Skip to content

| Collage: Papel Cortante

Hurgar por mar, río y tierra

Javier David Padilla fue desaparecido en Tumaco, Nariño, en el año 2015. Desde entonces, su madre, Carmelina Valencia, recorre el camino de búsqueda junto a otras 90 mujeres de este municipio.

Por: Mariana Escobar Roldándiciembre 4, 2024

Carmelina Valencia habla de su hijo desaparecido en presente, y cuando por omisión usa el pasado, se corrige y retoma: “Javier David Padilla, así se llama. Él ha sido un niño muy cariñoso, noble y respetuoso, pero muy hiperactivo”, afirma la madre, y cuenta que, en la primaria, como ya sabía leer y realizar operaciones matemáticas básicas, se escapaba del colegio y se enojaba con los profesores porque no le enseñaban nada nuevo. Más bien se dedicaba a desbaratar y volver a armar celulares, a construir carros con cañas de guadua y a ingeniárselas para trabajar y conseguir algo de plata. 

Así siguió hasta la secundaria, cuando perdió dos cursos por faltas de disciplina y definitivamente dejó el colegio para trabajar como mototaxista en Tumaco, Pacífico Nariñense, donde nació y creció, y donde aún vive su familia. Por ese entonces, 2015, Javier David, con grandes ambiciones y dinero en los bolsillos, solía regalarle a Carmelina todo tipo de detalles: ropa, peluches, flores. Pero lo último que recibió ella de parte de su hijo fue un abrazo, de esos que aprietan hasta las entrañas, y un “te amo, mamita. Eres la mejor mamá del mundo”. 

Una profecía 

El último de los hijos de Carmelina —el más consentido de los tres, confiesa ella— nació en mayo del 99, en el interludio de un aguacero difícil de olvidar. El parto fue en casa, y la señora Piedad, la partera, le custodió los dolores por tres días, hasta que en la noche del martes 18, cuando un trueno rompió el remiendo de plásticos que hacía de techo y la tormenta se derramó sobre ellas, por fin el niño quiso nacer. “Así llegó Javier David, con un escándalo, con un alboroto, con una guerra”, recuerda. 

Lo llamó Javier, por un capricho del padre –también Javier—, y David, por una profecía. Y es que ante el temor de que su hijo tuviera alguna enfermedad, Carmelina le pidió a dios respuestas, respuestas que llegaron en forma de vaticinios a la cabeza de su madre, a quien le heredó el nombre —Carmelina— y la fuerza. “En una oración, Dios le dijo a mi mamá que ese niño iba a ser bendecido por Jehová, que iba a estar sano, pero que le tenía que poner David, que significa amado por Dios”, dice.

Semanas antes, Carmelina llegó a pensar que ese niño no nacería, pues fue consecuencia de una violación de su propio esposo, que aprovechaba su cansancio, luego de extenuantes jornadas de trabajo en un cultivo de palmas, para abusar de ella mientras dormía. Cuando se dio cuenta de que estaba embarazada, Carmelina, desconcertada y asustada por los gastos de un nuevo hijo, tomó unas infusiones de hierbas amargas con la idea de abortar. El método no funcionó, pero le despertó dudas sobre si ese brebaje podía hacerle daño al bebé. La opción de interrumpir el embarazo con un médico clandestino de Tumaco tampoco fue posible, porque se salía de su presupuesto. En esas llegó la profecía, y aunque no había sido planeada ni deseada, la mujer asumió su maternidad. 

Un camino de violencias hasta la desaparición

Carmelina Valencia conoció la violencia desde muy temprano. No la de los grupos armados, por la que desapareció su hijo menor, pero sí otras formas de violencia que tenían lugar en su piel, en su cama, en su casa y en las casas donde trabajó como empleada doméstica. 

Así es cómo Carmelina prefiere contar su historia, la de su hijo y la de su búsqueda desde el hecho de que la violencia social y política en Tumaco tiene raíces en el Estado que la olvidó a ella, a su familia y a su pueblo; en las vidas de mujeres que sobrevivieron a la violencia sexual y parieron hijos no deseados, y en la pobreza que obligó a muchas madres a migrar a ciudades para poder sostener a sus familias. 

