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Notarios y mala fe
Por: Mauricio García Villegas | Julio 18, 2009
UNA DE LAS PECULIARIDADES DE SER colombiano es tener que lidiar con las notarías. Nacer, crecer, negociar, procrear, trabajar, heredar y hasta morir, son verbos que, en Colombia, difícilmente tienen valor si no están acompañados de la firma de un notario.
En la mayoría de los países desarrollados las notarías no existen o son muy escasas. Aquí están en todas partes, como las farmacias, las peluquerías o las oficinas de chance.
¿Por qué tenemos tantas notarías en Colombia? La respuesta más obvia es esta: dado que los notarios cumplen la función de certificar la veracidad de los documentos, es decir, de dar fe pública de su autenticidad, el hecho de que haya muchos notarios significa que hay también mucha gente que engaña y que hace trampa. Si nadie actuara de mala fe, los notarios no existirían. Como hay tanto pícaro, en cambio, el notario suministra esa confianza mínima que se requiere para que la gente se relacione con los demás.
Esta explicación no me convence. No es que no crea en la propagación nacional de la mala fe. Al contrario, estoy convencido de que la primera y más espontánea actitud social del colombiano es desconfiar de los demás. Lo que creo es que la abundancia de notarios no sólo no ayuda a acabar con esa desconfianza y con la trampa que la sustenta, sino que la reproduce. Eso sucede por varias razones.
La primera es que el notario colombiano —no todos, claro— está lejos de ser ese personaje honorable y de conducta intachable que dio origen a la institución del notariado. Muchos de los notarios actuales son abogados mediocres que se mueven en ese mundillo oscuro que va del litigio al clientelismo político. No voy a hacer el recuento de los escándalos que ha habido en los últimos años. Me limito a mencionar el último, el de la semana pasada: Manuel Cuello Baute, ex superintendente de notarías, condenado por corrupción, acaba de dar declaraciones a la Corte Suprema según las cuales, 10 senadores recibieron notarías a cambio de su voto por la reelección en 2004.
La segunda razón es esta: en un ambiente de clientelismo y tolerancia con la corrupción, como el que se vive hoy en Colombia, la exigencia de certificaciones notariales sólo crea nuevas oportunidades para el delito. Cada trámite adicional es una nueva ocasión para violarlo y para engañar a los demás. Por eso no sorprende que los funcionarios corruptos sean los primeros que salen a defender los formalismos legales. Es allí, en la letra menuda de los trámites oficiales, en ese terreno fangoso que ellos conocen mejor que nadie, donde los abogados y los notarios corruptos atrapan a sus víctimas.
Así pues, tanto requisito y tanto papeleo no garantizan que quienes actúan de mala fe no se salgan con la suya. Al contrario, el ritual de los sellos de colores y de la firmas rimbombantes produce un falso aire de seguridad: no sólo permite que la trampa sea más sofisticada y eficaz —así sucede, por ejemplo, con el despojo de tierras a los campesinos por parte de los narcos— sino que, al esconder la hondura de nuestro fenómeno social de mala fe, perpetúa el problema.
No es pues que la falta de confianza subsista a pesar de los esfuerzos que hacen los notarios por remediarla, sino al revés, existe, al menos en parte, gracias a ellos. Por eso, como dicen ahora, los notarios no son parte de la solución, sino del problema.