Saffon Sanín | diciembre 29, 2012
Hace años, Guillermo O’Donnell y y Philippe Schmitter escribieron un interesante libro sobre las transiciones democráticas. El argumento es que las transiciones son momentos de gran incertidumbre, en los que las decisiones de los actores políticos son definitorias.
Tanto en el campo del Estado como en el de sus opositores, los actores se dividen en moderados y radicales. Los radicales se oponen a la negociación y buscan sabotearla. Prefieren su fracaso a cualquier beneficio que puedan obtener de ella. Los moderados, en cambio, ven en el éxito de la negociación una posible mejoría y están dispuestos a apoyarla. El éxito de una transición depende de que los moderados de un lado y otro le apuesten a la negociación y se acerquen entre sí, incluso contra sus anteriores aliados.
Como ejemplos típicos de radicales, O’Donnell y Schmitter señalan a los militares que han cometido crímenes y temen a los juicios penales.
Sorprendentemente en Colombia los militares parecen más moderados que los ganaderos, al menos en el discurso público. Para los militares, la incertidumbre es inmensa, pues las negociaciones pueden definir su suerte jurídica, pero también su futuro como institución, ya que su rol obviamente cambiaría si hubiera paz en el país. Y sin embargo, están dispuestos a sentarse a la mesa con sus archienemigos de las Farc y afirman que acatarán los resultados de las negociaciones.
En cambio, los ganaderos representados por Fedegán no acceden siquiera a participar en las discusiones y se oponen a toda medida que implique algún cambio en la distribución de las tierras, lo cual indica que serán opositores acérrimos de cualquier política agraria fruto de las negociaciones.
¿Acaso tienen más que perder los ganaderos que los militares con una eventual paz?
Sin duda, sus intereses podrían verse afectados si el modelo de desarrollo rural cambiara. Pero salvo que se transformen radicalmente los derechos de propiedad, lo peor que podría suceder es que sus tierras sean expropiadas con una compensación justa. Y, para minimizar ese riesgo, lo mejor que podrían hacer es participar en las negociaciones. Su reticencia a hacerlo indica que hay más en juego.
Si, como lo alegan víctimas y ONG, pero también paramilitares confesos, los ganaderos colaboraron con la comisión de crímenes y se beneficiaron al obtener tierras mal habidas, entonces su incertidumbre puede ser mayor. Ella no solo cubre a sus personas, sino también a sus tierras, y en especial al valor de estas, pues si son tierras mal habidas, no tendrían derecho alguno a compensación. Para perderlas no sería necesaria una reforma agraria radical; bastaría con que la guerrilla y los militares (otrora radicales) acordaran apoyar seriamente la política de restitución, que solo requiere de mayor voluntad política para ser efectiva.
Como oí decir un día a Alejandro Reyes, los militares están ante la oportunidad histórica de dejar de brindar su apoyo a los poderosos y empezar a ofrecerlo a los campesinos. Solo así podrían conservar un rol institucional en una Colombia pacífica, pues justificarían su permanencia con la necesidad de acompañar los procesos de cambio fruto de las negociaciones. Si lo hicieran de forma sostenida, podrían reducir su estigma como violadores de derechos humanos y recuperar su legitimidad. En ese caso, los ganaderos tendrían que adaptarse a un nuevo país en donde los privilegios serían reemplazados por la protección de los derechos de todos, so pena de verse excluidos del nuevo pacto social.