Carmelina, por ejemplo, fue entregada a los 7 años a una tía que vivía en Cali para ser su empleada doméstica. “Pero ella confundió lo que es corregir con el maltrato, y un día me tocó salir volada, sin ropa siquiera, porque me iba a masacrar por haberme ido a jugar y no haber lavado los platos del almuerzo”, cuenta. Después de eso, y aún siendo niña, pasó por varias casas de familia donde se encargaba de las tareas del hogar a cambio de ropa, dormida y comida. En todos esos lugares, sin falta, alguien intentó abusar sexualmente de ella y tuvo que escaparse y regresar a Tumaco. 


Lee otras historias de nuestra serie sobre mujeres buscadoras 


Ya en su vereda, Candelillas, selva adentro de Tumaco, se dedicaba a la pesca y a los cultivos de plátano, yuca, arroz, caña y frutales que tenía su familia. Le gustaba bailar y por la cabeza no se le había pasado conseguir un esposo. A su papá, Deosisteo Valencia, sí se le había ocurrido. Con 17 años la obligó a casarse con uno de los hombres pudientes del pueblo: un Javier Padilla que la llevó a vivir a una casa donde fue esclavizada y donde recibía golpes diarios que aún hoy se encuentran en cicatrices. 

A los 20 tuvo a Yesenia, su primera hija, y dos años después, a Luis Carlos, el segundo. El maltrato solo se intensificó, y después de una escena en la que por poco pierde un ojo, decidió dejar a los niños en la casa de los abuelos maternos e irse a Cali para poder enviarles mercado, ropa y zapatos. Cinco años después, Javier regresó arrepentido, queriendo ser padre y esposo, y ella aceptó. “No cambió nunca, pero tocó aguantarse”, afirma. 

Por ese tiempo nació Javier David, y el conflicto armado comenzó a hacer eco en Tumaco. La gente dejó de salir tranquila en la noche, los uniformados andaban por las veredas como Pedro por su casa y la sensación de seguridad ya no estaba. 

Desde hace tres décadas hay presencia de actores armados en ese municipio de Nariño. Primero fueron las bandas criminales dedicadas a la extorsión, luego las Farc (el frente 29 y la columna móvil Daniel Aldana del bloque Sur Occidental) y, después, los cultivos de coca, el Ejército, el Eln y el Bloque Libertadores del Sur de las Auc. La cercanía de Tumaco con Ecuador y las vías terrestres y marítimas lo convirtieron en un fortín competido por todos los grupos. 

Según el Informe Final de la Comisión de la Verdad, en Tumaco hay registro de 170 mil víctimas de diferentes hechos de violencia: la mayoría corresponden a desplazamiento (85,6), sigue el homicidio (7,16%), las amenazas (6,5%) y, por último, la desaparición forzada (1,07%). Ese 1%, que suena tan minúsculo, lo sienten 721 familias de personas desaparecidas.

La desaparición en carne propia 

El último abrazo de Javier David ocurrió el 12 de septiembre de 2015. El joven tenía 16 años, ya se había independizado de la casa de su familia y prometió que regresaría en unos días para las fiestas patronales de su comunidad (Candelillas, Tumaco) y para comerse un plato especial de camarones con el que su mamá sabía tentarlo. Llegó el miércoles 16, y un amigo del joven llamó para decir que el día antes no había llegado, que no respondía el celular y que empezaba a ser sospechoso. Aunque su esposo desestimó la alarma, Carmelina supo de inmediato que algo no estaba bien, y decidió ir a la Policía, donde le dijeron que tenía que esperar 72 horas —un plazo que, a propósito, no está establecido en la ley, según el Comité Internacional de la Cruz Roja—. 

