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¿Ni una Rosa más?
Por: Luz María Sánchez Duque | Junio 7, 2012
El pasado domingo 3 de junio, cubrimos con claveles y mensajes de repudio el lugar donde Rosa Cely fue brutalmente violada y torturada. Recordamos que el suyo no es un caso aislado: el itinerario seguido por el heterogéneo grupo de manifestantes en el Parque Nacional de Bogotá estaba marcado con los nombres de otras mujeres agredidas. Y nos percatamos de que tampoco era único en su nivel de atrocidad: la crueldad perturbadora del acto, ese horror que se creería irrepetible, evoca un patrón de violencia en contra de las mujeres que viven en medio de la guerra. ¿Por qué entonces lo que le pasó a Rosa dejó de ser la noticia marginal y tardía que en un principio fue, para convertirse en editorial? ¿Por qué recordamos el rostro de Rosa Cely, mientras ignoramos el de tantas otras que han sido violadas, torturadas y asesinadas?
El revuelo por el caso se desató en las redes sociales a partir del impulso de un grupo de mujeres indignadas, tristes y comprometidas con las luchas de género. Sin este impulso inicial, difícilmente la respuesta de los medios masivos de comunicación, las autoridades y la ciudadanía habría sido igual. Pero se necesitó algo más: la brutalidad de la agresión y las características particulares de este caso, incluyendo las cualidades de la propia víctima. Lo paradójico es que estos dos últimos elementos prenden alarmas sobre la respuesta de la sociedad a la cuestión de la violencia contra las mujeres.
La consternación ante lo macabro ayudó a catalizar ese impulso inicial. Sin embargo, la crueldad extrema del acto impidió a muchos verlo como una expresión despiadada de la violencia contra las mujeres, y favoreció en su lugar su representación como un acto anormal producto de una mente depravada. De este modo, la sociedad marca una distancia radical con el victimario y evita preguntarse por el punto en común entre este acto y otras expresiones menos atroces de violencia, así como entre cualquier agresión contra las mujeres y los imaginarios sociales acerca del lugar que a estas les corresponde ocupar y el papel que deben desempeñar, los cuales persisten en muchos lugares a pesar de los avances que se han dado en materia de igualdad de género. Y finalmente, la sociedad deja ver su propia mueca de crueldad al exigir que el victimario se pudra en la cárcel.
A la posibilidad de tomar distancia frente al victimario se suma la de identificarse con la víctima. Si el acto bestial no hubiera ocurrido en el Parque Nacional, sino en una de las calles del barrio Santa Fe, y si la víctima no hubiera sido Rosa, la estudiante y vendedora ambulante, sino Flor, la prostituta, me cuesta imaginar el despliegue en los medios y la manifestación dominical. “Todas somos Rosa” fue una de las consignas de la marcha. Y mucha gente la gritó al unísono porque precisamente pudo sentir que lo que le pasó a Rosa habría podido pasarle a cualquiera. La identificación con la víctima alimentó la capacidad de representar en el propio cuerpo el sufrimiento de una mujer desconocida. Esto ayuda a comprender la magnitud de la reacción en este caso, al paso que da luces sobre nuestra limitada capacidad de repudio ante cualquier atrocidad. ¿Se habría armado el mismo coro bajo la consigna “Todas somos Flor”? Quisiera creer que sí, pero lo dudo.
Que por estos días la cuestión de la violencia contra las mujeres haya dejado de ser una preocupación exclusiva de feministas y organizaciones de derechos humanos es algo valioso. Pero una respuesta adecuada y profunda a este problema debe pasar por examinar lo que, bajo la sórdida capa de atrocidad que envuelve este acto, tiene nuestra sociedad en común con el malvado agresor; y por extender nuestra capacidad de indignación y repudio por lo que le pasa a aquellas cuyo dolor nos resulta más difícil de representar.