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Oír a las víctimas
Por: María Paula Saffon Sanín | agosto 9, 2007
Con motivo del desolador descubrimiento de que el día de la toma del Palacio de Justicia el Magistrado Carlos Horacio Urán salió con vida del recinto y fue posteriormente asesinado por los militares, Ana María Bidegain, su viuda, dio una conmovedora entrevista a El Espectador. En ella concluyó diciendo: “Si hemos llegado al actual estado de descubrimientos no ha sido por nosotros los familiares de los magistrados, sino por los parientes de los desaparecidos que no han dejado de luchar. Siento que hemos sido profundamente insolidarios con ellos”.
Con ese estremecedor testimonio, Ana María Bidegain arrojó luz sobre algo que, durante mucho tiempo, nadie se atrevió a aceptar: que desde el primer momento los familiares de los desaparecidos tenían razón. Efectivamente, no todas las víctimas de la toma del Palacio murieron como resultado de las balas de la guerrilla o del fuego cruzado. Más aun, algunas de ellas fueron desaparecidas forzadamente, esto es, sacadas con vida del recinto, por los militares, en muchos casos torturadas y posteriormente asesinadas.
Es cierto que en los últimos meses la ocurrencia de estos hechos ha comenzado a ser reconocida oficialmente. Así lo exigen el informe de la Comisión de la Verdad de Palacio y los procesos judiciales que las víctimas adelantan contra el Estado. Sin embargo, también es cierto que ese reconocimiento tardó demasiado. Y, en el entretanto, el Estado y la opinión pública interpretaron los relatos de las víctimas como mentiras, exageraciones o interpretaciones sesgadas de los hechos.
En efecto, como no coincidían con la versión oficial y mayoritaria de lo sucedido, dichos relatos eran simplemente desestimados. Para ello, eran explicados o bien como el resultado del trauma sufrido por las víctimas por no haber encontrado los cuerpos de sus seres queridos, o bien como interpretaciones acomodadas para justificar la cercanía de éstos a la guerrilla. Así, las víctimas fueron sometidas a un segundo proceso de victimización, consistente en hacer poco creíbles sus versiones, e incluso en estigmatizarlas.
Por crueles que parezcan, este tipo de actitudes en relación con las víctimas y con sus versiones de las atrocidades no sólo se ha presentado en el caso de Palacio. Como lo ha señalado el filósofo colombiano Alfredo Gómez-Müller, por lo general los relatos de las víctimas son negados por la versión mayoritaria de los hechos, a través de al menos dos estrategias: por un lado, la racionalidad de las víctimas es puesta en duda, pues se las presenta como seres patológicos, con problemas sicosociales, demasiado emotivos, resentidos, etcétera. Por otro lado, las víctimas son sometidas a la teoría de los dos demonios, de conformidad con la cual las atrocidades cometidas en su contra se justifican en función de su pertenencia o cercanía al grupo enemigo, cuya aniquilación por parte del Estado es justificada.
Lo anterior no sólo somete a las víctimas a un nuevo sufrimiento, sino que, ante todo, impide que su voz sea escuchada y que sus versiones sean tenidas en cuenta como parte de la memoria social sobre lo sucedido. Ello hace que la dignidad de las víctimas, perdida y pisoteada con los actos atroces, no pueda ser restablecida, e incluso sea aun más arrasada. Pero además, ello evita que la memoria colectiva sobre lo sucedido tenga en cuenta una versión fundamental de los horrores, que de otra manera permanecería oculta.
Esto fue justamente lo que sucedió con la toma de Palacio, hasta cuando por fin se empezó a dar razón a los familiares de los desaparecidos. Sin embargo, para que esto sucediera, tuvieron que pasar más de 20 años, y las víctimas tuvieron que luchar incansablemente en contra de las interpretaciones que pretendían ocultar sus verdades. Además, se trató de una lucha absolutamente solitaria que tuvo que enfrentar la resistencia del gobierno y la pasividad absoluta de la justicia, a pesar de que era ésta la mejor llamada a esclarecer la verdad.
Ojalá aprendamos una lección de lo ocurrido en el Palacio, y nos demos cuenta de que, en cualquier proceso de reconstrucción de la verdad de las atrocidades, es indispensable dar voz a las víctimas, sin negar, subestimar ni estigmatizar sus versiones. En efecto, en la mayoría de casos, mientras los victimarios intentan ocultar lo ocurrido, las víctimas luchan por esclarecerlo. Por ello, a pesar de que enfrentan largos procesos de negación de sus relatos, casi siempre las víctimas terminan teniendo la razón. Así sucedió, para sólo mencionar algunos ejemplos, en Chile, Argentina y Guatemala, en donde, después de mucho tiempo, los relatos de horror de las víctimas dejaron de ser interpretaciones paranoicas o ideológicas de los hechos, para convertirse en la versión más creíble y aceptada de lo sucedido.
Sin embargo, infortunadamente el reconocimiento de que las víctimas tenían razón viene, por lo general, después de mucho sufrimiento y mucha lucha. Justamente es por eso que resulta importante extraer una lección de lo ocurrido en el Palacio. Si aceptamos que las víctimas tienen algo importante que decir, si abrimos un espacio para que su voz pueda ser escuchada por las instituciones, y sobre todo si impedimos que sus relatos sean leídos como versiones falsas o distorsionadas de los hechos, es muy posible que les ahorremos algo del profundo sufrimiento que ya de por sí deben soportar.
Sin duda, ésta es una lección de suma importancia para los actuales procesos de esclarecimiento de la verdad de las atrocidades perpetradas por los paramilitares, en los cuales hasta el momento la voz de las víctimas ha estado muy ausente en los espacios de reconstrucción oficial y social de la verdad. De hecho, tanto en los procesos judiciales como en los medios de comunicación, las versiones de los victimarios han tenido mucho más protagonismo que las de las víctimas y cuando éstas han logrado hacerse oír, lo han hecho a pesar de las amenazas en su contra y de la falta de protección por parte del Estado.