Se dio cuenta de que estaba sola y de que la búsqueda vendría por cuenta propia. Así fue como decidió ir por sí misma a los hospitales, a Medicina Legal, a las quebradas, al mar y a las casas de los conocidos de Javier David en Tumaco. No encontró pistas hasta que recibió una llamada de un amigo de su hijo en la que le pedía que se encontraran para presentarle a alguien que iba a ayudarle. Era ‘Don Ye’, un exmiliciano de las Farc que nunca quiso acogerse al proceso de paz con el Gobierno y que “estaba causando terror en Tumaco”

‘Don Ye’, el alias de Yeison Segura Mina, que también tenía fama de ser solidario con las poblaciones, le entregó a Carmelina la moto de Javier David y le dijo que las Farc lo habían agarrado en la calle 8. Por ese entonces, el hombre ya se había desligado del grupo armado que quería firmar la paz y se había convertido en un disidente. “Me dijo que mi hijo estaba muerto, pero que no me lo podía entregar porque, si lo hacía, a él también lo mataban. Que de todas formas iba a hablar allá arriba (refiriéndose al lugar en el que acampaba esta exguerrilla) a ver qué se podía hacer”, recuerda. 

‘Don Ye’ nunca volvió a aparecer. Carmelina se enteró un año más tarde de que el 24 de agosto, el mismo día en que el expresidente Juan Manuel Santos anunció la firma del Acuerdo Final con las FARC, hombres de esa guerrilla del frente Daniel Aldana en Tumaco se enfrentaron y lo asesinaron. La verdad y la justicia se fueron con él. 

“Yo creo que él no está muerto. Yo creo que fue reclutado porque era inquieto y muy inteligente. Algún día tiene que saberse la verdad, y Javier David tiene que aparecer”, dice Carmelina, que desde hace nueve años, cuando emprendió su búsqueda, se las ha tratado de ingeniar para tener alguna señal sobre el paradero de su hijo. Por ejemplo, suele irse a bailar y a cantar con un grupo de cantaoras a los lugares donde solían operar las Farc u otros grupos, y cuando agarran confianza con los locales, les muestran las fotos de sus desaparecidos con la esperanza de que algo recuerden. 

Cuando el dolor pide tregua

Un sacerdote, el padre Marcial Gamboa, que ha apoyado desde antaño a las víctimas de Tumaco, le propuso a Carmelina y a otras mujeres familiares de desaparecidos crear una organización para emprender juntas la búsqueda. Luz de Esperanza, como la llamaron, está ubicada en la vereda La Espriella y ha recogido los casos de 90 personas desaparecidas. Las imágenes de ellos están tejidas en una colcha que Carmelina guarda con cuidado en su casa para que las fotografías que allí pusieron, no terminen de borrarse. De hecho, el siguiente paso de la organización es crear un mural de la memoria para que nada pueda desaparecer. 

Le pregunto a Carmelina si hay alguna parte de su cuerpo en la que sienta la ausencia. Ella responde que, con lo que pudo vender la moto de Javier David, se mandó a hacer un anillo de oro con el que cada día lo recuerda. De todas formas, dice no hay rincón de una madre que busca a su hijo en donde no duela: “si te digo que me duele el corazón, te mentiría, porque también lloran mis ojos y mi nariz. Si te digo que me tiemblan las manos, no te das cuenta de que las piernas tampoco me responden. Si te digo que me duele el pecho, es porque también tengo la boca seca. El estómago, el pelo, el cráneo. El dolor de una mamá que no encuentra a su hijo se siente en todas partes”, cuenta.  

De vez en cuando el dolor pide tregua. Según Carmelina, dios le regala sueños profundos que funcionan como anestesia. Pero su principal alivio lo trae la búsqueda, la de su hijo y la de los hijos, nietos, hermanos, padres y madres de las familias que hacen parte de Luz de Esperanza. Encontrarse, preguntar, recoger pistas, armar las carpetas, sumar nuevas fotos al mosaico, clamar por verdad y justicia e insistir hasta encontrar respuestas le da vida a esta tumaqueña y a las otras 89 que hurgan por mar, río y tierra. 

Powered by swapps
Scroll To Top