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¿Para qué recordar la masacre de Trujillo?
Por: Rodrigo Uprimny Yepes | Septiembre 15, 2008
POR QUÉ ESCLARECER Y RECORDAR tantas atrocidades perpetradas en Colombia, como la masacre sin fin de Trujillo? ¿No es eso un vano ejercicio de autoflagelación nacional que impide la reconciliación y dificulta la construcción de un mejor futuro?
Algunos colombianos pueden hacerse ese tipo de preguntas debido a que este martes presenta su informe sobre la llamada “masacre de Trujillo” el “Grupo de Memoria Histórica” (GMH), del cual formo parte por invitación de su coordinador, el historiador Gonzalo Sánchez.
Esta masacre fue un verdadero crimen de lesa humanidad, que ocasionó entre 1988 y 1994 al menos 342 víctimas de homicidios, torturas y desapariciones forzadas, como producto de una alianza entre narcotraficantes y agentes locales y regionales de las Fuerzas Armadas. La responsabilidad jurídica y moral del Estado colombiano en esos hechos fue evidente, al punto que el presidente Samper la reconoció en enero de 1995, luego de la intervención de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.
Los niveles de crueldad a los que recurrieron los asesinos son difíciles de describir, por su carácter extremo. Pero en cierta medida se tornaron rutinarios. Trujillo inauguró métodos de horror a los que recurrirían masivamente los grupos paramilitares en los años siguientes, como el uso de motosierras para descuartizar vivas a las víctimas y desaparecerlas en los ríos, que en Colombia se han convertido en inmensos cementerios.
¿Para qué entonces reconstruir la historia y la memoria de estos hechos tan terribles? ¿No sería mejor “enterrarlos en el olvido perpetuo”, como en 1648 ordenó que se hiciera con los horrores de las guerras de religión el Tratado de Westphalia, para supuestamente lograr la paz eterna entre los nacientes Estados europeos? La memoria de esas atrocidades, ¿no sería entonces una forma de resentimiento de ciertas personas que quieren perpetuarnos en los traumas del pasado?
Una de las mejores respuestas a esos interrogantes y a la tentación del olvido fue dada por Elie Wiesel, un sobreviviente de los campos de exterminio de Aushwitz y Buchenwald.
Wiesel, en su incesante esfuerzo por perpetuar la memoria del Holocausto, ha insistido en que el recuerdo de ese pasado atroz no es obra del resentimiento ni pretende anclarnos en los relatos de esos sufrimientos indecibles; el deber de memoria está lleno de esperanza. Lo que pasa es que, como dijo Wiesel en su Conferencia Nobel del 11 de diciembre de 1986, “la esperanza sin memoria es como la memoria sin esperanza”. En sus palabras, “la memoria del mal debe ser un escudo contra el mal” y por ello el futuro no debe ser construido sobre el olvido de las atrocidades y menos aún sobre el silenciamiento de las voces de las víctimas.
La lucha por reconstruir la historia y recuperar la memoria de hechos como los de Trujillo es entonces un esfuerzo deliberado por hacer, al menos, un poco de justicia a las víctimas de esas atrocidades y por lograr que horrores de esa naturaleza no se repitan. Y esto es necesario.
En el caso de Trujillo, a pesar de que el Estado colombiano reconoció su indudable responsabilidad, lo cierto es que este crimen está en la total impunidad y las víctimas no han sido realmente reparadas ni dignificadas, como lo merecen.
Si eso sucedió en un caso en donde el Presidente reconoció la responsabilidad del Estado colombiano, es obvio suponer que la impunidad y el silenciamiento de las víctimas es semejante o mayor en las otras 2.505 masacres que el GMH ha provisionalmente establecido que ocurrieron entre 1982 y 2007.
Los esfuerzos de verdad y de memoria, de los cuales este informe del GMH no es más que una muestra, son entonces hoy indispensables en Colombia, pues la impunidad de esos crímenes es casi total y las voces de estas víctimas no se escuchan. Sólo recordando las atrocidades podremos aspirar a que éstas no se perpetúen.